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Una esquirla en la cabeza

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Sergey Baksheev
UNA ESQUIRLA EN LA CABEZA

Traductor: Oscar Zambrano Olivo

PREFACIO

Exposición en el Museo Británico

En la exposición china del Museo Británico, en el centro de la sala, detrás de un vidrio grueso, se puede ver una estatuilla de una camella no común. La lana en sus jorobas es blanca, su mirada está dirigida hacia arriba y su hocico expresa una mueca de dolor.

¿Que hace una simple escultura entre una gran colección de antiguas obras de arte?

Usted no va a escuchar una respuesta clara a esa pregunta.

Como yo mostré cierta insistencia, me asignaron un antiguo empleado del museo el cual estaba jubilado desde hacía tiempo. El recordaba que, relacionada con la camella de jorobas blancas, había una asombrosa leyenda, pero era difícil explicar de qué se trataba.

— Parece que se llama Shikha. — Para terminar, el viejo dijo, inseguro, — y dicen que todavía está viva. —

Y así, me pareció que ya había escuchado la historia de esta camella. Hasta hoy uno se puede encontrar con la camella y ella puede cambiarte tu vida de una manera mágica.

Sin embargo, es mejor antes, leer este libro. En él, yo revelo el secreto, el cual pocos saben.

CAPITULO 1

Un suceso que no se puede contar

Regresando desde el aeródromo, el piloto militar Vasily Timofeev venía sumido en una gran confusión. ¿Qué le pasó durante el vuelo? Ese incidente técnico tan extraño no está descrito en ningún libro de estudios. ¿Que vio en la estepa?

¡Fue una diablura!, simplemente.

Como lo pongas. Resulta que él vio en el pasado, cuando no había ni líneas de trenes, ni carreteras para automóviles en la estepa, un ejército enorme de guerreros medievales. ¡En el pasado! No encontraba otra explicación.

¡Pero eso no podía ser!

¿Un pozo con objetos valiosos? ¿Personas asustadas con vestiduras antiguas? Con pánico observaron el moderno avión de caza. ¡Y la extraña camella con las jorobas blancas! ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen?

Los grandes y perspicaces ojos de la camella se incrustaron en la memoria del coronel. En el último segundo, antes de la salvación milagrosa, él estaba mirando las grandes pestañas de la camella y no los instrumentes de vuelo. Y el avión, volando sin ruido sobre la estepa y listo para estrellarse en cualquier momento, de repente, despertó y reaccionó.

¿Como explicar eso?

El coronel comprendió, en seguida, que no podía contar nada de lo sucedido. ¡En ningún caso! Si lo contaba totalmente de manera honesta, lo iban a tomar por loco.

¿Qué hacer? ¿Con quien consultarlo?

Las ideas se le enredaron y la cabeza le empezó a doler.

Y pensar que una hora antes, en la vida del coronel de las fuerzas aéreas Vasily Timofeev, todo era claro y cuotidiano.

CAPITULO 2

El MIG-25

El auto “UAZ” color kaki del ejército no se había detenido completamente cuando el comandante de la escuadrilla de cazas MIG-25 supersónicos saltó del carro. Los escalones del punto de guardia resonaron por las pisadas de los tacones de los botines militares.

— ¡Se le saluda, camarada coronel! — apenas alcanzó a levantarse el oficial de guardia, el teniente superior Epifanov.

— Saludos, Slav. — respondió, con una sonrisa, Timofeev.

Por el tono alegre, Epifanov comprendió que la visita inesperada del coronel no se debía a complicaciones imprevistas o revisiones no planificadas. Los chispeantes ojos del comandante mostraban una exuberante energía que lo hacían hiperactivo. Epifanov adivinó con lo que eso estaba relacionado y que seguía después.

— ¿Lo puedo felicitar, camarada coronel? — le preguntó con malicia sobre algo que ya sabía todo el escuadrón.

— A mí no, ¡a mi hija! — La frívola esa, ya nos trajo un nieto. Hoy le dieron de alta en el hospital. ¿Y yo que? Me hicieron abuelo. Treinta y seis años, y ¡ya abuelo! Así son las cosas… —

Vasily, otra vez, se asombró sinceramente por esa novedad. Pensar en eso: ¡abuelo! Aunque, por otro lado, con la que sería su esposa, Liuba, también resultó de esa manera. A lo militar, ataque inesperado, sin estudios logísticos y sin esperas.

En aquel entonces, primavera del año 60, él estudiaba en el primer año del antiguo instituto de aviación militar de Saratov. Liuba terminaba el bachillerato. La naturaleza alborotándose, la embriaguez del olor de la sirena floreciente, la faja de algodón en el delgado talle, los labios carnosos mojados en el helado de vainilla, la curiosidad en los ojos virginales y, como resultado: el aturdimiento del estallido del amor. Como la explosión de una granada en los primeros ejercicios nocturnos. Y después, el ardor juvenil y la imprudencia completaron el asunto.

Eran tontos y sin experiencia. Se emborracharon sin licor, solo tocándose uno a otro. Puntas de los dedos por la espina dorsal, temblor, el cuerpo curvado, los labios dulces y la respiración toma un cálido deleite. Y era la primera vez de ambos. Y, el resultado natural: el nacimiento de la hija.

En aquel entonces Vasily era incapaz de valorar y pensar claramente acerca de eso. Todo pasaba de manera superficial, como si no pasara con él, como si estuviera en el cine. Se oscurece todo, sufres con los actores, pero ahorita se apaga la pantalla, prenden la luz, te levantas y sales. Y se te olvida todo.

No, la vida no es el cine. En ella, como comprendió después, su infancia había terminado y empezaba la vida de adulto. Efectivamente, la niñez no está relacionada con la edad. Se termina cuando comienzas a resolver tus propios problemas y eres un adulto cuando empiezas a preocuparte por otras personas. Para Vasily, las dos cosas sucedieron al mismo tiempo.

La boda la hicieron cuando la esposa tenía el vientre tan inflado que parecía que iba a explotar en cualquier momento. Pero Vasily se salvó de eso. La piel de la, alguna vez, muchacha elegante, se le estiró tanto que el ombligo, que antes era una suave depresión, ahora parecía un botón que estaba a punto de saltar. Y es que daba como miedo observar ese globo creciente en la barriga. ¡Y es que era tan extraño! Mirabas desde atrás, y hasta el talle se le veía. Mirabas desde el frente, sobre todo de lejos y te parecía que la muchacha no podía caminar: el rostro se le adelgazó, las clavículas le sobresalían y la ropa no le quedaba ajustada sino colgando como una cortina. Y si la mirabas de lado ¡era una pesadilla! ¿Como pueden las mujeres cargar eso?

— Comunícate con los mecánicos, que me alisten mi avión, mientras me cambio. — Timofeev ordenó, mientras lanzaba la bufanda en el armario.

— Enseguida camarada coronel. — respondió Epifanov sonriente.

La tensión que surgió con la inesperada aparición del comandante, se desvaneció. Estaba contento porque adivinó el estado de ánimo del coronel y supuso que el jefe ardía en deseos de rasgar el cielo tranquilo con la poderosa máquina.

— Que escribo en el diario? — respetuosamente preguntó el teniente mayor.

— Bueno… lo usual. Vuelo de entrenamiento, prueba del motor a diferentes velocidades y alturas… y etc. ¿Qué? ¿Tengo que enseñarte? —

Si los pilotos del escuadrón debían volar según el plan de vuelo, el comandante, algunas veces, podía permitirse salir para satisfacción propia. Ese estado de ánimo no era frecuente en él. Y entonces el llevaba al pajarito plateado más allá de las velocidades y alturas límites. Los especialistas, en tierra, comentaban sobre la temeridad del experimentado aviador.

— El avión está listo, camarada coronel! — se reportó Epifanov, cuando, pasados diez minutos, el comandante apareció vestido con un traje de alta compensación.

El coronel traía en la mano el famoso casco hermético con el dibujo de un gavilán. El ave, con plumaje encendido, aunque mostraba el pico amenazador, tenía la mirada tranquila y decidida. Ese dibujo en ese uniforme tan serio solo se lo podía permitir el respetado comandante.

— Avisa a la torre de control. — gritó Timofeev y, sin apurarse, subió al carro que lo esperaba. Se sentó teniendo cuidado con las mangueras neumáticas del traje. En dos minutos llegó al avión. El grupo de mecánicos de guardia ya había terminado con la preparación del caza.

— Todo listo, camarada coronel. — Cuadrándose y sonriendo, le dijo el jefe de grupo.

— Gracias, Egorich. — De manera amistosa, Vasily Timofeev saludó al antiguo técnico, cuidadosamente se colocó el casco hermético y subió por la escalerilla a la cabina conocida. El avión estaba inundado por el implacable sol de Kazajstan.

El último día de agosto de 1978 se acercaba a la puesta del sol y todavía los rayos luminosos alcanzaban a calentar todos los rincones de la estrecha cabina.

El coronel cerró los ojos para aspirar con deleite los conocidos olores de la formidable máquina y dijo, mentalmente, “no me falles, linda”, y recordó los besos juveniles con Liuba en los días lluviosos de mayo en el parque de Saratov. En la espalda sentía el ajustado agarre de la silla eyectable y en la boca sentía, como si fuera ahora, los húmedos labios de la joven. Eso era su ritual propio de despegue de la tierra, una oración que el repetía invariablemente desde 1970, tiempos de luchas desesperadas en el cielo de Egipto.

Después cerró la cabina y se acomodó en la silla. Con movimientos acostumbrados se sujetó la máscara de oxígeno. El coronel probó la correcta mezcla para respirar y se comunicó con la torre de control. El laringófono funcionó normalmente y la comunicación era estable.

Vasily comprobó las lecturas de los instrumentos de medición y le dio al encendido. Los auriculares contra ruidos apagaron correctamente el atronador rugido de los motores a reacción, pero la potencia creciente se sentía en todo el cuerpo: desde las puntas de los dedos en el timón hasta las nalgas en el asiento. “Adelante”, se dio a sí mismo la orden Vasily Timofeev.

El avión hizo la aceleración necesaria y suavemente se despegó de la tierra.

Rápidamente, Vasily tomó altitud y con la sobrecarga añadida el cuerpo se apretó contra el asiento. Al coronel le gustaban estas sensaciones. El sentía la unión del cuerpo entrenado con la obediente máquina de guerra y la sobrecarga confirmaba palpablemente la potencia de ambos. Vasily dio una vuelta y pasó entre la famosa plazoleta de arranque “de Gagarin”, del cosmódromo y la ciudad de Leninsk. En el borde de la ciudad se veía el instituto donde estudiaba su hija Liuba.

Apenas arrancaba su vida familiar, inestable y llena de preocupaciones, nació la niña y no hubo tiempo para pensar en el nombre. Entonces le pusieron como a su esposa: Liuba.

Y ahora Vasily recordaba, que este año anterior la hija había ingresado al instituto de aviación y qué durante los exámenes de admisión, varias muchachas fueron, misteriosamente, estranguladas. Y Vasily entonces, quien muchas veces había arriesgado su propia vida, se daba cuenta, con un sentido de alarma desagradable, qué en un día normal y tranquilo, podía perder su única hija.

Esa idea la tenía clavada como una espina afilada. Por eso, cuando, seis meses después, la hija, avergonzada, informó que estaba embarazada, Vasily inclusive se alegró. Ahora su pequeña familia crecería. Y como podría reprochársele algo a la hija amada, si ella prácticamente había repetido el destino de la madre.

Afortunadamente no hubo la amenaza de un hijo sin padre. La feliz Liuba presentó a sus padres a Anatoli Kolesnikov. El muchacho estudiaba en el curso superior en el mismo instituto. La inminente boda Anatoli la tomó sin entusiasmo, pero con sangre fría masculina: “Si hay que hacerlo, pues lo hacemos”.

Después de la ceremonia el muchacho se mudó a casa de ellos. Junto con la maletica con su ropa, se trajo un montón de libros raros; es decir, era muy difícil de encontrarlos en las librerías. Entre los libros había muchos iguales y absolutamente nuevos. Anatoli explicaba con mucho entusiasmo que el vendía libros viejos y de poco valor y a conocidos. Y todo el tiempo estaba cambiando, vendiendo y comprándolos.

Vasily se preguntaba cuanto tiempo y energía gastaba su yerno en esas labores sin sentido. ¿Que era eso? Un entusiasmo inocente de un coleccionista o el yerno era un acaparador y se hacía pasar por un honesto “negociante”.

Timofeev quería pensar bien del yerno. El veía que no simplemente organizaba los libros en los estantes, sino que continuamente estaba leyendo. Este hecho era suficiente para la tranquilidad de espíritu del coronel. Aunque, es necesario reconocerlo, el yerno siempre tenía dinero en el bolsillo. Y no de la beca. Pero… ¿acaso unos rublos de más molestan a una familia joven?

En el verano, Anatoli se fue a casa de sus padres por dos meses. Liuba se quedó en casa. Todos estuvieron de acuerdo en que, con su embarazo avanzado, no anduviera montada en trenes. La semana anterior, el yerno había regresado, trayendo dos pacas grandes de jeans americanos.

Lo menos que se puede decir es que esto no le gustó al coronel de la aviación. Los jeans son una cosa que solamente se puede comprar en los almacenes “Beriozka”, en divisas o en dinero especial. Después de servicio en el extranjero Vasily Timofeev recibió unos tickets con los cuales podía ir a Moscú, a esos almacenes cerrados para la gente común. ¿Como podía conseguir jeans un estudiante, y en tal cantidad? Pero el yerno explicó que unos conocidos que trabajan en el extranjero, le dieron los jeans para que los vendiera. En el instituto, en los vendería rápido entre sus compañeros, regresaría el dinero y, con la ganancia, que debería ser buena, compraría lo necesario para el futuro bebé.

Ese mercantilismo el coronel no lo veía bien. El mismo podía comprar todo para el nieto o nieta, y los estudiantes no debían meterse a buhoneros, sino arañar la dura ciencia, para convertirse en buenos especialistas. Pero la esposa y la hija, inesperadamente, se pusieron del lado de Anatoli. La hija anhelaba ponerse esos pantalones importados, pero miraba resignada su creciente vientre. Al final separó dos jeans y le pidió a Anatoli que no los vendiera y que esperara hasta el parto.

Pero todo eso era una simple tontería, pensaba Vasily Timofeev, cerrando el siguiente viraje sobre la estepa desierta. Lo importante era que la hija pariera un bebé sano y sinceramente amara a su esposo.

Liuba esperaba a Anatoli con tanta intensidad, y cuando llegó, se lanzó a abrazarlo con tal ardor que Timofeev sintió celos paternales. Que se puede hacer, la hija creció y el amor hacia los padres dio paso, en su corazón, al amor a un hombre extraño.

Para la vez siguiente, el nuevo abuelo ya se había tranquilizado. Además, era claro que Anatoli, hacia ella, no era indiferente. Aunque, algunas veces, en su mirada, brillaba algo perruno; pero se puede entender al muchacho. Por algún tiempo, Liuba estaba fuera del juego.

El coronel viró el avión directamente hacia el sol poniente, bajó hacia sus ojos la esfera filtro y se lanzó, con ardor infantil, hacia las estrellas salientes. Se dirigió hacia la esfera púrpura como si fuera un objetivo.

Cuando, hacía cinco días, Liuba había dado a luz un bebé sano, Vasily había celebrado, como se debe, con la esposa y el yerno. Pero euforia y éxtasis espiritual no sintió. La hija y el nieto todavía estaban en la maternidad y ellos tres estaban sentados en la cocina tomando vino y cognac, como se acostumbra en tales celebraciones. La conversación se centraba en el nombre del niño.

Pero hoy, por fin, cuando trajeron al pequeñín a la casa y el coronel, con cuidado, cargó el frágil cuerpecito en sus brazos inseguros y miró su nariz respingadita y sus cacheticos hinchaditos y los ojitos húmedos del pequeño milagro y olió el olvidado olor de un bebé, algo dentro de él se estremeció. Esos inesperados temblores internos rompieron la entumecida cáscara del alma y liberaron una exuberante sensación. Como si una placa teutónica se hubiera desplazado bajo un volcán y se hubiera liberado toda la energía contenida bajo ella. Vasily disfrutó esa erupción del alma, y no se contuvo.

En alguna película el coronel había visto como el héroe, en una explosión de éxtasis, conducía, a toda máquina, su carro deportivo y levantaba agua de los pequeños charcos y una nube de hojas. Pero, gran cosa un automóvil, inclusive deportivo, en comparación al caza más veloz del mundo Vasily se sintió como la punta de la flecha, la cual a toda velocidad corta el espacio, y está sujeta a su mínima voluntad.

El coronel remontó el vuelo de nuevo, se recargó hacia un ala y cayó en barrena, pero de nuevo tomó altitud jugando con la obediente máquina.

El día del nacimiento del nieto, Vasily bromeaba. “Ahora tengo que dormir con una abuela”. Pero en la siguiente vuelta, como un muchacho pensó: “Cuales abuelos! Ahora le mostraremos a la hija que todavía podemos hacer muchachos. Mi esposa todavía está en su jugo. ¿Por qué no lo pensamos antes?” Se imaginó, con alegría, dos niños gateando en su apartamento. “Ivancito tendría con quien jugar”. Así, imaginariamente, bautizó al recién nacido, como si toda la familia ya estuviera de acuerdo con él.

Viró el avión hacia el este, y mientras lo llevaba en línea recta, de repente se preguntó, si él, Vasily Timofeev, había sido exitoso en su vida. Él pudo, como algunos de sus colegas, intentar convertirse en otro conquistador del Cosmos.

Muchos años atrás hubo la posibilidad real de aplicar para cosmonauta. Mucho tiempo lo pensó, pero se abstuvo. Ahora el veía en qué consistía la vida de los candidatos a cosmonautas. Una laboriosa preparación de muchos años, bajo un control estricto. Y entonces, si tienes mucha suerte, un vuelo al Cosmos, una gloria rápida y honores oficiales. Después, de nuevo, años de espera y preparación.

Algunos candidatos no soportaron el continuo stress y se “quebraron”. Los sacaron del plan y se perdieron. Una rigurosa comisión médica podía encontrar detalles microscópicos en la salud de algún candidato, ya en la admisión, y había que decir adiós, inclusive, a la amada aviación. Le daban de alta del ejército enseguida y completamente.

No, eso no era para su naturaleza inquieta. Hacía muchos años y por milésima vez, Vasily había sacado esa conclusión. Era mucho mejor su práctica diaria como aviador militar que esas clases teóricas infinitas y esperar a ver si te sonreía la fortuna.

El coronel no se quejaba de nada. A los treinta y seis años, él había pasado bastante trabajo, pero había tenido muchos éxitos. Claro, algunos de los aviadores se habían convertido en pilotos de prueba y por ese riesgo constante habían recibido sus estrellas de héroes. Pero esos eran pocos. Ahora todo se centraba en las pruebas del nuevo avión caza secreto: el MIG-29. Decían que era una máquina liviana supermaniobrable, con posibilidades formidables. Bueno, tarde a o temprano estaría lista para usarla de manera regular y el coronel, sin falta, la pilotaría. Y ahora, él estaba en la cabina del avión más rápido del mundo y el cual, puede subir a tales alturas desde las cuales, como desde el Cosmos, se ve que la Tierra es redonda.

Vasily Timofeev, bruscamente, aumentó la potencia del avión y comenzó a subirlo. La línea del horizonte desapareció y ante sus ojos sólo estaba la profundidad del cielo. El altímetro pasó por la marca de los 15000 metros, después por la de los 20000, después por la de los 25000, pero el coronel continuó hacia arriba. El dirigía por los cambios de velocidad de los “veinticinco” y sabía sus posibilidades. Pasando la altura de los 32000 metros, el coronel, por unos segundos, niveló la máquina y miró hacia abajo. “Mira nuestro planeta, cubierto con una delgada capa azul de atmósfera”. Ni el “Phantom”, el avión americano, exageradamente alabado, y ni siquiera, el MIG-29, llegaría hasta aquí. ¡Y que velocidades alcanza su máquina! ¿A esta altura la velocidad se nota poco, y si lo lanzamos a la Tierra? El coronel dirigió la máquina a un brusco descenso bajo un gran ángulo de ataque. Esa era su manera preferida de caer en picada, y aunque eso parecía irracional, él controlaba, con seguridad, su máquina de guerra. Iba como un meteorito, cortando la densa atmósfera. No, la atmósfera frena los meteoritos, pero el avión, gracias a sus dos poderosos motores, más bien, aumentaba su velocidad.

Timofeev sintió una enorme e incomparable excitación, la cual crecía junto con el aumento de la velocidad en los indicadores y el acercamiento a la superficie terrestre. El altímetro disminuía los miles de metros rápidamente y la velocidad aumentaba…

El avión, repentinamente, entró en la zona de nubes. La Tierra, hasta hacía algunos instantes se apreciaba claramente, y ahora, de golpe estaba tapada por una blanca nube. El coronel contaba con que, rápidamente, atravesaría la capa blanca, pero pasaron segundos, y aquella no se disipaba.

Miró los instrumentos, los instantes se estiraban infinitamente. Inclusive le pareció que el cronómetro se detenía, pero el altímetro definitivamente bajaba las cifras. La tierra se acercaba. Ya era tiempo de sacar la máquina de la caída en picada, pero el coronel seguía esperando la aparición de una visual tras los vidrios de la cabina.

CAPITULO 3

Un asunto viejo

El jefe de la policía de la ciudad, el mayor Viktor Petrovich Petelin miró hacia la ventana. El avión caza vuela, no tan lejos, y se oye el ruido que hace.

— Salieron los guerreros! Casi sobre la ciudad. Y sin querer piensa: — Se podrían romper los vidrios. —

El mayor estaba sentado en su oficina y, nerviosamente, masticaba un palillo de fósforo, llevándolo de una comisura a la otra. En 1975, en los tiempos del programa cósmico conjunto “Soyuz-Apolo”, un periodista de la televisión norteamericana, le había regalado un paquete de goma de mascar. El paquetico “Rigley” consistía de cinco láminas, cada una dividida en tres partes, lo cual permitió repartirla entre los miembros de la familia. Y al mayor le quedó la costumbre indestructible de tratar de mover la mandíbula inferior. Como el “chicle” no se conseguía en los almacenes soviéticos, el mayor de la milicia tuvo que contentarse con los comunes palitos de fósforo. Los restos de los palitos mascados, junto con las colillas de cigarrillos, generalmente llenaban el cenicero que había en la mesa de trabajo.

Hoy había llegado, a esa delegación, un memorándum donde se ordenaba preparar, inmediatamente, un informe sobre todos los delitos no resueltos. ¿Que será eso? Se preguntaba el mayor. ¿Sería para castigarlo? El pueblo crecía, la responsabilidad también. Ahora había que reunir un material para una presentación.

A la oficina entró el teniente Martynov, al cual Petelin le había ordenado preparar la respuesta.

— Camarada mayor! Hay un asunto viejo de dos años. La desaparición de un profesor del instituto, de nombre Simion Mikhailovich Bortko. — Martynov le mostró una carpeta delgada.

— Lo recuerdo. — El mayor, irritado, escupió un palillo. — Desapareció en el medio de la estepa bajo los ojos de testigos. Sin dejar huellas. Y nunca hallaron el cuerpo. —

— El ciudadano Bortko tampoco ha aparecido con vida. Y ya pasaron dos años.

— ¿Y entonces? ¡No hay difunto, no hay asunto! Y a toda la unión nosotros informamos de eso, ¿no? —

— Sí. Tres días después de la desaparición. —

— Bueno. Ahora no es asunto nuestro. Hicimos todo lo que debíamos. Mete toda la información en un resumen general. Que vean que no escondemos nada. —

Andrei Martynov se despidió del jefe y repasó de nuevo el asunto Bortko. El recordaba este caso absolutamente improbable. Esta persona había desaparecido, en el transcurso de minutos, bajo la mirada de decenas de estudiantes. Todas las acciones de búsqueda fracasaron. Y ni siquiera con un perro bien entrenado.

Martynov se puso pensativo.

Un profesor del instituto. El crimen más sonado en su corta experiencia, el asesinato de las muchachas estudiantes el año anterior, también relacionado con el instituto.

La desaparición de una persona. Y en aquel caso, las muchachas, primero desaparecieron y después hallaron sus cuerpos. A propósito, quién halló el cadáver fue el estudiante de la cicatriz, Tikhon Zakolov.

No, él todavía no era estudiante, él iba a ingresar al instituto. Y la cicatriz la obtuvo después. Por curiosidad, ¿todavía tendrá el instinto para descubrir los asesinatos misteriosos?

Aunque en los dos últimos anos Zakolov no apareció por el pueblo. Y todavía no hay pruebas de que el ciudadano Bortko esté muerto.

A regañadientes, el policía cerró la carpeta y la colocó en el archivador a prueba de fuego.

Un asunto viejo. Su lugar es el estante.

CAPITULO 4

La camella de jorobas blancas

El MIG-25 cortaba la densa niebla y se acercaba peligrosamente a la tierra. Timofeev, tenso, seguía la lectura de sus dispositivos.

Esta nube no puede ser tan grande, antes de salir, el cielo estaba completamente claro.

Cuando llegó a la altura crítica, el coronel colocó la máquina en vuelo horizontal. Por un instante, por la sobrecarga producida, la vista se obscureció y, enseguida, se oyó un suave clic como si hubieran conectado una palanca desconocida a los auriculares y, de pronto, fuera de la cabina se aclaró todo.

El avión volaba muy bajo sobre la desierta estepa. A la izquierda culebreaba el río, y adelante, en el horizonte, se metía el sol rojizo. En la tierra se distinguían los pocos arbustos de ramas peladas y al coronel le pareció que volaba muy lentamente, como si fuera en bicicleta.

Los instrumentos mostraban una enorme velocidad, pero Vasily Timofeev no sabía a quién creer, si a los aparatos o a sus ojos.

Inesperadamente, adelante apareció una nube de polvo. Ella se extendía sobre la tierra como humo de una fogata enorme, impulsado por un fuerte viento. El coronel, con asombro, observó que el polvo era levantado por innumerables columnas de personas que iban caminando a lo largo del río en la misma dirección que el avión. Este los alcanzó.

Desde el principio vio que eran caminantes con altos arcos y carcajes de flechas a la espalda. A su lado arrastraban grandes carros cargados. Después iban jinetes sobre camellos con largas lanzas y cascos puntiagudos y muy adornados sobre sus cabezas. También iban jinetes sobre caballos, armados con sables y escudos. Todos ellos era un ejército antiguo de varios miles de soldados.

Al principio, el coronel pensó que estaban rodando una película histórica. ¿Pero como pudieron los productores, reunir tal masa de gente vestida en esa ropa antigua? Decenas de miles de personas extendidas a lo largo de kilómetros. Estaban vestidos de vistosos uniformes y llevaban armaduras guerreras.

El avión pasó por encima de la muchedumbre y adelante se extendía de nuevo la acostumbrada estepa desierta.

El coronel estaba profundamente perplejo. Todo lo que vio, parecía absolutamente real, pero de ninguna manera se relacionaba con lo que debía verse, en estos sitios, bajo las alas de un avión. Por todos los datos que mostraban los instrumentos el volaba hacia el noroeste a lo largo del río Sir Daria, en dirección del aeródromo. Pero a los bordes del río no estaban ni la línea del tren ni la vía para automóviles. ¿Dónde estaba todo? Y el río tampoco se veía igual. Se veía más ancho, y los meandros menos acentuados.

Todavía no salía de su confusión cuando vio, en el suelo, justo enfrente de él, a dos hombres, vestidos a la manera centroasiática, con turbantes y largas batas. Los hombres estaban de pie, al lado de un pozo rectangular con bordes bien delineados. En el pozo había unos cántaros y sacos. En los cántaros brillaban monedas de oro y adornos. Uno de los hombres los señalaba con el dedo y explicaba algo al otro.

El coronel miraba tan fijamente la escena que, enseguida no se dio cuenta, que el avión flotaba inmovilizado sobre la tierra. Sin creer lo que veía miró los instrumentos. Los instrumentos le decían que la máquina de guerra continuaba moviéndose a gran velocidad. El coronel no entendió que sucedía y llamó a la torre de control. Pero el radio se quedó mudo, como si hubiera salido completamente del sistema de comunicación. Por añadidura, el coronel, en absoluto, no oía el ruido de los motores. ¿Se habría quedado sordo?

Los dos hombres, en la tierra, también notaron el avión. Los morenos y asustados rostros estaban dirigidos hacia arriba. Uno de ellos era bastante mayor que él otro. Su rostro estaba ceñido por una barba bien cortada con un mechón de canas en el medio, como si alguien le hubiera pasado una brochita con pintura blanca desde el labio inferior. El otro hombre era joven y de rostro lampiño. Se quedaron inmóviles y en sus rostros petrificados se leía el pánico.

Junto a ellos estaban tres camellos. Dos de ellos dirigían sus hocicos hacia la tierra buscando comida en ese suelo árido. Pero el tercero y más grande, con dos jorobas, tenía su cabeza levantada y miraba fijamente al avión. Generalmente los camellos tienen sus ojos semicerrados; éste los tenía, completamente abiertos, pero no reflejaban ni asombro ni miedo. Al coronel le pareció que la mirada del camello estaba dirigida directamente a la cabina del avión, a sus ojos. Esta mirada penetrante incomodó a Vasily Timofeev. Ni siquiera los perros pueden mirar tan profundamente.

El coronel, ya desde Egipto, estaba familiarizado con los camellos y se dio cuenta que, ante él, estaba una camella, que ya hacía tiempo había pasado sus años juveniles. Y sus ojos ya decían todo. Esa mirada penetrante, en todos los animales, incluyendo al humano, la tienen sólo las hembras inteligentes. Los machos pueden mirar despreciativamente, indiferentemente, fríamente, estúpidamente, servilmente, agresivamente, amorosamente; casi como quiera, pero la mirada penetrante de un ser femenino, el macho no la puede tener.

Un detalle más sorprendía al coronel: las dos jorobas de la camella pelirroja eran muy blancas, ¡como si fueran canosas! Ellas brillaban como nieve fresca en una helada mañana de sol radiante. Él nunca había visto un camello como ese.

El piloto Vasily Timofeev, desde la cabina del avión, miraba, como hipnotizado, la extraña escena: dos personas, en vestiduras antiguas, al lado de un pozo con oro y muchas cosas de valor y tres camellos… Los dos hombres miraban asustados hacia arriba y solo la brisa movía las puntas de sus batas. En sus ojos se leía un pánico estúpido.

Pero la camella de jorobas blancas tenía una mirada fija y estudiosa.

El coronel volvió en sí y reconoció que el avión, silenciosamente, flotaba sobre el lugar, aunque los instrumentos mostraban una gran velocidad. De una manera misteriosa, el avión caza estaba detenido a unas decenas de metros de la superficie y Vasily Timofeev entendía que si la máquina se iba contra la tierra y se estrellaba (como lo decían todas las leyes de la física), él no podría hacer nada. Inclusive catapultarse no serviría de nada, el paracaídas no tendría suficiente altura para abrirse.

Un sudor frío recorrió al coronel y sintió como algo húmedo y pegajoso se extendía en su pecho bajo el ajustado traje de piloto. Febrilmente, Vasily aumentó la potencia de los motores tratando de levantar el avión. “Vamos, vamos, no te rindas mi bella”, le pedía a la máquina, y de nuevo miró los ojos bien abiertos de la jorobas blancas.

La máquina de guerra, suavemente empezó a moverse, y, poco a poco, tomó velocidad, dirigiéndose hacia arriba. Pronto, el avión se encontró en una formación neblinosa. Nubes blancas pequeñas y grandes pasaban a lo largo de los vidrios de la cabina y el coronel se alegró al ver que el avión recuperaba la velocidad.

Pronto la máquina salió de la zona de nubes y Vasily vio abajo la escena acostumbrada. El río Sir Daria y a su lado, a lo largo, la línea del ferrocarril. Y adelante, en sus orillas, se veían los contornos de la ciudad de Leninsk.

El coronel dio la vuelta y se dirigió al sitio donde tuvo la visión. No había ni gente, ni camellos.

— Cero uno, cero uno, ¿dónde está usted? — Timofeev escuchó en los auriculares la voz preocupada del controlador.

— Me dirijo al aeródromo, lo escucho bien, pido pista. — respondió el coronel.

— La pista está libre, camarada coronel. — le comunicó aliviado el controlador. — Su equipo desapareció de la pantalla por medio minuto. Y sonido tampoco había. ¿A usted le pasó algo? —

— Me… No, revisa esos aparatos. — le respondió grosero el coronel y se calló.

Cuando ya hubo aterrizado sin problemas, Vasily Timofeev se cambió rápido y sin hablar con nadie se fue a su casa. Un sonriente Epifanov se encontró con el rostro severo del coronel, dejó de sonreír y no le dijo nada. Tan pronto el “UAZ” de Timofeev abandonó el aeródromo Epifanov telefoneó al controlador.

— El coronel volvió como muy hosco. ¿Qué le pasó? —

— Llevó el “pajarito” para todos lados. El radar no lo podía seguir. — se rio el controlador.

CAPITULO 5

Hassim

El comerciante Hassim hizo su oración vespertina, a la gloria del Altísimo, con mayor diligencia y durante más tiempo que lo acostumbrado, agradeciendo al Todopoderoso Alá porque de nuevo la suerte le sonreía. Aquí, en la ciudad china de Dunhuang, por fin, tuvo éxito. El encontró aquello por lo cual había hecho ese largo y peligroso camino en las estepas del Volga desde la esplendorosa Sarai, capital de la Horda de Oro hasta el mismo centro de China. Y el precio por la mercancía resulto aceptable. Ahora si el Gran Kan Tokhtamysh cumplía su palabra, podría no solamente resolver su difícil problema, sino además recibir una ganancia considerable.

Hassim era del linaje de la famosa y rica ciudad de Urgench y además de entregas a sus paisanos en Asia Central, durante muchos años hizo negocios con la todopoderosa Horda de Oro. El conducía caravanas desde Damasco y China, estuvo en la India y, alguna vez llegó a Constantinopla. El conocía bien todos los caminos de caravanas que conducían a Sarai, la ciudad de los palacios. Y además de comerciar con seda, bronces, especies, perfumes y adornos, frecuentemente cumplía encargos especiales y secretos de los Kanes de La Horda de Oro.

Aunque las rutas del Volga y de la seda, en Asia central, eran controladas por la Horda de Oro, los valientes que recorrían esos caminos desérticos y sólo buscaban el lucro, eran más que suficientes. Hassim, por supuesto, tenía su guardia de protección, pero quien lo salvó muchas veces fue la relación personal que tenía con el terrible señor de la Horda de Oro, Mamay. El documento firmado por Mamay le servía de pase para muchos territorios y, con frecuencia, obligaba a bandidos temerarios a cambiar sus planes de atracarlo.

Pero todo sigue y todo cambia. Las piedras se transforman en arena y la arena se transforma en polvo y a éste se lo lleva el viento.

Hacía algunos años el extraordinario general Mamay había sido derrotado por el príncipe ruso Dmitriy en alguna parte lejos, en la helada Rusia. El desacreditado Mamay volvió con su deshonra a la Horda, pero el despiadado y ambicioso Tokhtamysh, apoyado por el todopoderoso Tamerlán de Samarkanda, lo arruinó y exilió a Crimea. Los comandantes medios de los ejércitos tribales, ahora, no sabían a quién subordinarse.

De cualquier discordia salía, como ola de espuma sucia, una gentuza perversa y vil, preparada para arrebatar lo ajeno. Los caminos cercanos a Sarai se hicieron intranquilos y peligrosos. Los bandidos podían, de día, cobrar peaje, y de noche, robar y asesinar a los paseantes.

En aquel tiempo, Hassim y sus pertenencias fueron salvados, varias veces, por el guardia mayor de la caravana, el valiente Shaken. Este era un un sirviente entregado y fiel, quien con los años se convirtió en un amigo y sabio asesor.

Por añadidura a estas dificultades, llegó al poder, en el kanato de Bukhara, el cojo y cruel emir Tamerlán. El destruyó totalmente Urgench, la ciudad natal de Hassim, la cual no quiso someterse. Mucha gente inocente fue decapitada, todos los comerciantes locales fueron robados y asesinados y a los obreros y artesanos el emir les ordenó mudarse a Samarkanda, donde Timur estableció su capital.

Hassim, en ese momento, perdió casi toda su condición y de no haber sido por el escondite secreto que él había construido en la estepa hacía varios años, temiendo por los bandidos de toda calaña y donde había escondido los dirhames de oro y todas sus cosas de valor, no hubiera podido levantarse de nuevo.

De todas maneras, a pesar del riesgo y del continuo transitar de caravanas, el infatigable Hassim no conseguía su buena condición anterior. Los mejores contratos ahora lo conseguían los comerciantes de Samarkanda. Estos se hicieron muy fuertes y a Hassim y sus mercancías le prohibieron la entrada a la nueva capital de Asia Central. A él solo le quedó intentar, como siempre, seguir comerciando con la Horda de Oro.

Pero la Horda de Oro ya no era lo que fue cuando estaba el poderoso impostor Mamay. El Kan Tokhtamysh que tomó el poder en Sarai, dos años después de la vergonzosa derrota de Mamay, se vengó de los príncipes rusos que no quisieron pagarle gratificación. A fuego y espada atravesó su tierra y le prendió fuego a la ciudad rusa más importante: Moscú. Eso le dio gloria, pero no le sumó poder.

Hassim se dio cuenta de que en el kanato no todo estaba tranquilo. Muchos querían ocupar el lugar de Tokhtamysh y urdían intrigas secretas. Pero el mayor peligro para Tokhtamysh era el cruel Tamerlán quién ya había tomado mucho poder y, en los últimos años, había conquistado toda el Asia Central y la India.

La victoria sobre los rusos hizo subir los humos a la cabeza de Tokhtamysh e imprudentemente usurpó territorios de Tamerlán. El Emir cojo, quién en su tiempo, apoyó a Tokhtamysh en su lucha por el trono de Sarai, no podía perdonar esa osadía y, ahora todos, esperaban una guerra dura entre el Gran Kan y el poderoso Emir. Muchos comerciantes trataron de rodear la Horda, previendo, con anticipación, su caída.

El año anterior Hassim había llevado consigo en su caravana, a su hijo mayor Rustam. El muchacho ya había cumplido 17 años, y ya era tiempo de que el joven se dedicara a los asuntos de negocios. En Sarai, adonde llegaron con mercancías desde Damasco, Hassim fue llamado, inesperadamente, por el mismo Tokhtamysh.

Hassim no conocía personalmente al nuevo Kan, y que esperar del encuentro, no sabía. En cualquier momento, el poderoso Kan podía elevar a un simple comerciante, pero también podía destruirlo.

Esperando una reverencia acentuada, Tokhtamysh se dirigió al comerciante: -Hassim, yo sé que tú has trabajado muy bien para mis antecesores. En particular ayudaste mucho a Mamay. —

Ante todo, Hassim siempre trabajó para sí mismo, y ahora trató de entender rápidamente que esperar de esa introducción capciosa. De todos era conocido qué habiendo tomado el poder, Tokhtamysh había destruido, sin piedad ninguna, al debilitado Mamay. Y había asesinado a sus más fieles allegados. ¿Sería que ahora había decidido encargarse de Hassim? Aunque el nuevo Kan pudo hacer eso mucho antes. No, ahora se trataba de otra cosa, decidió el experimentado comerciante y en vez de responder se inclinó delicadamente.

— Mamay fue mi enemigo. — Dijo Tokhtamysh pensativo y mirando los enormes anillos en sus dedos vulgares. — Pero eso ya es pasado. Él también se preocupó por el bienestar de la Horda e inspiró miedo en nuestros vasallos. —

— Ilustre Kan, yo solo soy un pequeño comerciante. Si el Gran Señor necesita una mercancía, yo trataré de conseguírsela en el menor plazo. — evasivamente respondió Hassim.

— Hay mercancías y mercancías, Hassim. — El Kan lanzó una mirada aguda al rostro inclinado del comerciante. — No cualquier comprador se atreverá a pasar por fronteras peligrosas, aquello que lo puede matar. —

— Para nosotros los comerciantes, todo se mide en dinero. — Hassim, cuidadosamente, levantó los ojos. — El riesgo, también. —

— Buena respuesta. — Tokhtamysh se rió torcidamente, como si fuera a toser. — Tú nos trajiste cuchillos de acero, flechas con buenas puntas y mallas protectoras desde Damasco. Mamay te pagó generosamente por tu riesgo? —

Hassim pensó cuidadosamente como responder esa pregunta. No era posible alabar a Mamay, pero injuriarlo era peligroso. En los últimos tiempos, Tokhtamysh lo llamaba, más frecuentemente, sabio soldado, capaz de reunificar la Horda dispersa en momentos de disturbios. Para llevar una conversación sobre eso con el poderoso del mundo, había que sopesar cada palabra, no en oro, sino en la propia vida.

— Mamay era justo con los comerciantes. Pero la fama sobre vuestra sabiduría y honestidad, ilustre Kan, son conocidas en todo el Oriente, desde Jerusalem hasta China. — respondió Hassim, inclinando visiblemente la cabeza, en signo de respeto.

— En el linaje del divino Gengis Kan todos son sabios e intrépidos! — Tronó Tokhtamysh y paseó su mirada amenazadora sobre todos los presentes como si alguno se atreviera a dudar de esta verdad.

El Kan se levantó lentamente del gran trono y pensativo se dirigió, por el piso de piedra, a Hassim y confianzudo lo tomó por el codo.

— Yo te tengo un asunto importante, Hassim… Cuando tomamos Moscú, los rusos, desde las paredes del Kremlin, nos lanzaron, varias veces, fuego vivo desde un tubo de hierro. —

Tokhtamysh chasqueó los dedos y dos sirvientes trajeron a la habitación algo largo y cubierto con un tapete. Por lo doblado que venían los sirvientes, se podía juzgar que la carga era pesada. Los hombres colocaron el objeto en la alfombra, le quitaron la cobertura y se alejaron.

Hassim vio un cilindro negro, hecho de hierro grueso. Un grabado rebuscado y fundido adornaba la curiosidad.

Por invitación del kan, Hassim se acercó y determinó que el tubo fue fundido de un solo pedazo de hierro de gran calidad por un maestro artesano y que, no pocas veces, había visto objetos como ese en países lejanos. El adorno no le iba por lo pesado y burdo que era el tubo. Hassim miró el interior por la única abertura que tenía el cilindro y vio lo liso que era por dentro. El otro extremo era más grueso y estaba cerrado. Solo en la punta se veía en la superficie un pequeño agujero redondo.

— Los rusos lo llaman cañón, y en Europa, lo llaman bombarda. — Explicó Tokhtamysh a un perplejo Hassim cuando este se separó del objeto. — Ese cañón se lo trajeron a los rusos los holandeses o los alemanes. Él se dispara con fuego empujando una piedra pesada o una bola de hierro. La bola vuela con tal fuerza que puede destruir una pared gruesa. A mis tropas les dispararon pequeños fragmentos de hierro. Esos fragmentos atravesaban las defensas metálicas de mis tropas como un cuchillo afilado a un trapo.

Tokhtamysh calló, ya sea porque recordaba el sitio de Moscú y sus soldados muertos o porque esperaba la reacción de Hassim. Sus ojos se ensombrecieron.

El comerciante todavía no sabía de qué se trataba todo eso y prefirió callar también. Solo la palma de la mano acariciaba, nerviosamente, su barba bien cortada con un mechón de canas en el medio.

— Mi gente le sacó a esos rusos despreciables el secreto del fuego volador. — Despertó Tokhtamysh. — Para que el cañón dispare, se necesita pólvora. ¿Escuchaste hablar de ella, Hassim? —

— Tuve la ocasión. — respondió el comerciante, el cual empezaba a adivinar a donde iba el kan. — Los marinos en los puertos hablan de todo. —

— Necesito pólvora! — tronó Tokhtamysh, considerando seguramente que el momento para una conversación vacía y mundana, estaba agotado. — Tú trabajaste para Mamay cuando yo guerreaba contra él. ¡Ahora me servirás a mí! Tráeme pólvora, y tú conocerás mi generosidad y gratitud. —

— Gran kan, yo no sé dónde conseguir pólvora. En estos lares no hay, y yo no escuché que la vendieran en los bazares. — Hassim dijo suavemente, escogiendo cuidadosamente las palabras. — Yo creo que ese es un asunto complicado y peligroso. —

— Basta! — Tokhtamysh lo interrumpió con aspereza y, en sus ojos rasgados, brilló la ira. — Hassim, tu eres un comerciante inteligente. Tú resolverás ese problema. Yo necesito mucha pólvora, y mejor todavía, necesito la receta para su preparación. Y eso hay que hacerlo rápido, antes de la llegada de la primavera. —

Tokhtamysh frunció el ceño y se aisló en sus pensamientos, como si hubiera olvidado a su interlocutor. Esta vez Hassim adivinó, fácilmente, sus pensamientos. El kan consideraba la fuerza y las enormes ambiciones de Tamerlan. Las tropas de Tamerlan ya penetraban en los dominios de Tokhtamysh. Robaban, asesinaban, tomaban el ganado y sin ningún tipo de inconveniente salían otra vez.

Estas acometidas servían para probar la capacidad militar de Tokhtamysh. Era evidente que el cruel y codicioso Tamerlan no se limitaría a estos pequeños ataques, y que pronto llevaría sus ejércitos a la capital de la Horda de Oro. El cojo emir ya había acabado con todos sus oponentes en un radio de mil kilómetros alrededor de Samarkanda. Era posible que Tokhtamysh ya supiera, por sus espías exploradores, que era su turno.

Ahora era invierno, que no era el mejor momento para grandes movimientos militares. Por eso el kan daba plazo solo hasta la primavera, cuando en la estepa aparece alimento para los innumerables caballos y camellos de sus tropas. Antes, era poco probable que Tamerlan se moviera hacia Sarai.

Por lo visto Tokhtamysh esperaba que la nueva arma, todavía no conocida en Asia, lo ayudara en la guerra contra Timur. Bueno, él no sería el primero, ni el último que se adhiriera a una esperanza semejante, pensó Hassim.

— Yo trataré de cumplir su orden, gran kan. — Hassim respondió, lo más educadamente posible.

Él sabía que nunca se puede negar algo directamente al kan. Ahora, lo que deseaba Hassim era abandonar, vivo, el palacio y abandonar, lo más rápido posible, el peligroso Sarai. Una promesa no es un juramento, pensó el sabio comerciante. La cumple o no, todo sería voluntad de Alá.

Aparentemente llegó la hora de dejarse de esa peligrosa artesanía: conducir caravanas por tierras donde todo el tiempo guerrean. Favorecer al vencedor, hacerse enemigo del otro. Hay que comprarse una tiendita en las afueras de Samarkanda o de Bukhara y vivir tranquilo, el resto de los años, vendiendo telas, bronces o alfombras.

Pero el calculador Tokhtamysh tenía otros planes.

— Tú tratas como debes hacerlo. — duramente respondió el kan, apartando sus pensamientos. Y enseguida estiró los labios en una sonrisa significativa, y suavemente, inclinándose hacia el comerciante, le preguntó: — Escuché que esta vez viniste con tu hijo. Como es su nombre? —

— Rustam. —

— Buen nombre. — Tokhtamysh caminó algunos pasos y, de repente, se dio vuelta. — He aquí mi decisión: Hasta tu regreso con la mercancía Rustam se quedará conmigo como huésped. — El kan, de nuevo sonrió, y cambió el tono. — ¿Este es tu único hijo, Hassim? Hay que tener más esposas. ¡Y pasar frecuentes noches con ellas! —

Tokhtamysh se carcajeó, y eso le produjo una tos de ruido desagradable. Los cortesanos presentes enseguida acompañaron la risa del gobernante.

CAPITULO 6

Un dibujo del lugar

Al regreso a su casa, el coronel Timofeev se aisló de los demás. La perplejidad no lo abandonaba. ¿Sería posible que él haya viajado en el tiempo? ¡Una locura!

Aunque, por otro lado, él había leído, una vez, que toda una escuadrilla americana había desaparecido de las pantallas de los radares. Cuando regresaron a la base, los pilotos notaron que todos los relojes se habían retrasado treinta minutos, ¡justo el tiempo que se había perdido comunicación con ellos! En esa ocasión, los pilotos no sintieron ni notaron nada. Volaron sobre el océano, y las olas nunca cambian.

Un piloto europeo informó, que vio la batalla de Waterloo, con sus propios ojos. ¿Y cuantos aviones y barcos han desaparecido sin dejar huellas? ¿Basta sólo un triángulo de las Bermudas? Quizás ellos también se fueron al pasado y no pudieron retornar.

Las instrucciones dicen qué durante un vuelo, si se observa algo incomprensible o sospechoso, el piloto debe, inmediatamente, reportarlo. Pero algunos años atrás, un piloto joven había comunicado algo similar. Aquellos, quienes lo vieron después del aterrizaje, contaban que el muchacho se veía completamente aturdido. Por orden de arriba, durante mucho tiempo, estuvieron llevando al piloto a diferentes instancias. Después lo enviaron a Moscú, de donde nunca regresó. Decían que le habían dado de baja y lo habían internado en un psiquiátrico.

Vasily Timofeev recordó esa historia y, por eso, en el aeródromo, a nadie dijo nada. Ahora, cuando el choque con lo desconocido quedó atrás, lo carcomía la sensación de curiosidad. Llegó a casa y se puso a dibujar, cuidadosamente, un dibujo esquemático del lugar, donde vio a dos antiguos vagabundos quienes algo escondían.

Aquí, el río con sus meandros, y aquí, el punto.

El coronel tomó un mapa detallado con el escrito a mano “Para uso del servicio”. En ese mapa, a diferencia de los mapas geográficos comunes, todo estaba representado verazmente y sin distorsiones. Tomando en cuenta el tiempo de vuelo de regreso al aeródromo, ese lugar del río debía estar a treinta-cuarenta kilómetros de la ciudad río arriba.

El superpuso su dibujo con el mapa, pero no conseguía una completa coincidencia del dibujo en alguna parte. Vasily cerró los ojos y otra vez recordó todo lo visto. No, no hay errores. Hizo el dibujo exacto, como se lo enseñaron en la escuela de verano.

Pero si en el mapa no hay un lugar semejante, ¿dónde estuvo él?

En la habitación vecina arrancó el llanto infantil. “Ivancito se despertó. Pide la teta” — Vasily Timofeev piensa con ternura, recordando su nuevo calificativo: abuelito. Tras la puerta se escuchan las voces de la hija y de la esposa. Las mujeres se ajetrean con el insistente pequeñín.

En la habitación del coronel entró el yerno Anatoli.

— No lo quiero molestar, pero nuestras damas se pusieron nerviosas. Si me cuelgo del techo, de todos modos, van a decir que no moleste, que me quite de ahí. — se sonrió Anatoli y se acercó al suegro. — Vaya, usted dibuja bien — lo alabó mirando la hoja de papel, donde el coronel, con expresión melancólica, había representado un cofre con dinero, dos personas con palas, y camellos.

— Esto no es un dibujo, Anatoli. Se podría considerar una fotografía. — Dijo Vasily, golpeando el papel con la goma del lápiz. — Mis ojos son como una cámara fotográfica. —

— Y donde vio usted eso? —

El coronel de aviación se quedó pensativo. ¿Contarlo o no? Pero las consideraciones no duraron mucho. En definitiva, pudo más el ardor infantil y, con entusiasmo, le contó al yerno lo que le había sucedido durante el vuelo.

— Entonces, ¡eso es un tesoro? — Anatoli preguntó, asombrado, al suegro señalando con el dedo el cofre dibujado.

— Puede ser. — afirmó el coronel. — Allá vi cántaros y bolsas con monedas.

Anatoli se quedó pensativo. En su niñez leyó muchos libros de aventuras y recordó como había deseado encontrar un verdadero tesoro. Él, al igual que el héroe preferido de su niñez, Tom Sawyer, creía que en alguna parte cerca, había tesoros enterrados y cosas valiosas escondidas. Anatoli hurgaba en sótanos abandonados, golpeaba paredes y con una pala hacía grandes huecos en el bosque. Se inventaba historias improbables, auto convenciéndose de porque el tesoro debía estar justamente en el sitio donde ahora se proponía hacer la búsqueda. El, inclusive, no tomaba en cuenta el hecho de que, la ciudad donde entonces vivía, comenzó a construirse no más de treinta años atrás. El creía qué si no era aquí, ahí cerquita lo esperaba la suerte y él se encontraría con el oro escondido por antiguos malhechores. Siempre quiso tener mucho dinero, pero como resultado de sus largas búsquedas Anatoli solo encontró candados oxidados, pizarras ennegrecidas y algunas monedas soviéticas comunes.

Ahora, de nuevo, se despertaban en él, sus ansias infantiles de búsqueda. Y el deseo de hacerse rico rápido nunca lo abandonó. Justamente por eso el compraba y revendía libros y discos, y este verano se había dedicado a los jeans. En el cuento del suegro, él fue indiferente a los detalles sobre la velocidad, la sobrecarga, a lo que mostraban los instrumentos a bordo, pero se emocionó sobre lo referido de los tesoros vistos.

— Hay que ir allí, ¡a comprobar el lugar! ¡Excavar! — con excitación propuso Anatoli.

— Adonde? No hay tal lugar — Vasily paso la mano sobre el mapa. Al coronel no le preocupaba el tesoro visto, sino, donde estuvo el avión, y porque estuvo ahí.

A Anatoli, por el contrario, lo preocupaba la parte práctica de la historia. No importando lo que a los demás le parecía fácil, cada rublo, ganado en la reventa de libros y discos, él lo obtenía con mucho trabajo. Primero, tenía que saber contactar los conocidos necesarios y gastar en regalos para conseguir los libros raros y escasos; en segundo lugar, tenía que saber cómo mercadearlos, y para eso era necesario mantener un gran círculo de conocidos, todos diferentes, y en tercer lugar, no poner atención a los insultos que le venían de todos lados. Así, ser maestro, médico, piloto o ingeniero era honorable. Pero a los trabajadores como él, la gente le aplicaba adjetivos ofensivos: especulador o revendedor.

Anatoli todavía recordaba muy bien la tensión y el verdadero pánico cuando hacía poco había engañado a un par de traficantes moscovitas con un conjunto de jeans. El pagó solamente la mitad y el resto, prometió entregarlo en Kuybyshev, donde vivían sus padres, después de que el papá salió del ejército.

Él emborrachó al gordo Slava, quien lo acompañó en tren desde Moscú y, en la noche, en una pequeña estación se escapó con la mercancía. De ahí continuó en autobús sabiendo que en las estaciones del tren lo iban a buscar. Aunque los moscovitas no sabían su dirección en Kuybyshev, de todas maneras, las dos semanas que Anatoli pasó con sus padres, fueron de una tensión continua y en espera de un encuentro desagradable. En cada gordo el veía al tonto y disgustado Slava.

Anatoli decidió no vender los jeans en Kuybyshev temiendo que lo fueran a descubrir. Y solo cuando llegó a la ciudad cerrada de Leninsk se tranquilizó. ¡Aquí no lo encontrarían!

¿Y cuál es el resultado de estas peligrosas maquinaciones? Unos cuantos miles de rublos. Ahora, ni siquiera un carro te puedes comprar. Y ahí, donde está enterrado ese tesoro, puede haber oro y cosas valiosas por cientos de miles de rublos.

Ah, si el tuviera ese dinero, ¡estaría hecho!

— Puedo tomar el dibujo? — cómo sin darle importancia preguntó Anatoli.

— Pero no le cuentes a nadie. — Le advirtió el suegro.

— Ok. — asintió Anatoli, pero decidido a no perder la oportunidad de ganar dinero.

Anatoli Kolesnikov buscó en su memoria todos sus conocidos y recordó a la única persona capaz, en su opinión, de resolver la extraña situación.

Él pensó en Tikhon Zakolov.

CAPITULO 7

Reunión en el Instituto

El primero de septiembre había, en las afueras del instituto, una reunión general de estudiantes. Tikhon Zakolov y Alexander Evtushenko llegaron, junto con una multitud de muchachas y muchachos, desde la residencia universitaria. Habían regresado, apenas, el día anterior a la ciudad y como todos los estudiantes, muy entusiasmados, se encontraban con sus compañeros de curso e intercambiaban sus impresiones sobre las vacaciones finalizadas.

El vicerrector felicitó a los nuevos ingresantes y les llamó la atención sobre el significado de los vuelos cósmicos para el progreso general de la humanidad. Él hablaba atropelladamente:

— Los ritmos de aceleración de la velocidad del desarrollo de los vuelos cósmicos han alcanzado escalas nunca vistas. Ahora estamos aquí — y señaló con el dedo hacia abajo — y sobre nosotros vuela una gran estación cósmica, que se compone de tres módulos independientes y con cuatro cosmonautas a bordo! —

Ahora, el dedo del orador apuntaba hacia arriba y muchos voltearon la cabeza hacia el limpio cielo, esperando ser testigos, con sus propios ojos, de las afirmaciones del vicerrector.

— Mira al viejo! Metió la cuarta derivada en el discurso. — Tikhon Zakolov — comentó las palabras del vicerrector, secándose una pequeña cicatriz sobreel labio.

— Qué? — Boris Makhorov no entendió. Boris había llegado de Moscú y otravez le había tocado la misma habitación con Tikhon y Alexander.

— La velocidad es la derivada de primer orden, la aceleración, es la de segundo orden y el ritmo es, prácticamente, la misma velocidad. Como resultado “los ritmos de aceleración de la velocidad” es la derivada de cuarto orden —

Sasha Evtushenko explicó las palabras del amigo.

— Ustedes, tipos, ¡otra vez con su teatro! — pero sinceramente admirado Boris, por esa lógica. — También encuentran integrales en las palabras del viejo?

— Pero lógico, — Tikhon respondió impasible. — Las utilizó al principio. ¿Recuerdas? “Ante su juventud se abren cientos de caminos”. Esta es la típica integral indefinida en el tiempo. Donde en calidad de función integrando se utiliza al hombre. Si resolvemos esa integral con parámetros concretos encontramos el destino de una persona. —

— Demasiados coeficientes individuales tiene esa función. — intervino Sasha. — Y la integral debe tener dos por lo menos, de tiempo y de lugar. El lugar, yo lo entiendo como una función compleja del medio y de la época. Aunque no totalmente, déjame pensar… —

Zakolov y Evtushenko se pusieron a desarrollar la teoría matemática de la descripción del destino de una persona. Makhorov, que ya estaba acostumbrado a esa pasión de ellos de formular todo en lenguaje de ciencias exactas sólo sacudió la cabeza y se acercó a su amigo Bonia. Con Bonia se podría discutir un tema más interesante: como cambiaron las chicas durante el verano.

El vicerrector terminó so discurso emotivo e informó acerca de lo que todos sabían. El primero y el último año empezaban las clases hoy mismo. El segundo año, como siempre, va al koljoz a hacer trabajo voluntario. El tercero participa en labores organizativas en la sala de deportes, la cual, por fin, tiene techo. Los koljozes de la zona son campos de arroz, por lo tanto, los estudiantes de segundo año, como se decía normalmente, iban “al arroz”.

Los muchachos, muchos de los cuales no se vieron durante los dos meses de verano se saludaban, se abrazaban, se empujaban y bromeaban.

— Los futuros ingenieros y científicos deben tener tres cosas importantes, — dijo Bonia alegremente — trabajar en un koljoz, en una construcción y en un almacén de verduras y vegetales. Sin esta experiencia el ingeniero soviético resulta incompleto y no puede considerarse un verdadero constructor del comunismo. —

— Como nos han enseñado, — se burló Boris — la intelectualidad es una capa intermedia entre los obreros y los trabajadores del koljoz. En cualquier momento, por orden del partido, nosotros debemos saber despegarnos hacia uno u otro lado y transformarnos en verdaderos trabajadores. —

Tikhon Zakolov y Alexander Evtushenko escucharon eso con aprobación, aunque con una sonrisa triste. Después de las largas vacaciones, ellos preferían regresar al auditorio, escuchar las clases de los profesores, leer los libros y conseguir nuevas metas del intelecto humano. Si hubieran dicho eso en voz alta, se hubieran reído de ellos en su cara. La mayoría de los estudiantes ya estaba dispuesta para el viaje al koljoz, pasar bien el tiempo, parrandear un poco y cuadrarse alguna de las muchachas que estarían lejos de la vista paterna.

Sasha y Tikhon, hasta el último momento, tenían la esperanza de que, este año, por algún milagro, su curso no tuviera que cumplir la tradición soviética de hacer el viaje “a la papa”, “al arroz”, “al algodón”. Pero la vida se mostraba rutinaria, sin alegría y predecible. Para el próximo mes, los parámetros fundamentales de sus vidas eran conocidos.

Ya estaba claro que la partida sería al día siguiente, pero hoy era necesario enviar una avanzada de tres estudiantes que prepararían el lugar para la llegada del resto. A Vlad Peregudov lo nombraron responsable de todo el equipo. Él, junto con su hermano gemelo, Stas, también vivía en la residencia. Ambos ya habían servido en el ejército e ingresaron en el instituto después de pasar una escuela preparatoria.

Vlad tomó su responsabilidad muy seriamente e informó que él y su hermano serían de la avanzada. Tikhon se imaginó que, por ser el último día de vacaciones, en la noche habría una borrachera generalizada y entonces se anotó como voluntario en la avanzada. Sasha se excusó y dijo que él, absolutamente necesitaba ir a la biblioteca y revisar los libros de teoría de grafos. En los últimos tiempos tenía la insoportable picazón de demostrar la conjetura de los cuatro colores.

Cuando Zakolov y Evtushenko se alejaron de la muchedumbre bulliciosa, hasta ellos se acercó alguien que esperaba ansiosamente este momento, Anatoli Kolesnikov.

Antes de su boda, Anatoli compartió, varios meses, con ellos, una habitación en la residencia. En ese tiempo, A Boris lo habían corrido de la residencia por “comportamiento indebido” con una muchacha. Estaba muy tomado y se puso a molestar muy impertinentemente a una atractiva estudiante, eso llegó a los gritos y ropa arrancada. La muchacha, entonces, se quejó al director de la residencia.

Boris entonces se mudó a donde Igor Lisitsin, un conocido de Moscú, quien estudiaba en un curso superior. Igor vivía en el edificio vecino, la residencia de los oficiales, en una habitación individual. Su padre había servido en esta ciudad, pero hacía un año se había ido a Moscú. Antes de su partida había podido acomodar a su hijo en esa residencia. Igor se había instalado ahí y aun cuando aparecieron puestos libres en la residencia estudiantil, no quiso mudarse.

El asunto fue, que él se apasionó con el juego de Preferans, estudió todas las sutilezas del juego y se convirtió en un maestro. El juego siempre se hacía por dinero y entre los oficiales, que no tenían un sueldo bajo, Igor Lisitsin encontraba oponentes adecuados. Aunque, frecuentemente, las apuestas eran en kopeks, Igor, con regularidad, todos los meses se ganaba su buena suma. Él le pagaba al director de la residencia de oficiales por el derecho a seguir viviendo ahí y en buenas condiciones. Las habitaciones de la residencia estudiantil siempre estaban muy llenas y los demasiado inquietos estudiantes llevaban un estilo de vida muy desordenado, lo que no convenía al calculador Igor.

Anatoli Kolesnikov le tenía mucho respeto a Tikhon Zakolov, no por su gran talento para el cálculo rápido (los números abstractos no le interesaban a Anatoli), sino después de un asunto útil muy especial.

En la residencia, Kolesnikov mercadeaba cigarrillos búlgaros, que eran difíciles de encontrar. El jefe de mesoneros del principal restaurant de la ciudad le entregaba tres cartones de cigarrillos “BT” y tres de “Opal”, 10 cajetillas en cada cartón. Para no enredarse con sencillo, Anatoli vendía 2 cajetillas de “BT” por 1 rublo y 3 cajetillas de “Opal” por 1 rublo. El negocio iba bien. Por 30 cajetillas de “BT” él obtenía 15 rublos y por 30 de “Opal”, 10 rublos. Total, 25 rublos.

Un día, Anatoli decidió optimizar la venta. Razonó: ¿si vendo 30 cajetillas de a 1 rublo por cada 2 y 30 cajetillas de a 1 rublo por cada 3, no sería mejor vender de una vez 5 cajetillas por 2 rublos?

Dicho y hecho. Habiendo vendido la mercancía por el nuevo esquema, Anatoli contó su ganancia y en vez de 25 rublos, ¡tenía 24!

— Me robaron — fue lo primero que pensó. Y miró, con sospecha, a Zakolov y Evtushenko. Media hora estuvo dudando hasta que expresó su descontento.

Zakolov se carcajeó.

— Anatoli, divide 60 cajetillas entre 5 y multiplica por 2 rublos. ¿Cuánto obtienes? — 24. —

— Y entonces, ¿que quieres? —

— Que se hizo el otro rublo? — todavía desconcertado Kolesnikov.

Zakolov, quien no era fumador, se rió todavía más y le recomendó:

— La próxima vez vende 30 cajetillas de “BT” y 60 cajetillas de “Opal”, ¡tendrás tu rublo de nuevo! —

— Como así? —

— Con el sistema original de venta, por 30 cajetillas de “BT” tu obtenías 15 rublos y por 60 de “Opal”, 20 rublos. Total: 35 rublos. Ahora calcula vender todo por 2 rublos 5 cajetillas.

Anatoli calculó. Y en lugar de 35 le daba ¡36 rublos!

— Cual es el truco? — Le insistió a Zakolov.

— Anatoli, por que no recuerdas el álgebra? No se puede promediar de esa manera como lo estás haciendo. Mira, — Tikhon le escribió, en un papel, su error. — Si quieres seguir vendiendo de la nueva manera, entonces toma 30 cajetillas de “BT” y 45 de “Opal”. De ambas maneras obtienes 30 rublos. —

Kolesnikov se convenció de que la matemática en el comercio no está demás, y desde ese momento vio a Zakolov con respeto.

Aunque el coronel Timofeev le pidió a Anatoli que no le contara a nadie acerca del extraño suceso, éste no aguantó y, sin mencionar nombres y lo del tesoro, le dijo a Tikhon lo que le había sucedido a uno de los pilotos. El esperaba que el inteligente estudiante lo ayudara a sacar provecho de esa información.

— Claro! ¡Es lógico! Ya lo había pensado. — saltó Tikhon, cuando terminó de escuchar a Anatoli.

CAPITULO 8

Hassim y el “dragoncito”

El comerciante Hassim abandonó los dominios del todopoderoso Tokhtamysh altamente preocupado. Desde Sarai dirigió la caravana hacia el sur, pero al llegar al principal camino caravanero, el cual muchos llamaban la ruta de la seda, no dobló hacia el oeste, hacia Europa. Él sabía que en los puertos árabes y turcos no se encontraba el diabólico polvo que se encendía y que le había encomendado el kan y atravesar el mar para ir a la desconocida Europa, nunca se hubiera atrevido.

El mar y los barcos, eso no era para Hassim. Hombre de estepa, Hassim estaba acostumbrado a confiar en el suelo duro bajo los pies y los resistentes camellos.

Dirigiendo una última mirada hacia el norte, donde en la ciudad de Sarai se quedó detenido “como invitado” su joven hijo, Hassim dobló la caravana hacia el este. Él había decidido seguir el camino hacia la lejana China. Allá, él había tenido la oportunidad de ver muchos fuegos artificiales. Para su producción los chinos utilizaban un polvo que se quemaba. Por sus propiedades ese polvo se parecía mucho a la pólvora que Tokhtamysh le había ordenado conseguir.

El camino a través de tierras intranquilas, fue largo y Hassim llegó al imperio celeste enseguida después del año nuevo chino. En cada ciudad él preguntaba a los comerciantes por la pólvora. Pero esta mercancía ningún vendedor serio la guardaba.

La pólvora la producían en pequeñas tiendas, pero era para divertirse y para los fuegos artificiales del año nuevo. Cuando la fiesta terminaba, ya nadie necesitaba el extraño polvo y los artesanos volvían a la producción de las cosas útiles de todos los días.

En su búsqueda de la pólvora, Hassim ya había recorrido cientos de kilómetros en territorio chino, cuando llegó a la grande y activa ciudad de Dunhuang. Y ahí, por fin, tuvo suerte. Por eso estaba tan contento esa tarde y rezaba arrodillado, dándole las gracias a Alá y recordando a su hijo Rustam quien se había quedado como rehén.

En Dunhuang vino en su ayuda el viejo y experimentado comerciante Zhun. El mismo chino Zhun nunca había salido a países lejanos. Dedicándose al comercio, toda su vida había vivido en su ciudad natal, pero sabía perfectamente donde, qué y por cuanto se podía comprar en un radio de decenas de kilómetros. Zhun vendía mercancía local a los caravaneros y a cambio recibía la mercancía extranjera.

Cuando Hassim dijo la cantidad del extraño pedido: veinte sacos, el astuto Zhun, en lugar de bajar el precio por la compra al mayor, dijo que no era posible, ese pedido no se podía cumplir ni siquiera en un mes y por lo tanto el precio por saco subiría. Hassim, con una sonrisa y bromeando, como era lo acostumbrado, trató de regatear, pero Zhun, con un gesto amable, lo detuvo:

— Hassim, yo no te pregunto para que necesitas tanta pólvora. Créeme, hay un gentío en mi país y allá, en el tuyo, que les gustaría muchísimo saber la respuesta a esa pregunta. Como decían nuestros antepasados: la palabra es plata, pero el silencio es oro. — El viejo Zhun cerró los ojos y se puso la palma de la mano en la barriga, como si estuviera cansado de la conversación.

— Bueno, yo vine fue por té. — pensativo, dijo Hassim. — Por el mejor té chino. —

— Se lo diré a todos. — Asintió Zhun.

Al fin y al cabo, se pusieron de acuerdo en diez sacos, los cuales estarían listos en dos semanas. En ese momento Hassim le preguntó a Zhun si sería posible obtener también la receta de preparación de la pólvora.

— Estoy listo para pagar lo mismo. — y dijo la suma.

Zhun miró con atención a Hassim y movió la cabeza.

— Los maestros chinos enseñan sus secretos solo a sus hijos. Si el maestro no tiene hijos, se lleva su secreto a la tumba. Afortunadamente, las mujeres chinas paren mucho. —

Hassim no discutió, pero su gran experiencia le decía que si no te venden algo es porque no propusiste un precio adecuado o no te dirigiste a la persona correcta.

El viejo y astuto chino se despidió, y Hassim ordenó a su sirviente más avispado que lo siguiera. El plan funcionó.

Al día siguiente Hassim se enteró de que, a una hora de camino, en las colinas cercanas, hay una pequeña aldea, donde los chinos sacan el carbón. Y que Zhun visitó una de las casas que está al borde de la cantera. El sirviente regresó inmediatamente a la ciudad.

Hassim, para las apariencias, estuvo comprando té en los alrededores de Dunhuang durante tres días, y después se fue a la pequeña aldea. El dueño de la casa en cuestión era el pequeño y cara redonda Shao. Los ojos avispados bajo el sombrero cónico lo convencieron de que con Shao podía ponerse de acuerdo. La larga, y sin apuros, conversación, produjo sus frutos. Shao sacudió su coleta grasienta, la sonrisa se le extendió de oreja a oreja y sus dos pequeñas manos estrecharon, agradecidas, la de Hassim.

Aunque el chino no aceptó vender la receta del polvo maravilloso, prometió que, en el transcurso de una semana más, prepararía diez sacos más, y por el precio que le había dicho Zhun. Era indudable que este había sido, también, un gran éxito comercial. Después de esta transacción podría regresar rápido a Sarai y liberar a su hijo. El gran kan Tokhtamysh estará satisfecho con esa cantidad de la mercancía secreta.

Cumplido el plazo prometido, bajo un crepúsculo azul, en un lugar desértico, fuera de la ciudad, Zhun le entregó a Hassim la mercancía acordada.

Cuando Zhun recibió el dinero, le aconsejó: — Ahora regresa a tu casa rápido. — Yo te voy a guardar el secreto, pero en China hay demasiados ojos y oídos. Estos tiempos son difíciles y a alguien puede interesar tu compra no habitual. Apenas nos logramos desembarazar de los mongoles y aquí no confiamos de los extranjeros del este. —

— Voy a comprar un poco más de buena seda china para no llevar camellos ociosos y partiré. — prometió Hassim.

Hassim esperó una semana más fuera de la ciudad y como había sido acordado fue adonde Shao.

— La mercancía está lista. — alegró a Hassim el inteligente artesano chino.

Después de que los sacos fueron cargados sobre los camellos y la cuenta saldada, Shao llevó a Hassim a un lado y le susurró:

— No es mi problema para que quiere usted tanta pólvora, señor, pero yo le tengo otra proposición interesante. Usted habrá escuchado que la gente del norte de nuestro país hace grandes “dragones calientes”. Así llaman a una gran bola de hierro, llena con este polvo maravilloso, y provista de una mecha no tan larga. Esta mecha se enciende y la bola se lanza con una catapulta al enemigo. Yo, señor, aprendí a hacer el “dragoncito”, para el cual no se necesita catapulta. —

El chino sacó de su bolsillo una esfera negra de hierro del tamaño de un puño y de la cual salía una cuerda aceitada.

— Este “dragoncito” es bueno por el hecho de que se puede lanzar con una mano. Antes de eso lo único que se necesita es encender la cuerdita. ¿No quiere probar? —

El chino le alcanzó la bola a Hassim. Esta resultó fría y pesada. Hassim sopesó el objeto en su mano. El chino encendió la mecha y sonriendo con alegría le gritó:

— Ahora, señor, ¡láncelo! —

Hassim observaba, con interés, como se consumía la mecha y la chispa rojiza, siseando, se acercaba a la bola de hierro.

— Láncela lejos! — gritó Shao. La sonrisa del chino desapareció de su rostro plano.

Hassim miraba el curioso juguete y no entendía por que tirarlo. ¿Y si se rompe? Cuando el fuego se acercó a la superficie de la esfera, Shao, desesperadamente, golpeó la mano del comprador y lo empujó al suelo. La bola cayó y se dirigió hacia donde estaban los camellos.

El puntico de fuego en la mecha desapareció rápidamente bajo la superficie negra de la bola, como un ratón en su ratonera. Casi instantáneamente hubo un gran estallido. Y todo alrededor se cubrió de una nube de humo amarilla.

CAPITULO 9

¡No existen los extraterrestres!

— Que habías pensado? — Se sorprendió Anatoli con la repentina reacción de Zakolov.

— Ya lo había pensado. — repitió Tikhon y era claro que estaba pensando con excitación. — No hay extraterrestres! — gritó, batiendo la mano en el aire.

Anatoli, como atontado, lo miró.

— Está muy bueno eso de batir las manos; pero explícame, ¿que tienen que ver los extraterrestres en esto? — impaciente preguntó.

— No hay extraterrestres en la Tierra. Si ellos vinieran con regularidad, con la técnica moderna ya los hubiéramos controlado. —

— Yo no te dije nada de extraterrestres. — Anatoli le dijo dudoso.

— Claro, eso es cierto. Somos nosotros mismos, la humanidad la que viaja al pasado. —

— Que? Explícame eso. — Anatoli comenzó a disgustarse.

— Esos platillos voladores que se ven por todos lados, no son extraterrestres, son aparatos voladores terráqueos comunes y corrientes del futuro, los cuales por alguna razón pueden venir al pasado. Eso fue lo que sucedió con ese piloto. En ese moderno avión caza él atravesó el tiempo y apareció varios siglos atrás. Imagínate un libro, donde cada página es nuestro mundo año tras año. Y el avión, haciendo un viraje extraño, como un punzón atravesó varias hojas y apareció, en el mismo sitio, pero muchos años antes. —

— Y eso es posible? —

— Es lógico! Mira, nosotros vivimos, no en un mundo tridimensional, sino en uno de cuatro dimensiones. La cuarta dimensión es el tiempo. Si en coordenadas espaciales, comunes y corrientes, nosotros podemos movernos hacia adelante y hacia atrás, ¿por qué en el eje del tiempo solo nos movemos hacia adelante? Es evidente que existen condiciones por las cuales, en la escala del tiempo, el movimiento puede ser hacia atrás. Además, eso sucede instantáneamente. —

— Eso es una tontería! — exclamó Sasha Evtushenko, quien, hasta ese momento estuvo callado, pero que oía atentamente lo que decía su amigo.

— Por qué? — Tikhon no se arredró. — Acuérdate de tantos cuentos fantásticos y populares, los cuales, a primera vista, parecían imposibles, pero tarde o temprano se convirtieron en realidad. Así fue con el avión, con el submarino, con el televisor y con el teléfono. Es posible que la máquina del tiempo, alguna vez, se convierta en realidad. Einstein demostró que el tiempo no es absoluto. El tiempo cambia sus propiedades dependiendo de la velocidad. —

— Y por qué esos platillos voladores del futuro no aterrizan y entran en contacto con nosotros? — Sasha preguntó escéptico.

— Eso no lo sé. Probablemente llegan por casualidad y no pueden controlar ese proceso. Puede ser que la velocidad de sus aparatos voladores sea más alta y esto sucede más frecuentemente. — Tikhon meditó un poco más. — Y puede ser que en la naturaleza haya una ley objetiva desconocida la cual no permite interactuar, materialmente, objetos de diferentes siglos. Es claro que algún objeto provendría de otros y, por lo tanto, no podrían entrar en contacto. ¡Eso quebrantaría la sucesión de acontecimientos! Puede ser que un cuerpo, viniendo del futuro adquiera propiedades de antimateria. En el mejor de los casos es repelido y se devuelve. En el peor de los casos, en el contacto sucede una explosión y la antimateria se desintegra hasta los átomos. Por eso, chispas y explosiones inexplicables suceden de vez en cuando. Por ejemplo, el meteorito de Tunguska y cosas similares. Por cierto, huellas del meteorito de Tunguska no se han hallado hasta ahora. —

— Todo eso es una tontería! — categórico dijo Sasha. — Estamos llenos de gente anormal, y se la pasan soñando. Antes, en los tiempos del dominio de la iglesia la gente veía diablos y ángeles, y ahora, en el siglo del progreso técnico, ven platillos y cohetes. Demasiado sencillo. En los países católicos, donde hay muchos creyentes, hasta hoy, la virgen María se le aparece a uno y a otro. ¡Eso es producto de la imaginación enferma de la gente! Es un asunto de psiquiatras.

— Mi suegro no está enfermo! — Se disgustó Anatoli. Se ofendió por su suegro, quien era un tipo fuerte y normal. — Es un piloto militar. Y ni te imaginas como le examinan la salud a ellos! Si lo dijera otro yo no lo creería. Pero mi suegro no miente. —

— Ah, ¿eso le sucedió a tu suegro? — Se sorprendió Tikhon. — Es un comandante de escuadrilla. —

— Claro! ¡Él es un señor! Ese no miente, ¡ese no sueña! —

— En los grandes cambios de gravedad a cualquiera se le nublan los ojos. — afirmó Sasha. — Y a una gran velocidad acaso puedes discernir? Ok, él vio unos caminantes y camellos. Pero hay muchos en Kazajstan, hasta ahora hay gente que se transporta en camellos y los viejos kazajos ¡se visten a la antigua! —

— No, él vio un ejército enorme, con armas antiguas — explicó Anatoli. — Decenas de miles. Ahora eso no existe. —

— Yo le creo. — dijo Zakolov. — Eso comprueba mi hipótesis. —

Evtushenko decidió no discutir más, pero mantuvo su opinión.

— No sería interesante poder conseguir ese lugar donde él vio esos antiguos soldados? — Con mucho cuidado, Anatoli escogió sus palabras para preguntar lo más importante. — Miren. Este es el dibujo que hizo el suegro, de memoria del lugar. Y esta es una copia de un mapa actual y detallado. —

Anatoli mostró un papel donde aparecía el río y un camello. Ese dibujo lo copió del esquema del suegro, pero en lugar del cofre dibujó una X y al lado un camello. Después, en un papel transparente, calcó un mapa contemporáneo.

Tikhon tomó los dos papeles de la mano de Anatoli y colocó un papel sobre el otro.

— La escala es diferente, por eso no coinciden. Pero si reducimos, mentalmente, el dibujo… ¿Podría ser aquí? — Mostró un punto en el mapa, pero enseguida sacudió la cabeza. — No, los meandros del río son completamente diferentes. —

— Eso que hiciste, ya yo lo había pensado y hecho. — Entusiasmado, Anatoli siguió los razonamientos. — No hay ninguna superposición. Pero mi suegro está seguro que él sobrevoló este sitio y lo dibujo exactamente. —

— Zhusaly. — Sasha leyó en el mapa el nombre de la población cercana. — Por ahí cerca nosotros vamos al arroz. —

— ¿Sí? — Se interesó Anatoli. — Entonces, quizás, yo también vaya con ustedes. A mí me pusieron en la construcción con el tercer año. Pero yo voy a pedir ir con vuestro curso. Deben permitírmelo. Con alguien me cambio. Conozco muchos que quieren quedarse en la ciudad. Y yo, sinceramente, no me quiero calar, ni los pañales del bebé, ni las noches de insomnio. Por ahora, que crezca sin mí. Yo voy con ustedes. Corro al instituto para inscribirme para ir al koljoz. —

Tikhon, concentrado, miraba el dibujo y el mapa.

— El camello está bien dibujado, pero donde está tu ejército antiguo? — bromeó.

— Se me había olvidado! El camello no es común, sino de jorobas blancas. El suegro está seguro. Dice que ya no hay de esos. ¿Habría en la antigüedad? — Anatoli se animó de nuevo. — Por eso quiero encontrar ese lugar. ¿De repente se conservan restos de animales desconocidos por la ciencia? ¡Eso sería un gran descubrimiento! Nuestro aporte a la ciencia.

— De jorobas blancas? — dijo, pensativo, Tikhon. — Interesante… —

— Si, de jorobas blancas. — afirmó Anatoli. — Y la mirada del camello era como si pensara. No, el suegro dijo: penetrante. —

Inesperadamente, a espaldas de Anatoli apareció el rostro curioso de Igor Lisitsin. Era de estatura baja y se acercó sin que nadie lo notara.

— Que tienen ahí? — preguntó Igor y enterró su mirada en el mapa.

— Igor? — se sorprendió Anatoli completamente.

— Están buscando un tesoro? — Igor bromeó sin doble intención, pero se asombró cuando observó el rubor en las mejillas de Anatoli. El juego de preferans había enseñado a Igor a captar el más mínimo cambio en el rostro de los oponentes.

— Que te pasa Igor? ¿Qué tontería es esa? — Un poco forzadas le salieron las preguntas a Anatoli y trató de quitarle el dibujo a Zakolov.

Pero la poca convicción es sus palabras no pasó desapercibida a Igor.

Tikhon continuó, pensativo, mirando el mapa, no escuchó la conversación, pero no se lo entregaba.

— Sabes? — le dijo, notando que Anatoli quería quitarle el papel. — Déjame quedarme con el dibujo. Yo creo que puedo encontrar el lugar. Creo recordar que Albert Einstein dijo algo sobre los ríos. —

— Einstein? ¿Sobre ríos? — Se extrañó Anatoli. — Pero si él era físico. —

— Ante todo era una persona inteligente. E intervino en diferentes temas. —

— Anatoli, te espero por aquí cerca. — Igor notó que ponía tenso a su amigo y se apartó un poco. — Me ibas a decir algo sobre los jeans. —

— Ajá. — Asintió Anatoli y se apresuró a decirle a Tikhon. — Quédate con el mapa. Yo puedo dibujarlo otra vez. —

— Entonces, tú con Einstein en todo hoy. — se sonrió Sasha.

— Es en serio! — respondió Tikhon.

— Miren, tipos. — susurró Anatoli, mirando de reojo en dirección de Igor. — Que todo quede entre nosotros. El suegro no quisiera que sus palabras corrieran por ahí. Ustedes entienden. —

Los dos muchachos asintieron.

— Anatoli! — Se oyó una alegre voz femenina. — Somos yo é Ivancito. —

Por la calle venía Liuba, la sonriente esposa de Anatoli Kolesnikov, conduciendo un cochecito azul.

— Salimos a pasear y nos llegamos hasta aquí. — la muchacha los alcanzó.

— Caminaron mucho. ¿Para qué? — Parecía que Anatoli no estaba muy contento con el encuentro.

— Queríamos venir donde papito. — Como todas las madres felices, después del nacimiento del bebé, Liuba se refería a “nosotros”, en vez del apropiado “yo”. Para eso, con frecuencia, hablaba como un niño.

Tikhon se quedó mirando el cochecito, a ver si se le ocurría un cumplido para la joven mamá.

Liuba cazó la mirada de Tikhon y bromeando, pero con convicción, dijo: — No, ¡no se los voy a mostrar! ¿A ver si le echan mal de ojo?! —

Un velo mosquitero claro cubría el cochecito y se podía ver que el bebé estaba cubierto con algo muy claro y grandes flores rojas.

— Bella cobija, — notó Tikhon, comprendiendo que la madre no quería que se elogiara al bebé.

— No es una cobija, es un conjunto especial, de Checoslovaquia. — Se reanimó Liuba. — Está de moda. Me lo trajo Anatoli. Nadie lo tiene, solamente Ivancito. Y mira los jeans, — dijo jactándose la muchacha y volteándose para mostrar y palmear la etiqueta de “Montana”.

Se acercaron corriendo las muchachas, compañeras de Liuba y rodearon ruidosamente a la feliz mamá. Estaba claro que el entusiasmo de las amigas de Liuba la hizo venir. Claro, era la primera del curso que paría.

Anatoli se acercó a Igor, quién se sonreía con sorna. Sasha se dirigió a la entrada del instituto. Se había hecho el propósito de ir, hoy, a la biblioteca. Tikhon se fue a la residencia, ya que tenía que prepararse para el camino.

CAPITULO 10

Hassim. Una esquirla en la cabeza

A Hassim le pareció que, cerquita, hubo un relámpago y sonó un trueno. El comerciante fue lanzado al suelo con las manos quemadas por ardientes piedritas. “Si muero, ejecutarán a mi hijo”, pensó Hassim con horror. Ensordecido, se levantó y se miró.

Su cabeza zumbaba. Poco a poco la sordera iba desapareciendo, como si alguien le hubiera llenado los oídos de algodón y después, lentamente, le iba sacando las hebras. Pronto, Hassim distinguió los gritos de la gente y el aullido de los camellos. Dos camellos yacían en el piso y los demás se alejaron corriendo de miedo.

Hassim, por fin, volvió en sí.

— Atrapen a los animales y reúnanlos en un solo lugar! — le ordenó al desconcertado comandante de su guardia, Shaken.

El comerciante se acercó a los camellos caídos. Uno de ellos tenía en el vientre una herida, con tripas afuera, y de donde salían chorros de sangre. Hassim vio como ese estallido extraño había provocado, en un instante, esa horrorosa herida. Los quejidos del joven y fuerte camello se iban haciendo más y más silenciosos.

El segundo camello que yacía era una camella. Hassim reconoció en ella a la vieja y fiel Shikha. Con ella ya había recorrido miles de kilómetros durante muchos años.

Shikha yacía callada, con los ojos cerrados. A primera vista su cuerpo no parecía lastimado, pero enseguida notó una esquirla grande del “dragoncito”, incrustada en su cabeza. De repente Shikha abrió sus párpados arrugados y miró a Hassim directamente a los ojos. Su labio superior se movió como si la camella quisiera decir algo, después de eso su mirada se apagó y sus grandes ojos se cerraron. Hassim se agachó hacia la bestia amiga.

Shikha no respiraba.

Entonces se acercó Shao, preocupado, explicándole a Hassim que él no era culpable de nada, que el “dragoncito” había que lanzarlo lejos. El “dragoncito” está diseñado para destruir enemigos. Hassim comprendió que, en lo que sucedió, él tenía parte de culpa.

Poco a poco, los asustados sirvientes reunieron a los camellos dispersos. Estos continuaban quejándose, pero en tono más bajo, y miraban de reojo, con ojos asustados a sus compañeros caídos. El olor de la pólvora, el vientre destrozado y la sangre caliente hacían mover, nerviosamente, sus fosas nasales.

Como compensación por las pérdidas que tuvo, Shao le regaló a Hassim ocho “dragoncitos”. Hassim ordenó picar el camello joven muerto para carne, y rápido, para regresar enseguida. Ya se habían reunido muchos curiosos por la barahúnda formada.

Hassim no pudo dominar la tristeza por su vieja y fiel camella. Con dolor miró el cuerpo de su querida camella, que ya no respiraba, y que tenía marcado el desgaste producido en su barriga por los pies de tantos jinetes y le pidió a Shao que la enterrara.

Partieron rápido contorneando Dunhuang. Ya era noche cerrada y ya se habían alejado una distancia considerable de la ciudad cuando Hassim ordenó la parada para descansar. El preocupado comerciante soñó toda la noche con la última y aguda mirada de Shikha. En su larga vida nómada el pasó más tiempo junto a ella que con su hijo de diecisiete años.

Cierto, recordaba Hassim, ya Shikha estaba con el antes del nacimiento de Rustam. ¿De dónde llegó a su caravana? Eso no podía recordarlo.

Muy temprano en la mañana Hassim fue despertado por los gritos de un sirviente asustado.

— Señor! ¡Mire quien llegó! —

Hassim, como todos, dormía a cielo abierto en una estera de fieltro. Arropado con una cobija caliente de piel de camello, infaltable en sus recorridos caravaneros, se levantó rápido y vio una camella parada a su lado.

¡Ahí estaba Shikha, la camella que había muerto el día anterior!

¿Que era esto? ¿Una continuación del sueño? Hassim se estremeció y miró hacia los lados. Del cobertor que tenía al lado salía olor a carne de camello. Si, esto es real. En los sueños no hay olores.

La camella había cambiado. Ahora su mirada era pensativa y penetrante. Veía el mundo con ojos cansados y todo como un ser entendido. Pero, sobre todo, en su fisionomía se destacaban las jorobas totalmente blancas. Literalmente se encanecieron. Hassim nunca había visto el pelo de los camellos ponerse tan blanco, como las nieves perpetuas en las altas montañas.

Cabalgando la camella estaba Shao. Shaken estaba cerca, miraba con desconfianza al chino y, por si acaso, tenía la mano en la empuñadura del sable. Él no quería que sucediera algo parecido a lo del día anterior.

Shikha dobló sus patas delanteras, el chino descendió rápidamente y le hizo una reverencia a Hassim. Shaken lo siguió de cerca, mirando sus manos.

— Señor — Shao se apuró a explicar. — Como usted me lo pidió, yo me preparé para enterrar a la camella. Ya había abierto el hoyo en la tierra, pero ella, de repente empezó a respirar, empezó a moverse y se levantó. Mientras se iba levantando, ahí mismo, sus jorobas se blanquecieron. Pasó tan rápido que yo me asusté. Pensé que un mal espíritu se había metido en su cuerpo. Si hubiera sido así, yo lo hubiera sabido viendo el mal en los ojos de la camella y la hubiese muerto de nuevo. Pero ella tenía una mirada limpia. Shaitan no puede disfrazarse así. Entonces decidí traérsela a usted. Yo no sabía cuál camino ustedes habían tomado, ya estaba oscuro y no se veían las huellas. Pero ella misma — y con respeto, señaló a Shikha — rápidamente y sin dudar, escogió el camino. Me parecía que ella, cuidadosamente, olía el aire antes de tomar alguna dirección. —

Con una mezcla de asombro y preocupación, Hassim observaba a Shikha, quien estaba echada sobre sus rodillas callosas. En su cabeza se veía la gran esquirla férrea. Parecía que la esquirla estaba más metida, que el día anterior, en el cráneo del animal. Hassim estiró la mano para tratar de sacar el pedazo de hierro curvo, pero la camella, ostensiblemente, apartó la cabeza y se levantó.

— Señor, hay otra cosa que quería decirle. — Shao le habló en voz baja mirando a Shaken. Hassim, con un gesto, le dijo que Shaken era de confiar. El chino continuó — Ayer, apenas ustedes se habían ido, llegaron unos soldados. Preguntaron cuándo y hacia donde se fue su caravana. Por la conversación de ellos entendí que los de arriba se habían enterado de su compra. Ellos piensan que ustedes son espías de Tamerlán y vienen para destruir los puentes importantes. Tienen la orden de apresarlos. — Shao calló. Entonces hizo las reverencias y se despidió. — Tengo que irme rápidamente, no deben verme aquí. —

Una vez más Shao hizo una inclinación con humildad y, rápido, se alejó en la dirección contraria. Él se dirigió directamente hacia el este y ya pronto no podía mirársele bajo los intensos rayos del Sol levante.

Hassim entrecerró los ojos y vio como la brillante luz se tragó la delgada figura bajo su sombrero triangular. Y preocupado pensó como, bajo esa luz, y de ese lado podía aparecer un ejército de chinos armados. ¿Podría él escapar de eso?

El Sol, cada día, subía más y más, y con indiferente terquedad inexorablemente acercaba la primavera. Y antes de su apogeo él debería estar en la Horda de Oro. Allá languidecía el joven Rustam y Tokhtamysh, en cualquier momento, podía perder la paciencia.

La camella Shikha también volteó la cabeza hacia el lado de Dunhuang y profundamente aspiró el aire con sus fosas nasales bien abiertas. Claramente, ella sentía el peligro que podía venir de allá. El peligro venía de la gente y estaba destinado a otra gente. Estos animales bípedos no pueden compartir este mundo tan grande, pensó Shikha.

CAPITULO 11

Un lugar extraño

Zakolov llegó a la residencia estudiantil y lo primero que hizo fue visitar a los gemelos Peregudov. En la residencia los llamaban los yorochos, enfatizando el Yo. Estos estaban concentrados preparando sus morrales. En sus movimientos se veía fundamento y experiencia.

— Que debo llevar? — preguntó Tikhon.

— Ropa sencilla y calientica. Y comida para el primer día. — respondió Vlad, el jefe del grupo.

De los dos gemelos, a ese lo consideraban el mayor. Como ellos mismos contaban él había nacido quince minutos antes. Y aunque él era extraordinariamente parecido a Stas, se veía y hablaba más sólido.

Tikhon se fue a su habitación y rápidamente metió, en una bolsa, ropa para trabajar y dos latas de carne conservada, que había traído el día anterior de la casa paterna.

A la media hora, por la ventana, se oyó la corneta de un automóvil. Los gemelos llegaron corriendo a la habitación.

— Vámonos. Nos vinieron a buscar. — dijo o Vlad, o Stas. Los dos vestían chaquetas de lona verde y sombreros de soldado con los lados plegados, de tal manera que Zakolov no podía diferenciarlos.

El automóvil que los llevaría resultó ser un “UAZ” de la policía con una banda ancha azul a lo largo de la carrocería. Al volante iba el sargento Fedorchuk, bien conocido por Zakolov por el asunto del año anterior sobre la desaparición de las estudiantes. El sargento reconoció a Tikhon.

— Mira quien está aquí! Un viejo conocido — Casi gritó el sargento.

— Conocido, pero joven. — bromeó Tikhon. — Le deseo buena salud camarada general! Aquí estamos estos tres vagabundos a sus órdenes —

— Nada de etiqueta, por favor — las puntas del bigote se levantaron un poco, mostrando que le gustó como se dirigieron a él. — Soy Nikolay o simplemente Niko. Siéntense. —

— Espero que esta vez no me ponga en un calabozo. — preguntó Zakolov poniendo, en broma, voz de asustado.

— Si sigues con los chistes. — Se rio el sargento. — A propósito, ¿saben qué hacer cuando lleguen al sitio? —

— Nos instruyeron. — Corto y seco respondió por todos Vlad Peregudov.

Como siempre, por su tono de líder, él fue nombrado jefe de grupo.

“Y cuando lo instruyeron?”, Zakolov se rio en su interior.

Como jefe de grupo, Vlad se sentó en el asiento de adelante. Tikhon y Stas, se sentaron atrás.

— Fedorchuk, por qué todos los sargentos de la policía tienen bigotes? — riéndose, preguntó Zakolov

— ¿Si? Y directo el tipo. — Fedorchuk se alisó los bigotes y, pensativo, dijo, — Es para diferenciarnos de los militares. A ellos no se les permite, y nosotros somos voluntariosos. —

Tardaron cerca de dos horas en llegar donde iban. Apenas salieron de la ciudad, las señas de la civilización, poco a poco, desaparecieron. La carretera asfaltada dio paso a la de granzón. Pronto, bajo las ruedas, ya era la simple pista trazada, y al final, el auto iba en la propia estepa. Ya no había camino y las pequeñas piedrecitas crujían bajo las ruedas.

Fedorchuk conducía el auto lentamente, mirando al horizonte y, de vez en cuando, cambiaba la dirección de movimiento.

— Vaya, como odio esta estepa pelada. — gruñía. — Aparentemente es inofensiva, pero, puedo caer en un hueco grande o atascarme en un arenero. Y si tienes que salir del auto por el viento, hay que tener cuidado con las culebras peligrosas y estos bichos con tenazas como los cangrejos: los escorpiones venenosos. Parece un escarabajo, y tiene tanto veneno que puede matar a un perro o un becerro, y hasta un hombre. —

— Los escorpiones no son escarabajos. Más bien son cercanos a las arañas. — aclaró Tikhon.

— Tú, ¡quédate tranquilo! — Graznó el policía como si estuviera disgustado.

— Además, en honor del escorpión han llamado una constelación zodiacal, hace varios miles de años. Quiere decir que hay algo particular en él. —

— Cual constelación? — preguntó Fedorchuk.

— Una del zodíaco. ¿No has escuchado hablar del zodíaco? —

— Ah! Eso. Mejor la debieron llamar hormiga, es inofensiva y más bonita. ¿Y que tiene de particular el escorpión? La culebra solo muerde, pero el escorpión tiene sus tenazas y el veneno en la cola. ¿Como puede la naturaleza soportar esa criatura? —

— En los países occidentales, los astrólogos hacen horóscopos a partir de los signos del zodíaco. — Stas intervino en la conversación. — Allá publican los horóscopos. La gente lee y cree en sus predicciones. Ojalá y publicaran los horóscopos aquí. —

— Astrología, alquimia. — Esas son pseudo ciencias antiguas. — Con autoridad expresó Tikhon. — En nuestro país, con nuestra alta instrucción, esos desvaríos no los leería nadie, aunque los publicaran. Eso es en los países del oriente donde los gobernantes tienen al pueblo poco instruido y así lo pueden controlar. —

— Y aquí, ¿estamos en el Occidente acaso? — se rio Fedorchuk, poniendo atención en el camino, buscando en el paisaje desértico una orientación.

— Aquí estamos en el verdadero Oriente. A cincuenta millas están los cohetes con los cosmonautas, y aquí, todavía la gente teme que algún hechicero los embruje. —

— Hechicería. Brujería…. Tonterías. — Tikhon sonreía. — No estamos en la edad de piedra. ¿Quién cree en eso? —

— A lo mejor, en Moscú, no creen. Pero vives en este desierto y te sorprenderías. Pregunta por ahí. — Fedorchuk movió su mano como abarcando todo el panorama. — Aquí, en quinientos años, probablemente, nada ha cambiado. Un lugar salvaje. No hay gente. Ni siquiera hay un camino.

— Miren! ¡Allá hay dos camellos! — Vlad señaló asombrado.

— Supongo que son del hechicero. Significa que llegamos. Puede ser que los camellos se hayan escapado. Por aquí pastorean como en su casa. —

Fedorchuk estiró la cabeza sobre el volante, mirando a lo lejos, y por fin, vio el techo de un galpón largo y se alegró.

— Coño!, ¡lo conseguí! Hacía dos años que no venía y estaba perdido. Cuando comience la cosecha vendrán los camiones. El año pasado no vinieron estudiantes. Después de aquel asunto, los profesores tenían miedo de venir para acá. Entonces mandaron a todos al lugar de acopio, a cernir granos. —

— Después de cuál asunto? — se interesó Vlad.

Pero el automóvil ya se aproximaba al galponcito, el sargento de la policía miraba atentamente la construcción y no escuchó la pregunta.

— Llegamos. — ruidosamente informó Fedorchuk cuando detuvo el carro. — Aquí está su cueva. ¡Un hueco en ninguna parte! Pero para la juventud está bien. Perdido y lejos de la familia. ¿Es así, muchachos? —

— De todas maneras, estamos lejos de ellos. — Zakolov respondió por todos. — Y cincuenta kilómetros más, no significan nada. —

— Si, es una residencia. — asintió el sargento, recordando donde los había recogido. — De todos modos, aquí no es la ciudad. Aquí es otra cosa. —

Los muchachos salieron del auto y consideraron el lugar. En la estepa pelada, sin árboles y sin siquiera arbustos, estaban dos galpones alargados. Por los restos lamentables del cubrimiento de yeso que tenían, se podía adivinar que alguna vez las paredes fueron blancas. Entre los galpones había una mesa larga cubierta en un cobertizo. De un lado del toldo había una especie de parrillera con una gran plancha de hierro y la cual estaba prevista, aparentemente, alimentar con leña. A su lado, en una pequeña construcción de ladrillo, había un tonel para agua. Al otro lado estaban los baños, con paredes de madera. Todo esto estaba cubierto de polvo.

— Hace tiempo no venía nadie. ¡Dos años! Los mandaron para la mierda a ustedes, y de todos modos tienen que agradecer — Esto lo dijo Fedorchuk muy alegremente, como si tratara de espantar el silencio acumulado.

Después del zumbido ruidoso del “UAZ”, el silencio traía inquietud.

— Ahora, este es su campamento. Ahí están los galpones, ¡solo falta la alambrada con púas! — El policía se carcajeó solo con la voz, manteniendo la mirada seria como un director de orquesta, que, con un chiste rutinario, trata de despertar la sala al comienzo del concierto. — Es la tercera vez que traigo estudiantes para acá. Controlo la parte policial. La primera vez todo pasó bien, pero la segunda, faltó uno. Veremos cómo será ahora. —

Después de estas palabras, el sargento Nikolay Fedorchuk calló, como si recordara algo.

— Que pasó la segunda vez? — preguntó Vlad, sintiendo en las palabras del sargento una insinuación.

— Yo les aconsejo que, primero, preparen los sitios de dormir y la cocina. — Fedorchuk, de nuevo, había pasado al tono de alegría e ignoraba la pregunta de Vlad. — Y ahora, recojan sus provisiones. —

El policía abrió la maleta del “UAZ”. Ahí, tras los asientos, había un par de botellones de agua en medio de un montón de tablas sueltas.

Como a trescientos metros de los galpones había una especie de choza de la estepa con paredes descoloridas pero que nunca habían sido elegantes.

— Allá vive alguien? — preguntó Tikhon al chofer.

— Un viejo kazajo, de barba blanca. Yo creo que tiene como cien años aquí. Ya estaba aquí cuando estos galpones no se habían construido. De común acuerdo con el instituto, él cuida de estos galpones. La gente del lugar lo considera un hechicero. —

— Hechicero? ¿Qué es ese delirio? Yo creía que ya habíamos hablado inteligentemente de eso en el carro — Dijo Tikhon, asombrado.

— Delirio o no, yo no sé, pero de él se dice cada cosa. Los lugareños no opinan, temen. Si no, hasta el último bombillo se lo llevarían. —

— Hay que ir hasta allá y decirle que somos estudiantes y no ladrones. — propuso Vlad.

— Pero yo no voy. De todos modos, él ya lo sabe. — y mirando de reojo a la choza, Fedorchuk se persignó.

— Como? ¿A él le informaron? — Preguntó Vlad, también en voz baja.

— Yo creo que él lo intuye. — el sargento dijo misteriosamente, después pasó a hablar con su voz alta normal. — Por allá, lejos, está el río. Y del otro lado, más lejos todavía, están los campos de arroz, donde tienen que echarle pichón. —

Fedorchuk se rio de su propio chiste. Tikhon miró hacia la dirección indicada. A lo lejos, sobre la estepa amarillenta, apenas sobresalía un terreno relleno y aplanado.

— Vamos a revisar si hay algo utilizable en los galpones. — propuso el policía. — Puede ser que el brujo nos haya dejado un muerto. —

— Usted siempre bromea? — se disgustó Stas.

— Cual broma? Hace dos años no conseguimos un cuerpo. —

Ahora fue Zakolov quien no pudo contenerse. Se paró frente al sargento y le dijo con dureza.

— Diga Fedorchuk, ¿qué es eso que usted insinúa a cada rato? —

— Mmmm. — se enredó el sargento y dijo — El jefe me dijo que no los asustara mucho con historias viejas. —

— Cuente, cuente. — Le exigió Tikhon — Con sus omisiones nos asusta más. —

— Si, seguro que a ti te asusto. — se burló Fedorchuk. — Está bien, salgamos de eso, pero no fue nada horroroso. Hace dos años vino, como jefe de la brigada, el profesor Bortko de su instituto. ¿Han oído sobre él? No, claro, ustedes sólo tienen un año aquí. Simeón Mikhailovich Bortko era profesor de las materias del partido: historia del PCUS, filosofía y cosas de ese estilo. Como nos enteramos después, el vino porque quería estudiar la economía agrícola, no en teoría, sino en la práctica. Tenía sus ideas sobre eso, y ya estaba preparando una carta para las autoridades en Moscú. Pero eso no es importante. Lo importante es que un día desapareció. Desapareció sin dejar huellas. Aquí mismo. Todo el mundo lo acababa de ver y, de repente, ya no estaba. Después obtuvimos todos los detalles. El presidente del koljoz nos llamó. Yo vine para acá, con el jefe, Viktor Petrovich Petelin. Tú lo conoces, ¿verdad Zakolov?

Tikhon asintió, pero estaba muy pendiente del cuento del sargento.

— Bueno, llegamos aquí enseguida después de la llamada. Al principio pensamos que era una tontería, inclusive que podía ser una broma. Los estudiantes son tremendos, siempre están inventando algo, sobre todo si es un grupo grande. Pero resultó que era un asunto serio. Volvimos al día siguiente. Hasta ese momento, aunque los estudiantes estaban asombrados por la desaparición, pensaron que en la mañana el profesor aparecería. De todas maneras, ellos no podían comunicar eso antes. No hay línea telefónica. Bueno, llegamos Viktor Petrovich y yo, interrogamos a todos, y nos hicimos una buena idea del asunto. Eso sucedió antes de la cena. Todos los estudiantes habían vuelto del campo de arroz, o sea, había muchos testigos. Y entonces empezó una discusión entre el profesor y los estudiantes sobre este mismo brujo. Bueno, existe la materia y existe la conciencia. La materia es primero, y el pensamiento sin la materia no existe; y cosas así… Y ahí, uno dijo, que puede ser al revés. Que el flujo del pensamiento puede influir sobre la materia, y que el brujo local se dedica a eso… Y aquí, Simeón Mikhailovich se salió de sus casillas. “eso es ignorancia, — dijo — la filosofía marxista leninista no nos enseña eso. Ahora voy a traer al brujo ese y ustedes se convencerán que no es sino un viejo retrasado y medio analfabeto. Que sólo puede confundir cerebros más analfabetos que él, y no estudiantes soviéticos adelantados”. Y salió derecho a la choza. Allá.

Fedorchuk señaló la choza. Todos los muchachos lo siguieron, curiosos, con la vista.

— Todavía no estaba muy oscuro. — Fedorchuk continuó el cuento. — Todo se veía perfectamente, y decenas de ojos vieron como Bortko se dirigía a la choza. Inclusive dos estudiantes fueron tras él, pero se detuvieron ante la choza y no entraron. Y he aquí, que en el preciso momento en que Bortko entraba en la choza, desde aquella esquina del galpón, — Fedorchuk señaló al lado contrario — apareció el viejo brujo sobre un camello. Este resopló o mugió, no sé qué ruidos hacen esos jorobados, y todos los estudiantes voltearon hacia él. Uno de los estudiantes le dijo al viejo: “Él fue a su casa” y señaló a Bortko, quien ya entraba en la choza. El brujo miró hacia allá, puso cara de preocupación, algo gritó y corrió hacia la choza en el camello. No le gustó que entraran a su casa sin estar él. Eso se entiende. Cuando llegó cerca de la puerta, se bajó del camello, entró y enseguida invitó a los dos estudiantes a entrar.

Fedorchuk calló, prendió un cigarrillo y fumó.

— Bueno, así son las cosas. — Pensativamente miró hacia la choza.

— Luego, ¿que? — Tikhon no aguantó la larga pausa.

— Luego? — Fedorchuk, confundido, miró la casa. — Luego, nada. Simeón Mikhailovich Bortko no estaba en la choza. Allá no había nadie. La choza estaba vacía. Lo confirmaron los dos muchachos, quienes entraron primero, y el brujo, y los otros estudiantes que entraron después para ver con sus propios ojos. Petelin y yo llegamos la mañana siguiente. Revisamos la choza, por supuesto. No había ningunos muebles y era imposible esconder algo. Y además, para que iba a jugar a las escondidas el respetable profesor? —

— Extraña historia. — dijo, pensativo, Tikhon.

— Así son estos lugares. — con mirada aprensiva, Fedorchuk recorrió con la vista los alrededores.

— Y pasó mucho tiempo entre la entrada de Bortko en la choza y la de los estudiantes? — preguntó Tikhon.

— Dos minutos. ¿Cuánto tiempo se necesita para ir, en camello, de aquí hasta la choza? Y nosotros revisamos las paredes de la choza. — puntualizó Fedorchuk, previendo la siguiente pregunta. — El soporte es de maderas cruzadas. Una persona no puede pasar por esos espacios pequeños. Los estudiantes estaban cerca, no se oyó ningún ruido. —

— Y, de repente, Bortko no entró, sino rodeó la choza y se escondió en la estepa. — planteó Tikhon.

— Ahora se puede decir cualquier cosa. En aquel entonces todos dijeron que vieron a Bortko entrar en la choza. Y la estepa no es un bosque, no te puedes esconder muy rápido. Yo mismo pensé que pudo ser un espejismo. O el brujo hipnotizó a todo el mundo. ¡Y todavía! Al día siguiente el joven teniente Andrei Martynov se trajo un perro para buscar al profesor. Nosotros no tenemos sabuesos en la comandancia, pero un conocido de Martynov tiene un perro entrenado. Al perro le dieron cosas de Bortko para oler y lo soltaron. Al llegar a los galpones dio vuelta y se dirigió derecho a la choza. Entró, olió, hizo muecas y enseguida saltó y salió. Comenzó a frotarse, a lamerse, su boca se le hinchó y le salió saliva. Después se cayó y empezó a convulsionar. Estiraba las patas, chillaba como un niño y murió. El teniente lloró. Y hasta a mí me salieron lágrimas, viendo sufrir al perrito.

— Y que le había pasado al perro? — preguntó Vlad.

— Mientras moría el sabueso, el brujo sacó un escorpión negro de la choza. Dijo que el alacrán había picado al perro y él lo sostenía como si nada. Dejó caer la mano, el escorpión cayó al suelo y se fue. ¿Que tal!? — Fedorchuk sacó otro cigarrillo y, muy nervioso, fumó otra vez. — Las cosas y documentos del ciudadano Bortko se quedaron aquí. Todavía esperábamos que el apareciera por su casa o se encontrara en algún otro lugar. Pero desapareció su profesor, sin dejar huellas, desapareció. —

El sargento terminó de fumar callado, con los ojos entrecerrados por el humo del cigarrillo sin filtro, aplastó la colilla y se acercó a la puerta del galpón. Los muchachos también callaron. Después de esa historia recorrieron con la vista, de nuevo, el extraño lugar: con atención y cautelosos.

En la puerta del galpón había un candado. Fedorchuk hurgó en sus enormes bolsillos y sacó un manojo de llaves. Probó, en el candado, una llave tras otra, hasta hallar la apropiada. El candado oxidado hizo ruido con las vueltas de la llave hasta que, al fin, abrió su pesada argolla. Bajo la mano del sargento la puerta chirrió desagradablemente, se columpió hacia afuera y descubrió una boca negra rectangular. Arriba, como un diente curvo, apareció un colgandejo. Fedorchuk medio arregló el cuadro de la puerta y cruzó el umbral.

Dentro del galpón, de un lado, había un largo corredor, y enfrente, unos grandes compartimientos cerrados. Los muchachos entraron al estrecho corredor tras Fedorchuk y miraron por una de las puertas. En la habitación semi oscura había literas metálicas sin ropa de cama. Nikolay Fedorchuk accionó el interruptor de la luz. No se prendió ningún bombillo.

— Ah! Hay que prender el interruptor principal. Allá en la última columna. Después entramos. —

— Hay que abrir las ventanas, para el aire. — Vlad se dirigió a las ventanas polvorientas y las abrió.

Zakolov, mientras tanto, curioseó en los restantes compartimientos. A él le pareció que, en alguno de ellos, el vería el profesor desaparecido o lo que quedara de él.

Fedorchuk, caminando ruidosamente, atravesó todo el pasillo y con una llave del manojo, abrió la última y pequeña habitación sin ventanas. Esta estaba llena de cochones, colocados de manera desordenada.

— Ajá! ¡Los colchones! –gritó, alegre, el policía. — Ya yo lo decía, todo está en su puesto. Pónganlos en las camas. Pongan las poncheras de los lavabos cerca del comedor. —

Suavemente pateó las poncheras de los lavabos. La ponchera de arriba perdió el equilibrio y cayó al suelo. Stas, que se aproximaba, se agachó para recogerla, pero enseguida la soltó y bruscamente dio un salto atrás.

— Miren, unos pies! — gritó, con voz temblorosa y jadeante, y señaló unas botas de lona dura que sobresalían de los colchones.

CAPITULO 12

Una voz en la oscuridad

Cuando escuchó la voz angustiada Tikhon gritó,”! Lo encontraron!” y salió corriendo a la despensa. En todo, a él le gustaba la precisión y la definición, no importando lo desagradable que fuera. Explicaciones por brujería y cosas del diablo a él no lo convencían.

Todos se aglomeraron para ver las suelas de las botas. Parecía que alguien había escondido un cuerpo bajo los colchones. Hasta la nariz de Zakolov llegó el olor rancio y el polvo de la habitación.

Los muchachos interrogaron con la vista al policía. Un pálido Fedorchuk se agachó lentamente y cuidadosamente haló una de las botas. Esta salió fácilmente de los colchones.

— Epa! ¡Está vacía! — Nikolay, más tranquilo, tiró la bota a un lado. — Hasta a mí, un lobo experimentado, me avergonzaron. — Hay que prender la luz, de todos modos.

Todos salieron. Fedorchuk se dirigió al transformador, abrió la puerta de este, sopló el polvo del gran interruptor y cuidadosamente lo bajó hasta hacer el contacto. Sonaron los terminales, y en algunas ventanas del galpón apareció la luz.

— Bueno, llegó la civilización. — Fedorchuk se alegraba con cada pequeño detalle, como un niño que hubiera encontrado un juguete olvidado. — Bueno, yo encuentro todo en orden. Tomen las llaves. Terminen de arreglar todo, si pueden, yo me despido. El jefe y yo tenemos planes para la noche. —

— Van a agarrar bandidos? — bromeó Tikhon.

— Aquí no hay bandidos, sólo huesos de camellos, pero, a veces, hay que disparar. — respondió serio Fedorchuk. — Bueno muchachos, pórtense bien. El resto de la gente llega mañana y traerán las vituallas necesarias. Y yo necesito llegar a la ciudad antes del anochecer. —

Entró al auto y le dio al encendido, pero antes de arrancar, desde la ventanilla gritó, duro:

— Este es un lugar maldito, se los digo yo. Extraño. Pero no importa. En el día estarán bien, pero en la noche, ¡aguántense! —

Los muchachos, desde el sitio, acompañaron al auto alejándose. Pero cada uno pensó: ¿Qué quiso decir el policía, exactamente, con la última frase? ¿Estaba bromeando, o les advertía sobre algo?

— Bueno chicos, pongámonos a trabajar. — después de una pausa, Vlad tomó para si las riendas del asunto.

Los muchachos revisaron el segundo galpón, el cual se diferenciaba del primero muy poco. Empezaron con la colocación de los colchones y almohadas en las camas. Al principio bromeaban haciendo eso, pero las camas eran demasiadas y cada polvoriento colchón era más pesado que el anterior. Después Vlad propuso barrer un poco. De todas maneras, no había agua para una limpieza normal.

Cuando terminaron con el trabajo dentro de los galpones, los estudiantes colocaron los lavabos en dos planchas cerca de la cisterna y se dirigieron a la cocina. Aquí cargaron el horno de hierro con dos grandes quemadores y al lado pusieron un pequeño horno adaptado a un soporte semicircular. Desde un rincón un enorme samovar de cobre miraba a los muchachos. El samovar parecía un viejito solitario y enfermizo. El grifo remembraba una nariz torcida dirigida hacia abajo, con una boca sin dientes, con las agarraderas como orejas protuberantes, con una arrugada tapa pasada de moda. Por añadidura, a través del polvo, se veían unos ojos arrugados.

Zakolov limpió la tetera, le tapó los ojos al viejito y el samovar se alegró.

El horno y el samovar lo cargaron con madera o carbón. Tikhon estaba seguro que estos aparatos antiguos, hacía tiempo, no se utilizaban en ninguna parte y solo se podían ver en las casas de antigüedades y en los museos. Los muchachos, con tristeza, miraban los enormes accesorios de cocina, llenos de polvo. Ya todos tenían hambre.

— Hoy no utilizaremos esto. — Vlad expresó el estado de ánimo general.

— Cenaremos con los enlatados y el agua para el té, la calentaremos con la resistencia. —

Oscureció rápidamente. Tikhon prendió la luz. Sobre la mesa, a cielo abierto, solo se encendió un bombillo.

Los muchachos se sentaron a la mesa que ya habían limpiado. Y enseguida descubrieron que una nube de mosquitos revoloteaba en la luz del bombillo. Parecía que el bombillo servía como faro y señal para la reunión de los mosquitos de la zona. Los zancudos formaban grandes nubes que parcialmente tapaban la luz.

Zakolov trató de apartar, con las palmas de las manos, los molestos zancudos. Esto no tuvo ningún efecto. La mano sentía la resistencia, no solamente del aire, sino de una gruesa masa que se movía. Tikhon nunca había visto una reunión tan densa de mosquitos. Quizás estos mosquitos nunca habían visto una luz artificial y venían solamente por curiosidad. No, moviéndose por instinto, muchos de ellos iban alegremente hacia los dorsos de las manos y rostros de los muchachos.

— Vienen de los campos de arroz. Allá todo está inundado y en el verano se reproducen — Tikhon sacó la triste conclusión. — Como haremos con ellos?

Levantó la taza de hierro con té caliente. En el té ya nadaban algunos mosquitos, y en la superficie ya se apilonaban decenas de sus compañeros. A todos los atraía el líquido dulce y caliente, como si quisieran zambullirse allí. Y así, los tontos zancudos caían, uno tras otro, dentro de la taza y se quedaban ahí, sin importarles el desesperado pataleo.

— Esto ya no es té, es una sopa. — se quejó Zakolov y apartó la taza.

Cientos de zancudos zumbaban, en un tono agudo y antipático. De repente, Zakolov, a través de ese zumbido, escuchó una suave e insinuante voz:

— Hola, Tikhon. —

Zakolov se estremeció. Vlad y Stas, sentados enfrente, estaban concentrados, con sus tenedores, en la lata de conserva. Era evidente que ellos no habían escuchado nada.

A Tikhon le pareció que la voz vino de atrás, a su espalda. Cuidadosamente se volteó, pero no vio a nadie. La escuálida luz del bombillo sucio no iba muy lejos en esa noche negra. ¿Se lo habría imaginado?

— Bienvenido a la estepa — de nuevo se escuchó la desagradable voz.

Tikhon recordó las palabras del sargento acerca del brujo y le dio escalofrío. Pero esta vez los hermanos si escucharon y dejaron de masticar. Con las bocas abiertas, trataron de ver de dónde venía la voz.

CAPITULO 13

¿Dónde está Fedorchuk?

Bueno, ¿dónde se habrá metido Fedorchuk?, sentado en su oficina, ya estaba disgustado el mayor Petelin. El vicerrector del instituto había pedido que llevaran los estudiantes al koljoz, comprobar que allá, todo estuviera bien y, en general, hacerlo como todos los años. Fedorchuk hizo lo que tenía que hacer allá y al regreso, se fue a pasear? Ya son las diez y ni el sargento ni el carro están aquí. Y él sabe, coño, que hoy en la noche tienen que ir a cazar saigas. ¡Ya antes nos habíamos puesto de acuerdo! Y ya el mayor tenía su botella preparada, y no una blanca cualquiera, la propia coloreada, ¡“La Cazadora”! La que no se consigue, la que pica en la garganta, la que calienta en el frío y lo más importante, ¡mejor nombre no puede tener!

¿Nos echamos una copita ahorita?, pensó el cansado mayor. No, esta botella hay que dejarla para el comienzo de la caza. Cuando apenas sales a la estepa nocturna, abres cualquier vidrio del “UAZ”, cargas el arma, sientes las vigorizantes puntadas de la emoción, y es en ese momento que hay que echarse un palito, para calentarse y para tener suerte en la caza. Después prendes la luz alta, y adelante, a la estepa abierta, a perseguir los saigas.

Ahora hay bastantes. Acumularon grasa en el verano, preparándose para el invierno. En este momento su carne es más jugosa. Lo más importante es lo rápido que hay que encontrar la manada, mientras tienes el entusiasmo y el ánimo, que están a su máximo. Y cuando ves a los gordos antílopes de la estepa, aceleras la máquina y ¡a la persecución! Esos muérganos con cuernos, pueden correr a setenta kilómetros por hora, pero nuestro “UAZ” puede ir a cien. Y no les dura el aire para respirar. El hierro con gasolina es más fuerte que cualquier bestia.

¡Y aquí está el rifle! Ya cargado. Y me llevo las pistolas, por si acaso. Lástima que no tenemos una carabina y mucho menos un fusil automático, como los militares. Y con un automático, cuantos goles no marcaríamos ¡Sin mucho esfuerzo!

Pero con un automático no es interesante. Ves la manada, te paras en el medio de la estepa y le das para todos lados. Las balas son suficientes. Esto es una satisfacción, pero para tenienticos nuevos. ¡En el momento de la caza todo el gusto está en la persecución! Cuando ves, ante ti, como parpadean esos traseros grasientos a la luz de los faros. El carro lo tiras por los mogotes, los saigas saltan, y es necesario saber tener los saltarines en la mira y poner el proyectil en el blanco. No es lo mismo estar en la galería de tiro y darle a un blanco fijo.

Pero el mayor tiene una gran experiencia en esa caza. Habrá presas.

Petelin se imagina claramente, frente a sus ojos, las chispas de ese fuego emocionante, y en su garganta, el gusto de la bebida vigorizante en el aire fresco. Epa! ¿Qué voy a esperar? La “Rusa” blanca, que compramos esta mañana junto con la carne, se puede descorchar ahora.

Viktor Petrovich sacó de su maletín la botella de vodka, le quitó, con los dedos, la fácil tapa que tiene una “lengüita”, ya que en los últimos tiempos, la fábrica ha empezado a economizar en esas tapas. Se sirvió dos tercios de un vaso. Se contuvo: “Por ahora está bien”.

Lentamente, en varios tragos, bebió el agradable líquido. El policía metió la mano en el maletín y sacó, envuelto en periódico, un tomate grande, del tipo “Corazón de buey”. Mordió la jugosa pulpa roja y el mayor, con satisfacción, se dijo: al menos algo bueno crece en este infierno kazajo. Ni por el carrizo se dan los pepinos, no importa cuánto los riegues, las hojas se ponen amarillas y se caen. Y los frutos se doblan ya temprano. Pero los tomates parece que aman el sol. Mira que gordos salen, carnosos y enormes. Más de medio kilo llegan a pesar. Lástima que no se puede echarles sal.

Las patillas también crecen aquí, y los melones. El mayor recordó algo. Sería bueno mandar a Fedorchuk a un koljoz, para que traiga melones. Ahora ya maduraron, se pusieron amarillos, las cáscaras ya se cubrieron de venitas y ya se siente el aroma. Claro, no estamos en Uzbekistán y los melones no son de aquel tipo, no tan jugosos, pero son gratis y hasta un quintal se puede recoger.

¿Pero dónde está Fedorchuk con el carro? Ya empieza la noche y es el momento apropiado para salir a buscar esa carne tonta que está saltando en cuatro patas.

¿Cuántos saigas debemos cazar hoy? Cinco serían suficientes. Uno para mí, uno para Fedorchuk, un tercero para los muchachos de la comisaría. El cuarto, probablemente se lo doy al procurador. Claro, ellos podrían cazar los suyos, pero hay que mostrar cierto respeto, trabajamos juntos, tenemos un objetivo común. Hay que darles un macho, robusto, con cuernos largos.

Los militares aman esos cuernos que rompen cráneos, para ponerles barniz y ponerlos en cualquier placa de madera tallada. Entre los soldados hay bastantes que pueden hacerlo muy bien y los ponen bonitos. Y después esos oficiales se regalan, entre ellos, esas producciones de arte, fanfarroneando y bromeando. Viktor Petrovich tiene, por supuesto, de esos cuernos. Ahí, en la entrada de la oficina, tiene unos colgados. Es cómodo colgar la gorra ahí, inclusive lanzarla desde algunos metros.

Y la quinta pieza de la “compra”, se la llevamos a Kupchikha, Petelin pensó saboreándose. Esta kazaja Kupchikha, que vivaracha que es, vende vino y vodka tarde en la noche. Claro, todos los desvelados de la ciudad van para allá. No importa que quede a cuatro kilómetros, de todas maneras, van. ¿Y donde más puedes comprar? Los almacenes cierran a las ocho y los restaurantes a las once. Y en los almacenes no siempre hay vodka. Donde Kupchikha siempre hay, más cara, por supuesto. Eso es, la quinta saiga se la llevamos cuando volvamos en la mañana. Sería bueno que la saiguita sea joven, para que la carne sea más tierna. Y allá desayunamos. La diligente Kupchikha nos escogerá el filete más tierno y nos lo asará ahí mismo en el patio.

El mayor cerró los ojos y se imaginó un colorido acorde final en la suite de nombre “Caza de los saigas”. El olor de la carne sangrienta asada en un fuego vivo, en un aire matinal lleno de vida, multiplicador de un ya existente apetito de fiera, después de una noche movida, y con una buena vodkita.

¿Qué más hace falta a un tipo cansado, de regreso a su hogar con una buena producción?

“Pero donde diablos está Fedorchuk?” — de nuevo se disgustó Petelin y se sirvió otro medio vaso de vodka. La mitad del gran tomate rojo, carnoso y jugoso, resaltaba en la mesa. Bueno, vamos a terminar de comerlo, pensó Viktor Petrovich, levantando el vaso hacia sus labios.

De repente, la puerta de la oficina se abrió y en el umbral apareció Fedorchuk. Su mano derecha, pegada al pecho, estaba cubierta por un trapo grande y sucio.

— Dónde estabas? — de mal humor y sorprendido, gritó el mayor.

— Mire! ¿Para qué le cuento?! — indignado, el sargento levantó la mano izquierda.

— No. Cuenta! ¡Cuenta! — gruñó Petelin. Ya terminaba de comerse los restos del tomate. — Cuenta con detalles. —

— Mire! Le estoy diciendo. — Fedorchuk trató de concentrarse. — Derechito por la estepa regresaba. Todo iba normal, pero cuando doblé en la línea del tren apareció un pedazo de hierro grande, no lo pude evitar y le di. De algún tren se cayó, o de un tractor. Bueno, se metió bajo el carro cerca de la rueda y la trancó. Levanté el carro con el gato y traté de quitar la rueda. No pude, coño. Y usted sabe que no tenemos herramientas. Metí las dos manos y traté de sacar el pedazo de hierro con toda la fuerza. El carro se balanceó hacia mi lado, el gato voló, la rueda se rompió y ¡la palanca del gato me dio con fuerza en la mano! Mire. —

El sargento levantó el trapo sucio y mostró la mano.

— El hierro ese me rasgó la palma de la mano hasta el hueso. Y lo peor, por añadidura, es que no podía sacar la mano de debajo del carro. Y siquiera hubiera pasado un tipo por ahí, pero usted sabe, el desierto… Yo grité y grité, y empecé a excavar debajo de la mano. Al fin la saqué y mientras la limpiaba, afortunadamente tenía agua en el carro, pensaba como iba a levantarlo. El gato se había quedado debajo. Me traje el carro así, varias horas, la mano me duele mucho. Vine directo para acá. —

— Siempre te pasa algo. — murmuró el mayor. — Tenemos que irnos para la caza. —

— ¿Cual caza, camarada mayor? Me gustaría, pero tengo que ir al hospital. Es una herida seria en la mano. Mire, — Fedorchuk dio un paso hacia la mesa, se quitó el trapo otra vez y le puso al mayor la mano frente a la cara.

— Aparta esa mano. — arrugó la cara Petelin. — Tú eres el que siempre me llevas. ¡No se puede confiar en nadie! — El mayor miró la botella y se suavizó. — Tómate un trago y ve para el médico. —

El jefe y el subalterno se bebieron el resto del vodka. Petelin sacó otro tomate grande del maletín y lo cortó por la mitad.

— Come. — le alcanzó el fruto rojo a Fedorchuk. — Quedó bastante gasolina? ¿No nos pasamos del límite? —

— Hoy es primero de septiembre. Empieza un nuevo mes y tenemos un nuevo límite. En el tanque hay bastante. —

— Ya septiembre. — dijo, pensativo, Petelin e hizo un gesto hacia la mesa. — Déjame las llaves. —

El sargento puso las llaves en la mesa y preguntó, temeroso:

— Puedo irme? —

— Vete. —

Viktor Petrovich no quería, absolutamente, cambiar sus planes. Especialmente había dormido más que de costumbre, agarró todo lo que necesitaba, llegó a la oficina después de almuerzo, en traje de campaña, por cierto, nuevo. Con el intendente hizo un trueque por ancas de saiga. ¡Y el día siguiente lo tenía libre! Si no era esta noche, ¿cuándo tendría otra oportunidad así?

CAPITULO 14

Hassim. El escape desde China

Hassim, enseguida, tomó muy en serio las palabras del pequeño Shao, acerca del peligro que corría la caravana. El viejo Zhun ya le había advertido sobre algo semejante. El negocio con la pólvora se había hecho y engañar o mentir al experimentado comerciante chino no era posible.

Hacía muy poco que los chinos se habían liberado del poder de los mongoles y los habían expulsado al norte de la gran muralla. Durante muchos siglos la amenaza al imperio celestial vino de allá. Pero ahora, toda China miraba con preocupación hacia el occidente.

Allá había tomado fuerza el despiadado Tamerlán, y nadie sabía hacia donde dirigiría sus ejércitos la próxima vez. Desde tiempos antiguos los gobernantes de un país trataban de conseguir información de las ciudades y países vecinos a través de los comerciantes que transitaban sus tierras. Y frecuentemente, los datos obtenidos los utilizaban para conseguir pérfidos fines militares. Por eso, los poderes de todos los países se relacionaban con los comerciantes extranjeros de una manera cautelosa, sospechando siempre que eran espías.

Hassim sabía perfectamente como una noche, en la ciudad de Otrar, destrozaron una caravana que venía del país de Gengis Kan, considerándolos exploradores enemigos. En ese tiempo, en Asia central, todavía no sabían quién era ese kan Gengis, y pensaron que, de esa manera, lo iban a asustar. Pero eso solo hizo que Gengis se enojara a nivel de ira, y pronto todo Otrar fue cubierto en la sangre de miles de sus habitantes.

Por un momento, Hassim apartó sus pensamientos de preocupación y cariñosamente miró a su camella Shikha resucitada. Que milagro la salvó? El mismo había visto como ella había expirado. Y ahí está ella ahora, llena de fuerza. Solo la lana en las jorobas se encaneció.

El todopoderoso le da, otra vez, una buena señal. En una larga caminata, un camello más, nunca sobra.

Shikha miraba a lo lejos, hacia allá, de donde acababa de llegar junto con Shao. A Hassim le pareció, con asombro, que la mirada de Shikha, normalmente apática e indiferente como en todos los camellos de carga, ahora era aguda y de preocupación. ¿Solo le pareció?

Amanecía. El sol se levantaba sobre el valle. Shaken, el jefe de seguridad, intranquilo por las palabras del chino, ya había dispuesto la preparación rápida para el camino. Había que partir rápido, antes que aparecieran los perseguidores. Pronto estuvo lista la caravana para partir. Mientras esperaban, Shaken observaba a Hassim.

En esos momentos, Hassim siempre recordaba el dicho chino: Inclusive, un camino de mil millas comienza con el primer paso. ¿Cuantos pasos de esos ya había hecho él? Esta vez Hassim decidió quedarse al final de la caravana, para ser el primero para ver la posibilidad del peligro.

Todos esperaban su señal. Shikha estaba a su lado. “Oh, todopoderoso Alá danos la fortuna de salir con bien de China”, pidió en voz baja el comerciante.

Él quiso dar la orden de partida al principal conductor de la caravana, pero en ese momento, Shikha, emitió un quejido que le venía de las entrañas. Ella nunca se había quejado de esa manera. Hassim se volteó. Mirándolo fijamente estaban los grandes ojos preocupados de la camella. De nuevo hizo su extraño quejido y dirigió su cabeza hacia el lado de las montañas. A Hassim le pareció que ella quería decirle algo.

¡El mudo animal trataba de explicarle algo!

Shikha, de nuevo, lo miró particularmente, y de repente, Hassim, olvidándose de las preocupaciones, inmediatamente se sintió muy tranquilo y como si no estuviera en una tierra extranjera peligrosa, sino en su hogar. La camella se volteó y rápidamente se fue caminando hacia las montañas, moviendo las inusuales jorobas. Se alejó sin mirar hacia atrás. Hassim se le quedó mirando, y sin darse cuenta, hizo la señal para que la caravana la siguiera.

El camino trillado tomado por muchos de los caravaneros era por la llanura a lo largo del río. Ahí estaban los pueblos conocidos de Hassim, donde era posible conseguir comida, descansar y conocer las últimas noticias. Más adelante donde el río hacía una curva fuerte había un puente, el cual utilizaban todos los viajeros. ¿No fue de este puente que advirtió Shao? Puede ser que los chinos pensaran que el extranjero Hassim quisiera volar ese puente. Entonces, justo por este camino, los ejércitos chinos iban a perseguir la caravana.

Pero Shikha escogió otro camino; por los pasos montañeros. Por ahí, las caravanas comerciales nunca iban. Hassim no conocía este camino, pero cuando él ordenó a la caravana seguir a Shikha en dirección a la montaña, estaba inusualmente tranquilo y seguro de haber tomado el camino correcto.

Después de algunas horas, la caravana ya subía por la serpentina de la montaña. En una de las curvas, Hassim, como iba de último, miró hacia atrás. Abajo se abría la llanura que hacía poco habían abandonado. En ese lugar ya amanecía, y el conjunto de fogatas apagadas mostraba donde acampó el ejército de jinetes armados. El sol brillaba en sus cascos. Hassim dedujo que estos eran los perseguidores. Ya los caballos estaban listos y entonces los jinetes se lanzaron al galope, hacia el oeste, por el camino caravanero principal.

Rápidamente, Hassim se escondió tras un peñasco, cuidándose de que los chinos no vieran su pequeña silueta.

CAPITULO 15

Encuentro con el brujo

Los hermanos Peregudov, tensos, miraban hacia la oscuridad, sin importarles las picadas de los zancudos. Era obvio que la desagradable y extraña voz los había asustado mucho.

En ese momento, la negra neblina homogénea se puso en movimiento. Algo en ella se balanceo y a la luz, sin hacer ruido, apareció una figura oscura. El aparecido estaba vestido con una burda chaqueta acolchada y abierta, y sobre la cabeza un feo y grande sombrero de fieltro, terminado en punta, y cuya visera le oscurecía el rostro.

El primer pensamiento de Zakolov fue: ¿este es el famoso brujo? ¿Pero como supo mi nombre?

El desconocido se acercó, la sombra en la cara disminuyó y a la luz se mostró un rostro plano, con ojos rasgados y una sonrisa tímida.

No, pensó Tikhon, el brujo debe ser viejo y este, aunque está vestido extrañamente, es joven y sin barba. ¡Espera! A Tikhon le parecieron unos rasgos conocidos en el rostro kazajo. En alguna parte, él ya había visto esa sonrisa tímida, también, saliendo misteriosamente de la oscuridad.

— Soy yo, Murat. — se presentó el desconocido y sonrió más abiertamente.

— Murat?! — Tikhon reconoció al muchacho, el cual había encontrado hacía un año, en el patio del instituto. — Que estás haciendo aquí? —

— Yo vivo aquí, con mi abuelo. — Murat señaló hacia el lado donde estaba la choza.

— Ah, ¿tu abuelo es el brujo? — Tikhon preguntó, en voz baja.

— Que brujo nada. — se ofendió Murat. — Es un anciano sabio, ha vivido mucho, sabe mucho y a veces predice el futuro. Por eso es que la gente lo llama brujo. Pero entre nosotros, los kazajos, el nombre shaman se considera honorable. — Murat respiró hondo y agregó. — Es verdad que con frecuencia lo llaman brujo. —

— Predice el futuro? — preguntó, asombrado, Vlad.

— En eso no hay nada sobrenatural. El entiende las leyes de la naturaleza y la esencia del ser humano, y sobre esta base, saca sus conclusiones. Eso asusta a la gente bruta, pero ustedes son inteligentes, ¿no? En la entonación se sintió lo retórico de la pregunta.

Los muchachos asintieron inseguros. Zakolov estaba convencido de que, en la vida normal, los brujos no existían. Pero aquí, en el medio de esta estepa salvaje, no había visto nada normal, hasta ahora.

— A propósito, el abuelo los invita a la casa. — dijo Murat. — Vine para eso. —

— ¿Nos invita?, ¿a nosotros? — asombrado y cauteloso, preguntó Vlad.

— Si, vamos. Aquí se los van a comer los zancudos. En la choza no hay. —

Los hermanos Peregudov se miraron inseguros.

— Vamos. — se animó Tikhon. Los insistentes insectos lo tenían fastidiado.

Sin apuro, los muchachos se levantaron y silenciosamente siguieron a Murat. Cuando abandonaron el cono de luz, la oscuridad era total. Los estudiantes iban mirando al suelo con atención, para no tropezarse en ese camino desconocido. Solo Murat caminaba seguro y rápido. De vez en cuando, él se detenía para esperarlos.

Cerca de la choza se detuvieron. Aquí no llegaba ninguna luz artificial, y solo el brillo de las estrellas y el comienzo de cuarto creciente, permitían diferenciar el contorno de los objetos. Cerca de la entrada de la choza, en una pequeña estufa parpadeaban unos carbones apagándose. Hacia un lado se veían las siluetas de dos camellos grandes. Si estaban parados sin moverse, Tikhon no podía notarlo.

— Llegamos. — dijo, deteniéndose, Murat.

A Zakolov le pareció que la determinación, con la cual los había invitado, desapareció. En ese momento, en alguna parte, lejos, en la estepa, se sintió un aullido lastimero. Los camellos voltearon las cabezas en dirección del aullido y se quedaron quietos.

— Que es eso? — Vlad se estremeció.

— La estepa. — Murat lo dijo como si estuviera hablando de alguien vivo. Volteó y miró hacia la oscuridad. Después se dirigió a la choza a grandes zancadas. — El abuelo espera. —

Murat apartó una gruesa cortina de fieltro, la cual cerraba la entrada de la choza y entró. Los muchachos lo siguieron y entraron uno por uno.

La choza estaba iluminada por una lámpara pequeña de kerosén. El piso de la entrada tenía un felpudo y el resto del lugar estaba cubierto por alfombras variadas. Al lado de la pared lejana, frente a la puerta, en almohadones estaba sentado el viejo con su barba canosa, triangular y terminada en punta. Estaba vestido con una bata ancha, con filigranas, pero de colores suaves, y con un gorro pequeño, algo maltratado. Algo en el amplio rostro le pareció extraño a Tikhon, pero mirarlo fijamente era incómodo.

— Abuelo, traje a los estudiantes. — avisó Murat.

— Salam aleikum. — y tres veces el anciano inclinó la cabeza.

— Buenas noches. — los muchachos respondieron con deferencia.

— Pasen, siéntense. — propuso Murat, mirando al anciano, y les mostró las almohadas, que estaban colocadas alrededor de una vasija plana tapada con un paño sencillo. — Este es mi abuelo, se llama Bekbulat. —

Murat se quitó los zapatos. Lo mismo hicieron los muchachos. Cuidadosamente se fueron caminando hacia la alfombra y se sentaron en las almohadas dispuestas en forma circular. Murat presentó a Tikhon y miró interrogativamente a los gemelos. Vlas y Stas dijeron sus nombres, mirando con aprehensión, al anciano. Tikhon resultó al lado del dueño de la choza. El observó la posición de las piernas del viejo kazajo y trató de sentarse de la misma manera. Las rodillas se separaron, y al cabo de cierto tiempo la ingle le empezó a doler por la posición no acostumbrada. Los hermanos también trataron de sentarse de la misma manera, pero después no aguantaron.

El anciano destapó la vasija que estaba en el centro y, con un gesto, invitó a los muchachos a comer. La choza se llenó de un denso aroma de arroz caliente aderezado con especias. Primero fue el viejo que agarró una cuchara y tomó arroz de la vasija. Uno por uno, los muchachos tomaron sus cucharas y empezaron a comer. El arroz desmenuzado mantenía los diferentes sabores y un ligero olor de las brasas quemadas. Comieron en silencio. Los hermanos dijeron algunas palabras elogiosas sobre lo sabroso de la comida, pero el anciano sabio solo asintió con la cabeza y no dijo nada. De reojo, Tikhon miró al brujo del lugar, quien estaba sentado a su lado, pero solo vio una mejilla grande que escondía la nariz y los ojos.

Cuando el propietario de la choza terminó de comer y colocó la cuchara, Murat recogió la vasija vacía. En su lugar colocó cinco tazas iguales sin asas y una tetera grande de porcelana. Bekbulat miraba los movimientos del nieto y, una vez, asintió de manera discreta. Parecía que, bebiendo té, si se podía charlar.

Zakolov buscó un pañuelo en su bolsillo, para limpiarse los labios, pero sus dedos notaron el papel con el dibujo, que le había dado Anatoli Kolesnikov. De repente le vino la idea de preguntarle al anciano sobre el dibujo. Seguramente le gustará mostrar sus conocimientos del lugar.

— Abuelo Bekbulat, ¿usted no sabrá, por casualidad, donde está este lugar? — preguntó Tikhon y le dio al viejo el dibujo donde estaba el río, la cruz y los camellos.

El brujo tomó el papel, lo miró con atención y se quedó callado. El silencio duró largo rato. Tikhon pensó que el anciano no entendió el dibujo y le daba pena preguntar.

— Esa culebra es el río Sir Daria — explicó, acercándose al viejo, y pasando el dedo a lo largo de la línea curveada. Después mostró la cruz y preguntó: — Donde puede estar este lugar? ¿Usted no conoce aquí algo parecido? —

Tikhon quitó el dedo y apenas en ese momento se dio cuenta de que la crucecita tenía un trazo vertical más largo y por eso parecía la representación de un símbolo fúnebre. Zakolov se sintió incómodo por lo negligente del dibujo.

Ya no se sintió bien y se apartó, tratando de pasar desapercibido.

Bekbulat apartó la vista del dibujo y lentamente dirigió su rostro hacia Tikhon. Los párpados grandes de pestañas cortas casi escondían los ojos completamente dejando, apenas, unas delgadas rendijas oscuras. De repente esos ojos brillaron y el brujo dirigió una mirada penetrante al rostro de Zakolov. Dio la sensación de que la luz no se reflejaba en los ojos oscuros del sabio anciano, sino que brillaban desde adentro. Pero no fue eso lo que más golpeó a Tikhon. Sino que, bajo los ojos del viejo, allí, donde debía comenzar la nariz, se levantaba como una especie de gancho. Bajo él, había dos huecos feos. Nariz, como tal, no había. En su lugar, se veía una piel morada con cicatrices burdas.

Involuntariamente, Zakolov apartó la vista. Por esos detalles el rostro del viejo se veía perverso y provocaba miedo. No es extraño que lo consideren brujo, pensó Tikhon y trató de apartarse sin que se notara.

— Quien hizo el dibujo? — claramente preguntó el anciano.

— Un amigo. Pero eso no importa. — se apresuró a responder Tikhon. — Simplemente queremos buscar este lugar. —

— Para qué? — preguntó el brujo.

— Como decirle? — Zakolov trató de mirar a otra parte, pero los feos huecos y los ojos penetrantes del viejo se clavaron como arpones en su cara. Solo en este momento Tikhon consideró: Por qué Anatoli, que lo que es, es un comerciante, tiene interés en esta búsqueda? Para Tikhon, el dibujo y el mapa se veían como condiciones de un problema lógico interesante, que necesitaba una solución no standard. Y recordó que Anatoli habló de un camello particular. Había que explicarle eso al viejo. — Es posible que este lugar tenga algún interés desde el punto de vista de la arqueología o la paleontología. Queremos cavar ahí, simplemente. —

Tikhon sonrió afablemente, pero sus palabras no tranquilizaron al anciano. El brujo otra vez movió los ojos perturbado y se dirigió a Murat en kazajo.

— Mi abuelo pregunta que es paleontología. ¿Como explicarle mejor? — Murat tradujo la pregunta.

Tikhon trato de responder con palabras sencillas:

— Bueno, eso es cuando se buscan huesos y cráneos de hombres o animales que murieron y, a través de ellos, determinar, quien era, como murió y cuando sucedió. —

Bekbulat midió a Zakolov con la misma mirada penetrante, pero esta vez abarcó toda su fisonomía, como para recordar muy bien a la nueva persona. Después el sabio anciano devolvió el papel con el dibujo y medio afirmando, medio preguntando, dijo:

— Tu nombre es Tikhon? —

— Sí. —

— Vamos a beber té. — propuso Bekbulat y no dijo nada sobre el dibujo.

Murat llenó las tazas con té verde aromático. Afuera se escuchó un apagado, pero bien diferenciado grito, parecido a un aullido. Este era muy parecido al que los muchachos habían escuchado antes de entrar a la choza. Era alargado, monótono e inexplicablemente alarmado.

— Shikha. — se hizo escuchar Bekbulat.

— Shikha? — se asombró Murat. — Ella? —

— Sí. — confirmó el viejo. — Volvió. —

— Quien es Shikha? — Tikhon preguntó cautelosamente.

— Una camella salvaje. — respondió Murat, y dirigiéndose al viejo: — Cuéntales, abuelo. —

Sin apurarse, Bekbulat sopló en la taza, que sostenía entre sus manos trenzadas, cuidadosamente bebió un trago, y comenzó:

— El año pasado, ella me robó a Baraz, el camello más fuerte. Después Baraz volvió, pero enseguida murió. Shikha tomó toda su fuerza. Así ha sucedido desde tiempos inmemoriales. Ella siempre hace eso. Ahora ella debe tener un cachorro, la nueva Shikha. Ella la llevó a la tierra de sus antepasados. Yo sabía que iba a volver pronto. —

— Y por qué grita? — se interesó Tikhon.

— Si Shikha grita, eso es malo. Algo no le gusta, no le gusta nada. — dijo el viejo, y en su feo rostro había una clara preocupación.

CAPITULO 16

La cacería de saigas

En vez de Fedorchuk, ¿a quién llevo para la cacería?, pensó el mayor. ¿Puede ser el vecino, el profesor del instituto? Él no sabe disparar, pero puede conducir el carro y no va a despreciar un pedazo de carne gratis. Y a él lo que le hace falta es un chofer. Nos vamos con él y le hablamos para que no se duerma, decidió el mayor.

Petelin agarró el rifle, el bolso con los pasapalos y municiones, y se montó en el auto. Alejándose, apurado, de la comisaría, notó que alguien venía, por el camino solitario en la dirección contraria, y era el teniente Martynov. El freno chirrió.

— Martynov, para dónde vas? — Petelin le gritó, saliendo del carro.

— A la comisaría, camarada mayor. Estoy de guardia. — Martynov le respondió sin dudar. — Evteev y yo fuimos al parque infantil. Los vecinos nos llamaron para decirnos que había unos muchachos cantando en voz alta y bebiendo licor. —

— Y entonces? —

— Le dijimos a los muchachos que tenían que salir del parque infantil, camarada mayor. Ya se fueron. Evteev se quedó allá un rato. Lo voy a dejar veinte minutos para que los bullangueros no vuelvan. —

— Muy bien. — El mayor le hace una discreta alabanza al teniente, pero pensando en lo que se le acaba de ocurrir. — Sabes? Métete al carro. Vienes conmigo. —

Martynov obedece y se sienta en el puesto del acompañante, adelante. Petelin lo mita, socarronamente, y le dice:

— Que? ¿El jefe lleva al subordinado? No, no. Agarra el volante. —

Cuando cambiaron de lugar, Petelin prendió un cigarrillo, se acomodó en el asiento y ordenó:

— Salgamos de la ciudad. —

— Llegó alguna llamada? — preguntó Martynov.

— Que llamada nada! Es algo privado. —

— Y la guardia que debo hacer? — cautelosamente le preguntó el teniente al jefe.

— Al diablo la guardia! La ciudad ya duerme. En Bagdad todo está tranquilo. — El mayor recordó una frase de una película conocida, se rio y agregó seriamente: — Hasta la mañana estás a mi disposición directa. —

Sin apuro salieron de la ciudad. No había iluminación ni otros autos.

— Que te pasa? ¿Estás paseando como viejito en el parque? ¡Dale! ¿Quién nos detiene? — Petelin ordenó.

Martynov subió la velocidad. El “UAZ” pasó la estación del tren Tiura-Tam y se lanzó al camino desértico en la oscuridad total.

— Adónde vamos? — preguntó el teniente.

— Como que adonde? ¿No te dije? — dijo, sinceramente, el mayor. — A la cacería de saigas! Epa! Tú todavía no has estado en esa actividad tan importante. ¡De lo que te has perdido! Pero hoy te voy a bautizar en las delicias de esa acción peligrosa. Esto es un asunto solo para hombres. ¿Te imaginas? Tú y la fiera, y nadie más, ¿quién gana? —

El teniente miró de reojo al asiento de atrás. Ahí estaba el rifle.

— Nosotros, claro, tenemos un arma. — respondió a la pregunta retórica.

— Eso es. La bestia también tiene unos cuernos afilados y patas rápidas. Y aquí viene la emoción, la persecución, los disparos. Yo que te lo digo, en el momento de la caza, te sientes un verdadero macho. ¡El proveedor, como en la antigüedad! Y más aún, sabes, que agradable es, después de la caza, relajarse y saciarse con la presa, la cual, con tus propias manos se la quitaste a la naturaleza salvaje. —

Así rodaron un tiempo más por el camino desértico. Hasta que Petelin, mirando a los lados, ordenó:

— Ya! ¡Cruza! —

— Hacia dónde? — pregunto Martynov, sin ver ninguna vuelta.

— Para allá. Derecho a la estepa. — El mayor movía la mano de manera imprecisa.

El “UAZ” salió del camino trillado y se hundió en la estepa nocturna, a veces, saltando por los mogotes. Petelin le dio instrucciones:

— Ahora, no corras. Ve derecho cinco kilómetros, y ahí te detienes. No pongas la luz alta, asustas a las bestias. —

Cuando recorrió la distancia, Martynov detuvo el auto.

— Apaga el motor y la luz. — ordenó Petelin. — Ahora comienza lo más interesante. —

Martynov apagó todo. La oscuridad y el silencio se hicieron totales en el auto. Petelin esperó hasta que los ojos se acostumbraran a la oscuridad y los oídos al silencio.

— Ahora, para comenzar, vamos a calentarnos un poquito. Pásame el bolso. —

— Viktor Petrovich, y como se puede cazar en la oscuridad? — preguntó Martynov mientras alcanzaba el bolso desde el asiento de atrás.

— Ahh. Pronto vas a ver. — Sonrió Petelin. El papel del experimentado le empezaba a gustar. — Te explicaré todo en la práctica. Primero, unos pasapalos. Mira lo que traje. —

Petelin alcanzó la apreciada botella “La Cazadora” y sirvió la mitad del contenido en dos tazas metálicas.

— Pero yo estoy manejando. — dijo el teniente, inseguro.

— Y yo estoy cazando! — Se carcajeó el mayor. — Asustado? Esta es una dosis infantil. Y también es una parte del ritual. Nosotros somos la policía. Representantes del poder. Quien nos va a decir algo. —

Y bebieron.

— Amarga, ¿no? Adentro se siente buena. — Petelin alabó la bebida. — Sírvete, toma, come, de lo que encuentres. — él desenvolvió algunos paquetes. — Mira, salchichón casero. Mi mujer lo preparó. También hay cebolla. Mira Andrei, debes reunirte con el grupo más frecuentemente. No solamente en el servicio, sino como ahora, para festejar. Hay que conocerse con todos. Sin eso no hay nada. —

— Por qué me dice eso Viktor Petrovich? Yo no estoy en contra. — Martynov sentía los efectos del fuerte alcohol y comía con apetito.

— Recuerdas cuando te puse la tercera estrella de teniente? Utilicé aquel caso, el año pasado, de las estudiantes ahorcadas, y declaré a tu favor, porque hiciste muy buen trabajo. Varias veces llamé a los superiores para que no olvidaran sobre tus servicios. ¿Te imaginas si yo no hubiera intervenido por ti y te hubieran olvidado?

— Ehh.., Viktor Petrovich… Yo… entiendo. Muchas gracias. — Martynov, con un pedazo de pan en la boca, miró fijamente a su superior.

— En ese momento toda la gloria fue para ti… Lástima que yo estuviera de permiso. — El mayor exhaló con tristeza. — Pero ahora no se trata de eso. Ahora somos uno. ¿Verdad? —

— Claro. — asintió el teniente.

— Bueno. Otro palito. — el mayor vertió el resto de la bebida en las tazas. — Por qué cosa brindamos? —

Andrei Martynov pensó, y con un poco de vergüenza, dijo:

— Viktor Petrovich, brindemos por que se cumplan nuestros deseos. —

— Eso es brindis de mujeres. Las mujeres siempre sueñan, miran para el techo y sueñan. Para el hombre, un deseo es una meta. Y uno tiene que alcanzarla. Nosotros no tenemos tiempo de soñar. ¡Hay que agarrar el toro por los cuernos! O la ternera por la cintura. — Petelin se carcajeó por la ocurrencia, se secó los ojos y, ya más serio, dijo: — Y tú, ¿que deseos tienes? —

— Bueno… yo… — Andrei murmuró tímidamente. — Yo quisiera tener un deseo y que se cumpliera, como en los cuentos. —

— Y hablas como en los cuentos. — el mayor se sonrió, pero en la oscuridad su sonrisa ebria no se notó. — Brindemos por eso. —

Chocaron las tazas y bebieron. Ese último trago no le cayó bien al mayor. La cabeza le dio vueltas, se sintió apretado, soltó los botones en el pecho y salió del auto. El aire fresco alivió, agradablemente, su cuerpo sudoroso.

— Ya me siento bien, Andrei. — Petelin bostezó. — Epa, no nos podemos quedar dormidos. ¡Hay que ir a la pelea! Vamos a quitar el parabrisas.

Juntos destornillaron los tornillos que sostenían el marco del parabrisas. En ese momento, desde la oscuridad, se oyó un aullido profundo. Era desagradable y atemorizador.

— Que es eso? — suavemente preguntó Andrei, manteniendo la mano en alto como si dijera: “presente”.

— Quien coño sabe, — respondió Petelin, después de pensarlo un poco. — Pero no parece que fuera un lobo. Puede ser lejos y cerca. En la noche uno se confunde.

— Pero aquí hay lobos? — se sorprendió Andrei.

— Pues claro! Alguien tiene que perseguir a los saigas para que no engorden. ¡Espera! — El mayor levantó un dedo y puso atención hacia la oscuridad reinante. ¿Oyes? Cascos correteando. ¿Oyes? Esos son los saigas. ¡Seguro! Están ahí. Vamos a perseguirlos. — Gritó alegre y se metió en el carro. — Pon la luz alta y corre a toda velocidad para allá! —

El mayor señaló hacia la oscuridad y puso el rifle delante de él sobre el tablero. Andrei prendió el motor y arrancó violentamente.

— Corre! ¡Corre! ¡Empieza lo más interesante! — el mayor incitaba al subalterno.

Alentado por los gritos, Andrei, obedientemente, hacía los cambios de velocidad. Lanzó el auto hacia adelante sin escoger camino. ¿Pero de cual camino pudo haberse tratado en la estepa salvaje? La máquina se sacudía en la superficie desigual, ella saltaba en los mogotes invisibles y en esos momentos, Andrei, instintivamente, quería aplicar los frenos. Pero el mayor lo alentaba con gritos emocionados:

— Pisa el acelerador hasta el fondo! ¡Alcancémoslos! —

Pequeños matorrales latigueaban la carrocería para después desaparecer bajo las ruedas. Piedrecitas golpeaban la parte baja del automóvil, los amortiguadores sufrían y el volante temblaba y hacía temblar a Andrei. El presionaba fuertemente el pedal de la gasolina, agarraba con dureza el volante y trataba, con todas sus fuerzas, de mantener el auto en línea recta. Ni siquiera trataba de esquivar mogotes y arbustos. A esa velocidad, temía no controlar el auto. Como estaban sin parabrisas, el viento, en ocasiones, era fuerte y frío y latigueaba el rostro. Las olas de aire penetraban por las mangas de la chaqueta y por cualquier abertura que hubiera en la ropa. Algunas veces le parecía a Andrei que él iba completamente desnudo. Quería cubrirse del viento y abotonarse, pero soltar los dedos del volante saltarín, no podía.

El mayor, quien ya estaba borracho, dio un grito de euforia y enseguida sonaron dos tiros. Andrei, del susto, se apartó. El auto se inclinó a la izquierda poniendo las ruedas del lado derecho en el aire.

— Mantén el volante! — gritó el mayor, disgustado. — Persíguelos. — y señaló hacia la derecha.

Y, de repente, Andrei vio, a la luz de los faros, las patas traseras de muchos animales. El rebaño de saigas estaba directamente ante él, como si el rayo de luz le mostrara el camino. Las cabezas de los saigas no se veían, solo sus patas, coronadas con gruesas ancas, que subían y bajaban, subían y bajaban. Los tontos animales ni siquiera trataban de apartarse. Estaban acostumbrados a alejarse de los peligros naturales a punta de velocidad. Pero el auto, indiferente, los alcanzó rápido.

Los innumerables guijarros que levantaban los saigas golpeaban duramente a Andrei en la cara. Cerraba los ojos llorosos e iba casi al azar.

El mayor recargó el rifle y, sin apuntar, disparó hacia adelante. Uno de los saigas, como si se hubiera tropezado, cayó de lado arrastrándose sobre la tierra y levantando una columna de polvo. El carro, con un crujido, le pasó por encima.

— No te detengas! ¡Lo recogemos después! — gritó emocionado el mayor y continuó los disparos a los animales.

El ruido de las costillas rotas bajo las ruedas le hizo sentir a Andrei algo desagradable hasta en el mismo corazón, pero él, obedientemente, continuó acelerando el auto. El carro ya había alcanzado el rebaño y, prácticamente ya iba en el medio de ellos. El aire ya estaba saturado del olor a sudor de cuero. Adelante, los animales caían, ya sea por los disparos, ya sea por el cansancio y caían dando volteretas rompiéndose el cuello. A veces bajo las ruedas. Cuantos habían caído, ya Andrei no podía decirlo. Cada obstáculo vivo y rotura de huesos le daba a Andrei un nuevo choque de dolor en las sienes.

Pero el mayor continuaba recargando el rifle y disparando.

— No hallaremos todos. Los heridos pueden irse hacia los lados. — gritó Petelin, como respondiendo la pregunta muda de Andrei.

Al mayor le pareció que solo tenía a la vista los animales pequeños y flacos. Y él quería dispararle al más grande con los cuernos largos para después fanfarronearse con sus colegas de la comisaría. Los machos fuertes debían correr a la cabeza del rebaño.

— Adelante! — continuaba gritando.

“Dios mío, que esto se termine rápido” — rezó Andrei.

Repentinamente, adelante se dispersaron los animales y, en vez, de las patas cortas saltarinas, Andrei vio algo grande y alto, mirándolo directamente a los ojos. Andrei dio un tirón a la derecha y aplicó los frenos.

En ese momento Petelin había recargado el rifle. Ya había puesto el percutor y tenía el dedo en el gatillo. La inercia lanzó a Petelin sobre Andrei. Los dedos del mayor involuntariamente se contrajeron. Y sonó el disparo.

Justo en ese momento Andrei Martynov se dio cuenta que la extraña creatura que apareció, inesperadamente, frente al auto era una camella grande cuyas jorobas blancas brillaban a la luz de los faros.

CAPITULO 17

La leyenda de Shikha

Cuando los estudiantes terminaron su té, agradecieron a Bekbulat y salieron de la choza. En la estepa ya dominaba la niebla nocturna. La oscuridad comprimía el espacio y acercaba las estrellas. Había la sensación, como si, enormes pulmones esteparios exhalaran el aire caliente más allá de los límites de la bóveda celeste nocturna y olvidaran hacer una nueva inhalación.

Tikhon miró hacia arriba y vio un cielo completamente diferente al de la ciudad. A él le pareció que aquí, el cielo era parte de una esfera que cubría el espacio de la estepa y, que las estrellas eran pequeños agujeros en ella. Era como si miles de cazadores hubieran disparado sus escopetas de dos cañones a la cúpula negra, y detrás de la cúpula hubiese una luz radiante. Y alguien, muy audaz, se las hubiera ingeniado de subir hasta allá y hubiera cortado con un cuchillito el arco de la luna, allá, en el horizonte, donde el cielo hace contacto con la estepa durmiente. Y puede ser que, saliendo de la pequeña choza, ¿cayeran en una gran choza esteparia con la cual algún gigante los hubiera cubierto y aislado de todo lo acostumbrado y del mundo conocido?

Murat se detuvo un poco con el abuelo, pero después salió para acompañar a los muchachos.

— De cuál camella hablaba Bekbulat? — le preguntó Zakolov.

— Mi abuelo me contó que su nombre es Shikha. Cada veinte años viene hacia estos lados, pare una nueva Shikha y, cuando ya ha alimentado a la cría, muere. Para el emparejamiento ella escoge al macho más fuerte, se lo lleva a la estepa y nadie puede molestar eso. Después al escogido lo encuentran muerto, y si el camello de todos modos regresa, es para acostarse y más nunca se levanta. Solo mira a la estepa abierta, hacia allá, de donde regresó, mientras no lo invade el sueño eterno. Así sucedió el año pasado, con el joven y fuerte camello del abuelo: Baraz.

— Y es que ahorita existen camellos salvajes? — preguntó Stas, asombrado.

— Con la excepción de Shikha, probablemente no. Incluso ella no es salvaje. Es muy inteligente y perspicaz, solamente vive como le parece. —

— Espera un momento. — dudó Tikhon. Algo en el cuento de Murat no le pareció lógico. — Tú dices que ella vuelve cada veinte años. Pero después de parir, ella muere. ¿Como puede volver si ya se murió? —

— Ella reencarna en su hija. —

— Vaya, vaya. — se burló Tikhon. — Todos los animales son así. Vino, se hizo preñar y parió. Después el camello se muere, significa que Shikha está infectada. ¿Por qué tu abuelo dice que ella es la misma todo el tiempo? Después de veinte años, ¿el hocico de la camella no cambia? —

— A Shikha no la confundes con nadie. Olvidé decir que ella tiene las jorobas blancas. ¡El pelo de las jorobas es absolutamente blanco! No hay otro camello así. Hace cientos de años ya la veían aquí. El abuelo del abuelo, y el abuelo del abuelo del abuelo ya hablaron de ella. —

— Cientos de años? ¿Jorobas blancas? — repreguntó Tikhon, y recordó que justamente esa camella la vio el suegro de Anatoli Kolesnikov desde el avión.

— Si! ¡Mi abuelo Bekbulat ya la ha visto tres veces! Hace cuarenta años, hace veinte y el año pasado, cuando frente a sus ojos, se llevó a Baraz. —

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