Prólogo
En la obra que se ofrece a mis lectores, se cruzan dos contextos semánticos:
el romántico y el històrico.
El aspecto romántico muestra la vida y el amor entre los protagonistas, Marisol y Rodrigo, cura católico, ambos procedentes de nobles abolengos, y su lucha por el derecho de ser felices.
Debido a muchos prejuicios sociales y dogmas de la iglesia, su amor resulta imposible en su propia patria, por eso los enamorados tienen que escapar de España y buscar su cobijo en América; sin embargo en el extranjero la vida tampoco les resulta fácil.
Tienen que acomodarse a la existencia en una tierra salvaje, sin los bienes de la civilización a los que están acostumbrados, encontrándose con envidiosos y enemigos que quieren destruir su familia; además los dos buscan un rinconcito agradable en el nuevo continente donde pudieran establecerse y hallar su felicidad, superando numerosos apuros y pasando por varias pruebas.
La trama histórica descubre la vida en España a principios del siglo XVI, o sea Siglo de Oro. Terminada la Reconquista y habiendo sido expulsados definitivamente los musulmanes, el país queda unido bajo el poder de los Reyes Católicos. Sin embargo la consolidación y prosperidad posterior de la nación, se verá acompañada por el reforzamiento de la inquisición, que perseguirá a sus adversarios sin piedad. Es precisamente por esa razón, por la que mucha gente buscó posibilidades para escapar del país dirigiéndose al Nuevo Mundo, descubierto por Cristóbal Colón a finales del siglo XV.
La llegada del Siglo de Oro, a la vez implica una estratificación entre los nobles, llevando a la pobreza a una parte de estos, convirtiéndolos en hidalgos o caballeros andantes sin propiedad alguna. Algunas de estas personas también se convierten en aventureros, que se precipitan hacia el nuevo continente buscando aventuras y lucro.
La colonización española de América es otro tema importante de este libro, que ilumina el desarrollo de nuevos territorios por los emigrantes, y la vida de los nativos de América.
Cada ser humano debe cumplir en su vida tres metas principales: hacerse tal como lo concibió Dios, realizando su destino, encontrar a su media de naranja y unirse a ella, hallar su tierra prometida y acondicionarla.
Los protagonistas del libro, paso a paso, a veces inconscientemente, van logrando estos fines principales, defendiendo su amor y su familia, buscando la razón de la vida y hallando su felicidad.
Parte I. España
Capítulo 1
España, Madrid, año 1513
En la casa grande de Doña Encarnación de la Fuente reinaba un alboroto. Todos los sirvientes se dedicaban a la limpieza y preparaban un agasajo. Aquel día todos estaban esperando la llegada de María Soledad, hija mayor de Doña Encarnación, que acababa de terminar sus estudios en el monasterio de carmelitas, en la ciudad de León.
El esposo de Doña Encarnación, Juan Manuel Echevería Méndez, había fallecido hacía unos años, despuès de una enfermedad grave, dejando a la viuda con cuatro hijos. Su hijo mayor, Juan Roberto — todos le llamaban simplemente “Roberto” — ya había cumplido veinte años. El muchaho estaba en el servicio en la corte real.
María Soledad era la segunda hija de los esposos. Ella había ingresado en el monasterio a los nueve años, y en aquel momento ya tenia catorce. Su hermana menor que se llamaba Isabel, estaba estudiando en el mismo monasterio, y el hijo menor, Jorge Miguel, aún tenía siete años.
Doña Encarnación amaba a su esposo y por eso sufría mucho tras su fallecimiento. Su familia era considerada una muy unida y buena familia, y la mujer ni siquiera pensaba en volver a casarse, optó por quedarse fiel a su difunto esposo, dedicándose a la educación de sus hijos.
El esposo de doña Encarnación no era un hombre rico, pero sus padres habían dado el consentimiento para su matrimonio, al conocer que este procedía de un abolengo antiguo y noble, y percatarse además de que quería mucho a su novia. Después del enlace, los esposos habían vivido en amor y compañía durante muchos años.
Doña Encarnación heredó de su padres un gran legado. Su madre aún estaba viva y de vez en cuando visitaba a su hija y sus nietos.
Doña Encarnación se encontraba muy agitada mientras se preparaba para recibir a su hija. Antes de este día la visitó varias veces en el monasterio, y por fin María Soledad estaba a punto de volver a la casa de sus padres. Ya era tiempo para buscarle un novio decente, pero la madre de la chica aún no quería apurarse con eso.
Doña Encarnación se puso su vestido preferido beige de seda. Era una mujer bastante corpulenta, llena de carne y algo mandona por su carácter. Su difunto esposo, contrariamente, siempre había sido un hombre delgado y de muy poco genio.
Roberto, el hijo mayor de los esposos, tenía el carácter de su madre. María Soledad, en apariencia, estaba muy padecida a su padre, pero tenía un carácter distinto y muy especial.
Pronto se dejó oír el ruido de los cascos de caballos, y la dueña de la casa vio un coche que estaba acercándose a la entrada. Hacía unos días había mandado a su hijo mayor, caballero de Su Majestad, al cochero y a una sirvienta a León, a por su hija, y por fin todos volvían con María Soledad. El camino por donde habían ido, estaba muy bien vigilado por los caballeros del rey — a diferencia de otros por donde campaban por sus respetos bandoleros e hidalgos mendigos — por eso Doña Encarnación estaba tranquila.
— Ya han llegado, están aquí! — gritó la criada, acercándose corriendo a la puerta. Doña Encarnación, acompañada por su hijo menor, salió a la calle. Desde el coche se bajaron sus hijos: Roberto con María Soledad, con aspecto de chica muy frágil, vestida aún con la ropa del monasterio, morena, de pelo suave, piel de una blancura deslumbrante y grandes ojos pardos. Su hermano era un hombre de estatura media, muy fuerte, moreno, de pelo denso y bastante simpático.
— Hola mi querida madre, hermanito, ¡no saben cuánto les echaba de menos a todos! — exclamó la chica, y enseguida se encontró en los brazos fuertes de Doña Encarnación que hasta se echó a llorar de alegría.
— Hola, Marisol, mi hijita querida, ¡que bien que hayas vuelto, ahora ya siempre vivirás con nosotros! — dijo, besando a la chica. Marisol abrazó a su madre y hermano menor.
Después todos entraron en la casa muy alegres, cruzándose palabras y hablando sin parar. Y los rodearon los sirvientes que también estaban muy felices por la llegada de la señorita.
— Luisa, lleva el equipaje de Marisol a su habitación y prepárale la bañera, pues tiene que lavarse despuès del camino, — mandó Doña Encarnación a la criada.
— La bañera ya ha sido preparada, — contestó esta cogiendo las cosas de Marisol.
Doña Encarnación acompañó a su hija hasta su habitación.
— Cámbiate de ropa y lávate, mi niña, — le dijo cariñosamente, — descansa un poco, te estamos esperando en el comedor.
Al cabo de una media hora, Marisol, después de tomar el baño y cambiarse de ropa, poniéndose un vestido azul que le iba mucho, fue al comedor oscuro donde ya había comenzado la comida. La mesa estaba cubierta con un mantel blanco, y sobre ella se encontraban platos tradicionales madrileños: asado de cordero, pollo al horno, cocido, pescado, hortalizas, pan y el vino joven. Para la comida habían sido invitadas la abuela de Marisol, Doña María Isabel, y sus tías maternas.
— Bueno, Marisol, cuéntanos tu vida en el monasterio — le solicitaban los huéspedes a la chica, disfrutando de la comida.
Pero la chica no tenía mucho que contar. Una disciplina severa, madrugones, oraciones, clases, tareas de casa, exámenes, comida escasa, monjas duras que la habían castigado por cualquier desliz. Así que la señorita sentía un gran alivio al saber que todo esto había terminado, y por fin podía disfrutar de una vida libre en la casa de su madre.
Sin embargo comentó que tenía ganas de cantar en un coro de iglesia. Era amante de la música, sabía tocar el laúd y ya había cantado en el coro del monasterio durante su tiempo de estudios.
Doña Encarnación consintió. Estaba muy alegre y se sentía orgullosa por su hija. Marisol había finalizado con éxito sus estudios y había sido una estudiante muy dócil y aplicada.
Su madre les quería dar una buena educación y enseñanza a todos sus hijos, y en aquel momento estaba muy feliz por los éxitos de sus hijos mayores, Roberto, caballero de Su Majestad, y Marisol, su hija preferida.
Capítulo 2
Al cabo de unos días Marisol decidió visitar a su amiga con quien había compartido sus estudios en el monasterio de las carmelitas. Elena Rodríguez Guanatosig — así se llamaba su amiga — vivía cerca, en la calle Flores, en una casa pequeña. La madre de Elena murió despuès del parto, y la chica fue educada por su abuela, Doña Luisa, y sus tías, hermanas solteras de su padre, este era un funcionario en el Ayuntamiento, que trabajaba en los asuntos de administración de la ciudad.
Su familia no era rica. Elena era la hija menor y tenía dos hermanos mayores. Uno de ellos hacía unos años se había marchado a las colonias, buscando aventuras, y el otro, Enrique, estaba en el servicio militar en el Sur de España, donde aún estaban arreglando todos los asuntos legales después de la expulsión de los musulmanes.
— ¡Te he echado de menos, Marisol! — exclamó Elena, al ver a su amiga en su casa. — ¿Seguiremos siendo amigas, como antes, no?
— Por supuesto, querida Elena — contestó Marisol — yo también te extrañaba, ya que hemos pasado juntas todos estos años en el monasterio. Mi madre y mi abuela no me dejan salir de la casa, dicen que no está bien que una señorita salga sola, ¿vamos a pasear juntas?
— De acuerdo, amiga, pero ¿que piensas hacer?
— Mi mamá quiere que yo me vaya a nuestra hacienda en el Sur, ¿no quieres acompañarme?
— ¡Con mucho gusto iré, pero si me dejan mis familiares! A propósito, allí está en el servicio militar mi hermano Enrique, ¡tal vez, podamos encontrarle!
Las chicas pidieron permiso a la abuela de Elena para que les dejara pasear por la ciudad, pero Doña Luisa mandó que salieran en el coche, bajo la vigilancia del cochero. Las chicas se acomodaron en los asientos y los caballos echaron a galopar por el pavimento adoquinado de la ciudad.
En aquella época Madrid aún no era la capital de España y parecía una ordinaria ciudad de provincias, sin embargo la corte real no estaba lejos. Allí, en la ciudad de Toledo, estaba en el servicio militar el hermano mayor de Marisol, que era un caballero de Su Majestad el Rey.
Por ser menor de edad el sucesor al trono, Carlos I, nieto de Isabel y Fernando, pareja estelar, ya fallecida, el estado estaba gobernado por un regente.
Las muchachas se alegraban paseando en el coche por sus calles, después de muchos años de encierro en el monasterio. Los cascos de los caballos trotaban por el pavimento arrastrando el coche. Los ciudadanos de a pie y caballeros, sobre todo los jóvenes, no dejaban de prestarles atención a las señoritas. Las amigas iban alborotando y riéndose con regocijo, mientras el cochero intentaba regañarlas explicándoles que no era decente para las chicas jóvenes portarse así.
— ¡Vaya! Por aquí, igual que en el monasterio, no hay ninguna libertad — se lamentó Elena.
— Bueno, amiga, nos vamos al Sur, a nuestra finca, ¡creo que allí no nos van a sobreproteger de la misma manera que en Madrid! — se rió Marisol.
Pronto se encontraron en una de las plazas de la ciudad, donde se realizaban ejecuciones, y Elena contó que hacía unos días por aquí habían sido quemados herejes.
— ¿Quienes son los herejes? — le preguntó Marisol.
— No lo sé exactamente, mi abuela dice que estas personas no reconocen la Escritura Sagrada y se oponen al Papa.
— ¿Acaso es un motivo para quemar a la gente? — se sorprendió Marisol.
En respuesta Elena solo se encogió de hombros.
Se acercaron al lugar. En la plaza estaban preparando leñas para un nuevo fuego.
— Mañana volveràn a quemar a alguien — advirtió Elena.
Marisol se sintió mal.
— Vámonos de aquí lo más pronto posible — le dijo al cochero.
El humor fue estropeado, y en el alma de la chica se quedó un regusto amargo.
— Se me quitaron las ganas de pasear — le dijo a su amiga.
***
Al cabo de unos días las impresiones hoscas producidas por el paseo, se desvanecieron, y las dos amigas, acompañadas por la abuela de Marisol, Doña María Isabel, dejaron Madrid dirigiéndose al sur del país, a Andalucía, en donde se encontraba un gran latifundio, que era patrimonio de la familia de la Fuente. El dominio se encontraba cerca de Córdoba.
La finca fue donada a los antepasados de Doña Encarnación por el rey, aún en el siglo XIII, después de la expulsión de los musulmanes desde Córdoba. Los nuevos dueños durante casi dos siglos, con mucho afán, habían estado acondicionando el dominio, previa residencia mauritana que había pertenecido a un consejero del emir de Córdoba.
El padre de Marisol pasaba mucho tiempo en la finca de su esposa, reconstruyendo lo que era una casa antigua, pero no pudo terminar el trabajo, al fallecer de impróviso por causa del agravamiento de una enfermedad.
Ya empezó el verano. Tras la semana, después de un viaje fatigoso por la tierra de Castilla y Andalucía, pedregosa y quemada por el sol, las viajeras llegaron por fin al lugar de destino, y ante su vista apareció una casa grande y silenciosa de estilo mauritano.
La finca se encontraba en la provincia de Córdoba, a una hora de viaje de la ciudad. El muro exterior de la casa era casi ciego, según la costumbre oriental, sólo había ventanillas encima de la puerta; pero detrás de la casa había un patio prolongado por un gran jardín, también rodeado por una muralla de piedra.
En el patio se encontraba una fuente hermosa, alrededor de ella crecían granados y flores. En el jardín también había otras fuentes y glorietas, y además allí había una alberca, donde los habitantes de la casa podían bañarse en los días calurosos del verano.
En ausencia de los dueños, la casa estaba bajo la vigilancia de un administrador Don José, y su esposa. También había un jardinero, Don Eusebio. A cargo de ellos estaban los campesinos que trabajaban en la finca cuidando las plantas, cítricos, granados y viñas, cosechando las frutas que se mandaban al mercado, abasteciendo así una renta complementaria para la familia Echevería de la Fuente.
Las chicas parloteaban y alborotaban con regocijo recorriendo la casa, mientras la abuela María Isabel intentaba persuadirlas; en cambio el administrador estaba muy contento ya que en la monotonía aburrida de su vida irrumpieron estas dos muchachas tan jóvenes, alegres y encantadoras, así que con mucho gusto les enseñó la casa y el jardín.
Las chicas cansadas y fatigadas por el calor, enseguida se dirigieron a la alberca para bañarse, a pesar del disgusto de Doña María Isabel.
Después de la comida muy abundante, era de costumbre hacer la siesta y las chicas se alejaron a sus dormitorios para descansar. Por la tarde el administrador prometió llevarlas a Córdoba para enseñarles la ciudad.
Después de que todos los recién llegados durmieran bien y tomaran té fresco con menta, las chicas comenzaron a escoger vestidos para la salida a la ciudad; se reían con regocijo, probándoselos y mostrando una a otra sus ropajes, mientras Doña María Isabel las vigilaba y no las dejaba vestirse muy llamativamente.
— Nada ganáis con pareceros a las mujeres de vida ligera, — les dijo con seriedad, — recordad que procedéis de los abolengos nobles y tenéis que portaros con dignidad.
Al fin Marisol eligió un vestido gris que le iba bien y Elena uno de color rosa claro; completaron su vestuario con sombreros elegantes y se sentaron en el coche, enganchado por un par de caballos. Su abuela durante unos minutos dio indicaciones a Don José López, para que no dejara escapar a las chicas del coche y observara que se portaran bien, sin que atrajeran miradas de personas curiosas. El coche se puso en marcha.
Los caballos estaban galopando alegremente por la estrada, y al cabo de una hora se habían acercado ya a Córdoba. Las chicas se quedaron fascinadas por una imagen imponente del legado musulmán. Un muro ciego encerraba la ciudad, pero en aquel momento las puertas estaban abiertas. Todos los enemigos de España ya habían sido derrotados, y tan sólo unos pocos bandoleros errantes amenazaban a la ciudad.
Grandes torres de guardia se alzaban a los lados de la puerta maciza de la ciudad. Córdoba estaba cubierta de jardines, que se habían iniciado justo detrás de sus callejuelas estrechas, a donde daban las fachadas ciegas de las casas. Los ciudadanos decidieron introducir una variedad en estos muros tristones, y para adornarlos colgaban en los frentes de sus casas macetas de hermosas flores.
Era un aspecto hermoso, sin embargo el coche no pudo entrar estas calles estrechas, y aunque las chicas quisieron salir para mirar a corta distancia la esplendidez de las flores, Don José fue inflexible.
El coche prosiguió al centro de la ciudad donde se encontraba el Alcázar, que fue previamente residencia del emir, pero en aquel momento en el edificio se había instalado el Tribunal Supremo de la Iglesia o sea la Inquisición. Cerca estaba también la Mezquita que había sido remodelada y reconvertida en una Catedral cristiana.
Entraron en la Plaza Mayor, Don José detalladamente relataba a las chicas historias y anécdotas sobre los musulmanes, previos habitantes de la ciudad, y de las tradiciones y hábitos de los ciudadanos modernos.
Al pasar por el centro de la ciudad se dirigieron al muelle del río Guadalquivir, donde se veían ruinas de un antiguo puente romano. Allí paseaba mucha gente, y Don José dejó a las chicas salir del coche y caminar un poco. Las amigas aprovecharon esa oportunidad con mucha alegría, mientras su guardián mantenía los ojos puestos en ellas.
Por el muelle aparatoso deambulaba mucha gente, aunque la mayoría de ellos no parecían ser de abolengos nobles. Cerca se encontraban jineteando con sus caballos, unos caballeros de Su Majestad. Las chicas no apartaron los ojos de los muchachos arrogantes, y de improviso, un joven del grupo de caballeros, al verlas, exclamó:
— ¡Elena, hermanita mía!
Hacia las chicas se acercó en su caballo un esbelto jinete. El muchacho se desmontó sin soltar las bridas e hizo una reverencia.
— ¡Enrique, hermano mío! — le contesto Elena, abrazando al muchacho — ¡qué alegría!
El joven, vestido con la armadura de caballero, parecía muy simpático y amable, era de estatura media, delgado, incluso esbelto y de ojos grises.
— Elena, ¿cómo es que estás aquí? — le preguntó a su hermana. — Y ¿quién es esta muchacha tan hermosa que está a tu lado? — añadió mirando con una sonrisa a Marisol.
— Ah! ¡te la presento! — exclamó Elena. — Marisol, este es Enrique, mi hermano, está aquí cumpliendo el servicio militar, es caballero de Su Majestad; mira ¡esta es Marisol Echevería de la Fuente, mi amiga! — añadió, volviendo la cabeza hacia Maria Soledad. — Estudiamos juntas en el monasterio, su familia tiene aquí una finca y estoy de visita en su casa.
Se volvió hacia el administrador, Don José, que mantenía sus ojos puestos en las chicas, recordando y respetando las indicaciones de Doña María Isabel.
— Mira, este es Don José ¡que está cuidando de nosotras, por si nos sucediera algo!
Todos los presentes se echaron a reír; entre tanto, el caballero joven no apartaba sus ojos de Marisol.
— ¿Qué le parece todo por aquí, en Córdoba, le gusta? — le preguntó.
La chica se confundió y agachó la vista.
— Sí, me parece hermoso todo lo que he visto por aquí, sin embargo hoy acabamos de llegar y aún no hemos visto muchas cosas.
— Bueno, ¿qué pasa? — dijo Enrique, — con su permiso, les enseñaré Córdoba, todos los lugares de interés que hay en la ciudad y sus alrededores, cuando tenga un día de descanso.
— Marisol, ¿podemos invitar a Enrique a visitar su finca? — preguntó Elena con ánimo.
— Creo que sí, — contestó la chica, – pero hay que advertir a la abuela.
— Dentro de cinco días tengo un día de descanso, ¿podríamos vernos?, — le preguntó Enrique a Marisol.
— Voy a decir a la abuela que usted es hermano de Elena y quiere visitarnos, ¡creo que dará su permiso! — contestó ella.
— Bueno, ¡así quedamos! — el muchacho se alivió. Era obvio que le gustara la amiga de Elena y quería volver a verla.
Entre tanto, Don José les hacía signos de que ya era tiempo para volver a casa, así que las chicas subieron al coche.
— ¿Puedo acompañarles hasta la puerta de la ciudad? — preguntó Enrique montando a su caballo de un salto.
El coche se puso en marcha y se dirigió hacia la salida de la ciudad; acompañada por el hermano de Elena, las chicas soltaban risillas, mirándose una a otra con aspecto enigmático, pícaro y simpático, mientras estaban yendo junto a él, y ya cerca de la puerta Enrique se despidió prometiendo visitar la finca de Marisol al cabo de unos días.
— Bueno, ¿qué te pareció mi hermano? — sopló Elena a Marisol al oído con un aspecto conspirativo, ¿te acuerdas cómo te miraba?, ¡parece que ha puesto los ojos en ti!
— Tu hermano es muy simpático y galante, produce una buena impresión, — contestó Marisol de una forma evasiva, — aún no sé, ya veremos.
Sin embargo, era obvio que el encuentro con el hermano de Elena no la había dejado indiferente.
Al volver a casa, las chicas pidieron que les dejaran dormir juntas en el dormitorio de Marisol, pero antes de dormirse, las dos estuvieron susurrando y riéndose hasta la medianoche, acordándose de los eventos del día que ya había pasado. La vida les parecía una aventura fascinante y estuvieron saboreando los milagros que les esperaban.
Capítulo 3
El domingo en la finca de la familia de la Fuente estaban esperando a los huéspedes. Doña Maria Isabel daba indicaciones a la cocinera respecto a los platos que tenía que preparar. Se suponía que el hermano de Elena no llegaría solo, sino que llevaría consigo a un amigo para presentárselo a su hermana.
Marisol se puso un vestido azul claro que le sentaba muy bien a su esbelta figura, y que matizaba su piel blanca y suave. El vestuario de Elena era de color beige claro. La chica era más fuerte y gruesa que Marisol, pero tenía una figura muy elegante y los contornos de su cimbreño cuerpo hacían suspirar a muchos caballeros jóvenes.
Marisol se encontraba muy agitada, pues era la primera vez en su vida que tenía por delante una cita con un muchacho que le había prestado atención, y pensaba que quizá a ella le cayera bien al volverlo a ver.
Los visitantes llegaron justo a la hora de la comida. Enrique en efecto trajo consigo a un amigo, se llamaba Ramón del Castillo y era hijo de uno de los terratenientes más ricos del país. El muchacho era alto y flaco, de pelo denso de color negro y de facciones agudas. Los dos muchachos tenían dieciseis años. Enrique y su amigo vinieron sin armadura de caballero, vestidos con chupas elegantes.
Al tenerlo cerca Marisol pudo observar mejor al hermano de Elena. Era bastante atractivo, tenía la cara morena, cubierta por el bronceado del sur y el muchacho era muy esbelto, de muy buena estatura, igual que su hermana.
Los jóvenes caballeros saludaron muy amablemente a Doña Maria Isabel y le hicieron regalos, dulces de Levante, preparados por los mejores pasteleros de Córdoba.
Enrique presentó a los dueños de la finca a su amigo, abrazó a su hermana, después hizo una reverencia a Marisol; la chica le contestó de la misma manera, bajó la mirada, y desde aquel momento el muchacho ya no apartaba la vista de ella.
El amigo de Enrique era un charlatán muy alegre, que bromeaba sin parar dando cumplidos a las damas. Elena apenas le prestó atención, pero por educación demostraba su amabilidad hacia él, según lo requerían las reglas de etiqueta.
La mesa para la comida fue hecha en el patio. Sirvieron cerdo al horno, platos de judías pintas, exquisitas empanadas que la cocinera de la finca sabía preparar como nadie, así que todos disfrutaron de su guiso. Había también frutas secas traídas desde las colonias, vino y dulces.
Doña María Isabel se puso a preguntar a los muchachos sobre su servicio militar, y estos con mucho gusto le relataron varias historias divertidas de su vida.
Al terminar la comida, la abuela continuó charlando con Ramón y Elena, y mientras Enrique se acercó hacia Marisol, se alejaron de los demás al fondo del patio y se sentaron en un banco bajo el granado.
— Usted es muy guapa, Marisol, — dijo Enrique, cogiendo la mano de la chica y besando sus dedos. — Usted me cae bien, noto que es algo diferente y me parece especial.
Marisol advirtió que la abuela, de vez en cuando, les echaba una mirada y apartó su mano de sus dedos.
— ¿Me permite usted visitarla a veces? — la preguntó el muchacho.
— Está bien, me alegraré de verle, y creo que mi abuela también.
— ¿Tiene usted novio? — le preguntó Enrique de súbito.
Entonces Marisol se quedó confundida, y le explicó que Elena y ella acababan de salir del monasterio donde habían estado encerradas durante unos años estudiando diferentes asignaturas, que acababan de llegar a la finca, y que aún no tuvieron tiempo para conocer a alguien más.
— ¿Entonces puedo ser yo su novio? — volvió a preguntarle el muchacho, de nuevo cogiéndola de la mano y mirando sus ojos.
Marisol se sintió incómoda, pues no esperaba oír estas palabras tan pronto, y además sentía que era muy joven, casi una niña.
Al ver su confusión, el muchacho le comentó:
— Me faltan dos años más para completar mi servicio a nuestro Rey, en cuanto lo acabe, me acercaré a Madrid, a su casa, para pedir su mano.
— De acuerdo, — le dijo Marisol muy bajito, pues aún no sabía si le gustaba o no en tal avatar. Le caía bien el muchacho ¡pero durante este tiempo podrían pasar muchas cosas!
Continuaron sentados en el banco un poco más. Marisol estuvo hablando a Enrique sobre sus estudios en el monasterio, sobre la severa disciplina que reinaba allí, y le relató cómo los alumnos de vez en cuando intentaban violarla, para conseguir sentir que tenían un poco de libertad.
Se reían. Y también Marisol le comunicó al muchacho que quería cantar en un coro de iglesia.
— Me parece bien, — dijo Enrique, — usted no estará así aburrida mientras yo esté cumpliendo el servicio a nuestro Rey.
El tiempo pasó casi sin notarse. El sol ya se encontraba inclinado al atardecer. Ramón entre tanto, hacía señas a su amigo de que ya era tiempo de volver.
— Ya es tarde, tenemos que irnos, — le dijo Enrique a la chica levantándose del banco.
Todos salieron de la casa. Los muchachos se despidieron de las dueñas de la finca agradeciendo su hospitalidad, y montaron sus caballos que ya habían sido preparados por los sirvientes por orden de Doña María Isabel. Y así, al poco rato, Marisol y Elena vieron a los jinetes desaparecer a lo lejos, mientras observaban el horizonte.
— Cuéntame amiga, ¿de qué has estado hablando tanto rato con mi hermano? — preguntó Elena, mientras las chicas se iban dirigiendo hacia la habitación de Marisol.
— De todo en el mundo, ha sido interesante conversar con él.
— Pero, ¿te cae bien Enrique?
— Sí, me gusta, pero sería necesario que le conociera mejor, — le contestó la chica de una forma evasiva. Me propuso ser mi novio y me prometió que iba a pedir mi mano cuando termine su servicio.
— ¡Vaya! — exclamó Elena. — ¡parece que ha puesto los ojos en ti en serio! ¡Ay, Quique, Quique! ¡Qué curioso! Ya ves, amiga, ¡quizás nos enlacemos contigo! Y nosotros, no sabes, ¡cuánto nos reímos hablando con Ramón! — dijo, cambiando de tema. — Es muy divertido, sin embargo no es un hombre con quien me casaría.
Después la abuela María Isabel llamó a Marisol para preguntarle por su charla con Enrique, y la chica a rasgos generales le rindió cuentas de su conversación, pero no contó sobre la intención del muchacho de ser su novio.
Y además Doña María Isabel no dejó de recordar a su nieta como debe portarse con los muchachos.
— ¡Estos caballeros de Su Majestad son tan pícaros! Son muy frívolos; ¡tantas señoritas se enamoran de ellos!.. debes portarte con dignidad, María Soledad, le decía, no confíes en sus primeras palabras, y así después no te decepcionarás; al hombre no se le reconoce por sus palabras, sino por sus hechos.
Despuès de la conversación con su abuela, Marisol se alejó al jardín colocándose bajo los eucaliptos, para estar un rato a solas consigo misma y poner en orden sus pensamientos.
La chica pensó que el muchacho aún no le había reconocido su amor; tampoco la había preguntado si le quería a él, y sin embargo ya la había propuesto ser su novio, y no sabía como debe suceder todo entre los enamorados. Pero a pesar de todo, le parecía que si tendría otras citas con él, ya se vería, todo se determinaría con el tiempo.
Entre tanto anocheció y la chica volvió a casa; al entrar a la habitación de su amiga, vio a Elena durmiendo profundamente.
“Quizás Ramón la haya fatigado con sus bromas”, pensó Marisol, y sonrió. Salió al baño, lavó sus manos y la cara, y al volver a su dormitorio, se echó a la cama de plumón blando y almohadas altas, y enseguida también se quedó dormida.
Capítulo 4
Los días pasaban con tranquilidad y placidez, las chicas disfrutaban de su libertad y también de la comodidad y confort de la casa, lo que les había faltado mucho, durante su severa vida en el monasterio. Pasaban el tiempo paseando por el hermoso jardín de la finca, bañándose en la alberca y conversando de sus cosas. Por las tardes, de vez en cuando, Don José las llevaba a Córdoba, donde admiraban bellas vistas de la ciudad, hermosas flores que las ciudadanas cultivaban muy cuidadosamente en macetas que colgaban en las fachadas de sus casas, jardines y fuentes, y mirando a la gente que paseaba por las calles.
Enrique y Ramón las visitaban regularmente en sus días de descanso y todos los presentes disfrutaban muy gratamente, de una buena compañía, de la cocina exquisita de Doña María, y del magnífico ambiente del gran jardín con sus flores, fuentes y el canto de las aves.
Marisol y Enrique solían apartarse de los demás, sentándose en su banco preferido a la sombra del granado, y con el tiempo llegaron a ser buenos amigos. Al muchacho le gustaba charlar con la chica que había recibido una instrucción excelente. Los dos eran amantes de la lectura — aunque los libros en aquella época eran una cosa rara — y el muchacho reveló a su novia que también tenía ganas de escribir un libro. A veces paseaban juntos por el jardín, pero Doña María Isabel seguía rigurosamente cada uno de sus pasos y pedía al administrador y sirvientes, que tuvieran sus ojos puestos en los jóvenes.
Otra curiosidad de la finca eran los baños mauritanos que quedaron allí después de irse los dueños anteriores, moriscos de categoría.
Los amos antiguos habían cuidado su limpieza muy rigurosamente, lavándose por lo menos una vez a la semana, como dictaban sus costumbres.
En la España de aquella época pocas personas gozaban de tal lujo, pues sólo en las casas más ricas había bañeras.
Los baños mauritanos eran una construcción de piedra, estructurada con unas habitaciones que se calentaban y allí se abastecía el agua, caliente y fría.
Las chicas solían visitar los baños una vez a la semana y les gustaba, ya que les era muy agradable y disfrutaban mucho. Ambas propusieron a sus huéspedes aprovechar la posibilidad para quedar limpios y los muchachos lo aceptaron con mucho gusto ya que no tenían donde lavarse, salvo en el río.
Entre tanto los días volaron sin parar, y ya llegó el tiempo de volver a Madrid. Aunque a Marisol le daba pena dejar su finca preferida, a la vez estaba impaciente por empezar a cantar en el coro, y además tenía muchas ganas de leer libros que había en la biblioteca de su casa en Madrid.
La chica se daba cuenta de que le harían falta las citas con Enrique ya que se había acostumbrada a él, por eso su último encuentro fue un poco triste. El muchacho también se había apegado a Marisol al tomarle cariño a ella, y se le notaba que la próxima separación le apenaba.
— Bueno, no pasa nada — le decía a su nieta la abuela María Isabel tratando de consolarla — aún sois jóvenes, ¡tenéis toda la vida por delante!
Llegó el día de la partida. Los sirvientes prepararon el equipaje para el viaje y lo colocaron en el coche, mientras las chicas salían por última vez al jardín, despidiéndolo y admirando sus hermosas vistas.
— Que pena que tengamos que marcharnos — dijo Marisol con sentimiento, pero Elena en cambio, tenía muchas ganas de volver a la capital, para saborear más adelante nuevos encuentros, conocimientos, pomposas acogidas y bailes.
Se sentaron en el coche y este se puso en marcha, llevando a los viajeros desde aquel paraje de ángeles al ruidoso Madrid.
El camino por donde se iban, estaba muy bien vigilado por los caballeros del rey, por eso no tenían miedo a los bandoleros e hidalgos que se hicieron malhechores los últimos años, acechando a los viajeros indefensos, robando y matando a su víctimas; por esta razón los pasajeros pernoctaban en monasterios y fincas donde vivían amigos de la familia.
Al cabo de una semana todos llegaron felizmente a Madrid, donde las chicas se encontraron entre los brazos de sus familiares que les habían extrañado mucho durante su ausencia.
A los pocos días Doña Encarnación llevó a su hija a la Catedral de San Pablo para presentarla a la preceptora del coro de la iglesia. Era la Catedral, la iglesia más grande de la ciudad y fascinaba a todos los que entraban allí, por su magnitud y sus enormes bóvedas, pero sobre todo por su extraordinaria pintura mural.
En la parte femenina del coro participaban tanto chicas jóvenes como mujeres mayores de edad. El grupo masculino consistía por una parte, en chicos menores de doce años y por otra de los demás hombres cuyas voces ya habían sido transformadas y formadas tras la pubertad.
Mientras Doña Encarnación estaba hablando con la preceptora que dirigía el grupo femenino del coro, Marisol examinaba la Catedral y se encontraba aturdida por su belleza. Algo después la preceptora llevó a las visitantes a una habitación al fondo de la Catedral para escuchar la voz de la chica. Marisol empezó a cantar su canción preferida sobre un caballero y su enamorada. Le gustaba mucho interpretar esta melodía en las fiestas familiares acompañándola con un laúd.
La preceptora se quedó encantada por el canto de la chica, enseguida declaró que la admitía al coro, y la invitó al primer ensayo que tendría lugar al día siguiente a las 10 de la mañana.
A la hora establecida del día siguiente el coche trajo a Marisol a la Catedral donde la recibió la preceptora y la llevó a la habitación donde se celebraban los ensayos.
— Miren, esta es una cantante nueva — la presentó al grupo de las mujeres y chicas, participantes del grupo femenino del coro — se llama María Soledad, les pido que la quieran y respeten.
Marisol saludó e hizo una reverencia a todas las presentes, sin embargo, las mujeres apenas le prestaron atención, excepto dos chicas de su edad que la miraban con curiosidad y envidia.
Al poco rato comenzó el ensayo. Al principio Marisol solamente escuchaba a las demás y luego empezó a acompañarlas cantando muy bajito. Le gustó mucho el canto de las mujeres y pensó que con el tiempo la aceptarían y podría entablar amistad con algunas.
Pasó una semana. Marisol participaba en los ensayos del coro, pero aún no cantaba con todos en los oficios. Día a día se iba acostumbrando y las participantes del coro también la iban aceptando e incluso hizo amistad con una chica.
Hubo una vez, que la preceptora comunicó que aquel día iba a celebrarse un ensayo común con el grupo masculino del coro. Las chicas soltaron risillas, pero las mujeres mayores de edad les amonestaron.
— Están ustedes en el templo, no es decente portarse de esta manera en este lugar — les avergonzó una de las mujeres — además algunos de los jóvenes cantantes están preparándose para ser clérigos, les está prohibido enamorarse.
“Pobres hombres, — pensó Marisol — quizás sufran mucho”.
Las participantes del grupo femenino pasaron a otra habitación donde ya les estaban esperando los hombres. Las chicas enseguida empezaron a mirarlos con curiosidad, pero la preceptora les amenazó con un dedo y los jóvenes sonreían viendo a las muchachas. La preceptora habló un poco con el dirigente del grupo masculino y comenzó el ensayo.
Marisol apenas les acompañaba cantando pero le resultó fascinante, pues la combinación de las voces masculinas y femeninas, repartidas en intervalos, le parecía algo divino. Las voces de los cantantes se reflejaron bajo las bóvedas de la catedral creando un sonido irrepetible. La chica incluso cerró los ojos para disfrutar de la música y en aquel mismo momento se dio cuenta que alguien la miraba, físicamente sentía en sí una mirada de alguien.
Abrió los ojos y miró a los jóvenes cantantes del grupo masculino, y de pronto le vio a él.
Era un muchacho de unos diecisiete años, de estatura media, un poco gordo pero muy bien formado, tenía el pelo suave de color castaño, una cara redonda muy amable, y los ojos grises. No se sabe porqué fue precisamente él a quien la chica destacó de los demás, y notó que el joven le sonreía.
Marisol se sintió turbada y apartó la vista. Una ola de sentimientos desconocidos se apoderó de ella, volvió a mirar al muchacho y vio que seguía mirándola y sonriendo.
Entonces sintió una conmoción extraordinaria, se dio cuenta de que no podía despegar los ojos del joven cantante. Este, a su vez, también la miraba sin parar, sonriendo. Por un rato a la chica le pareció que no había ninguna Catedral ni coro alrededor, que sólo estaban él y ella en el mundo entero; hasta pensó que era un sueño, entornó y frotó los ojos como si intentara despertarse, pero al abrirlos, descubrió que todo estaba en su lugar: la Catedral, el coro, el canto y aquel muchacho.
Terminado el ensayo, cuando todos los cantantes comenzaron a marcharse, mientras salía de la sala, Marisol volvió la cabeza y vio al muchacho que seguía mirándola.
De improviso se acordó de Enrique y se sintió culpable.
“Oh! por favor, dirán de mi.. ¡ella tiene un novio, pero pone los ojos en otros hombres!”
Un poco después salió de la Catedral con un grupo de otros cantantes dirigiéndose a su coche.
La chica ya estaba a punto de sentarse cuando algo le hizo volverse, volvió el rostro y vio al muchacho detrás de sí; sus ojos brillaban de forma extraña en ella.
El joven la saludó con un movimiento de la cabeza, sonriendo como antes. La chica también lo hizo, y casi sin darse cuenta le meneó su cabeza.
— ¡Buenos días! — le dijo el muchacho con ánimo — es usted una cantante nueva?.. nunca la he visto antes en la Catedral.
— Buenos días — le contesto Marisol — ¡Cierto! He empezado a ensayar recientemente con el coro.
— ¿Cómo se llama usted? — seguía preguntándole el muchacho.
— María Soledad — le contestó en voz baja — ¿y usted?
— Me llamo Rodrigo Pontevedra — dijo con una amplia sonrisa.
“Parece que es gallego” — pensó la chica.
Se sentía muy bien a su lado, como si no importara el mundo; todo era igual y a la vez distinto, y no tal y como estaba antes. Marisol percibió que los colores se habían hecho más claros y brillantes, oyó cantar a las aves y reír los niños, e incluso le pareció ver a los ángeles batir sus alas.
Los dos jóvenes se quedaron enfrente, inmóviles, mirándose uno al otro, sin ganas de separarse.
— Señorita Maria Soledad, ya es tiempo de volver a casa — oyó la chica decir al cochero.
— Tengo que irme a casa — dijo la chica al muchacho como si se disculpara.
— Encantado de haberla conocido, Marisol — le contesto Rodrigo. — Me alegro mucho de que vaya a cantar con nuestro coro.
— También encantada con nuestro conocimiento — dijo la chica cariñosamente — ¡Hasta pronto! — añadió sentándose en el coche.
— Hasta la vista, ¡que tenga usted un feliz día! — exclamó el muchacho despidiéndose de ella.
Y Marisol le miraba desde la ventana del coche hasta que desapareciera de la vista.
Por el camino Marisol sentía que le pasaba algo que nunca había experimentado antes, la imagen del muchacho no se la quitaba de su mente, como si lo tuviera delante de los ojos todo el tiempo, y durante el camino no dejaba de pensar en él.
Y así también le sucedió al día siguente.
Doña Encarnación notó que a su hija le estaba pasando algo.
— Parece que estuvieras enamorada, mi querida hijita — le dijo con una sonrisa.
— Todavía no lo sé, no comprendo nada, mamá — le contesto la chica de una forma evasiva; y no quiso compartir con nadie sus nuevas sensaciones.
Marisol se daba cuenta de que no había sentido nada de eso, al conocer a Enrique, que nunca antes se había sentido así, de esta forma que le resultaba tan extraña.
“Quizás, lo que siento ahora, realmente es el amor” — pensó la chica.
Verdaderamente, sentía un levantamiento desconocido del alma; tenía muchas ganas de cantar y bailar, de querer a los demás y de hacer el bien a todo el mundo.
Capítulo 5
Por fortuna aquel día, por el bullicio que había cerca de la Catedral, nadie prestó atención a la conversación entre Marisol y Rodrigo, por eso al día siguiente nadie le dijo nada a la chica. Los ensayos continuaban, pero desde aquel momento Marisol tan sólo esperaba una única cosa — a que se fuera a la Catedral para lograr ver a Rodrigo.
Al cabo de dos días fue anunciado otro ensayo común. Marisol estaba muy agitada. Cuando vio al muchacho otra vez, entre otros jóvenes, se puso radiante de la alegría. Él se dio cuenta de su mirada y le sonrió, saludándola con la cabeza. Y Marisol se fijó que una de las muchachas los observó mientras intercambiaban sus miradas.
A partir de entonces, la chica y el muchacho empezaron a verse; cada vez después del ensayo, Rodrigo la esperaba cerca de su coche para cruzar alguna palabra con ella, y aunque no conversaban de nada, en sus ojos Marisol leía todo lo que el muchacho realmente quería decirle, y sin embargo nunca le oía hacerle cumplidos o decir que estaba enamorado.
La chica se sentía un poco preocupada, sospechaba cual era la razón pero tenía miedo de reconocérselo a si misma.
Una vez, al día siguiente después de una de sus charlas con Rodrigo, la preceptora del coro se acercó a la chica, la arrimó a su saya y le dijo:
— Escúchame, por favor, María Soledad, me he fijado que conversabas algunas veces con Rodrigo Pontevedra. Por supuesto nadie les prohibe hablar con los muchachos del coro, aunque no siempre sea decente.No estaría en contra si Rodrigo fuera un cantante habitual. A veces nuestras chicas se enamoran de algunos muchachos del coro y se casan, pero ten en cuenta que este jóven pronto se hará cura, eso quiere decir que no puede enamorarse, casarse y tener familia, por eso quiero advertirte.
— Gracias, Doña Dolóres, — le contestó Marisol con la voz baja. — La he comprendido a usted.
La preceptora hizo un movimiento con la cabeza, le puso la mano a la chica por el hombro y se apartó.
Marisol se sintió como si hubieran vertido sobre ella una cántara del agua fría. El mundo de alrededor se oscureció. Una gran pesadez, de súbito, cayó sobre sus hombros, y se le picaron los ojos, brotando lágrimas.
La chica se puso sombría y le pidió a la preceptora que la dejara volver a casa, explicándole que no se sentía bien; entonces ella lanzando antes un suspiro la dejó retirarse.
Al volver a casa, Marisol se encerró en su habitación, se echó en la cama y rompió a llorar. La criada, varias veces, llamaba a su puerta, pero la chica pedía que la dejaran en paz. Al cesar de llorar se quedó como en un estupor, muy abotargada y atontada, y en aquel estado, hecha polvo, la encontró Doña Encarnación
— ¿Qué te ha pasado, mi querida hija? — le preguntó, muy preocupada — volviste tan temprano de la Catedral …. La criada dice que has estado llorando todo este tiempo, dime ¿quién te hizo daño?..
Marisol abrazó a su madre y volvió a sollozar, y con voz entrecortada le relató todo lo que le había sucedido.
— ¡Ahora ya lo comprendo! — dijo Doña Encarnación, suspirando dolorosamente. — Me había dado cuenta de que estás enamorada. Te enamoraste de un clérigo. ¡Qué pena, mi niña! — y la mujer también rompió a llorar.
Las dos se quedaron calladas un rato.
— Tienes que olvidarlo, mi hija — dijo por fin, Doña Encarnación — si no, vas a sufrir toda la vida, aún eres muy joven.. ¡qué pena que tu primer amor tan pronto se convirtiera en un dolor para ti! …, pero no lo tomes así, mi niña, tienes toda la vida por delante, creo que volverás a enamorarte más de una vez; en fin encontrarás a un hombre bueno y decente, te casarás y tendrás una buena familia.
Marisol se acordó de Enrique y de su promesa de pedir su mano despuès de haber cumplido con su servicio militar al Rey.
— Claro mamá, tienes razón — dijo la chica en voz baja — intentaré olvidarlo, sacar a este muchacho de mi cabeza.
— Así es, es justo eso, mi hijita, ya verás, se te pasará pronto — dijo Doña Encarnación cariñosamente.
Marisol suspiró decidiendo hacer caso a lo que le había dicho su madre.
Sin embargo al día siguiente, en la Catedral, de nuevo había un ensayo común del coro y Marisol volvió a ver a Rodrigo. Procuraba no mirarlo, pero los sentimientos se apoderaron de la chica, como antes, exactamente igual que antes. Se daba cuenta de cuánto quería a aquel muchacho.
Terminado el ensayo, éste, como si nada, la estaba esperando cerca de su coche.
— ¿Qué le pasa, Marisol, por qué parece usted tan triste? — le preguntó a la chica, muy preocupado — ¿sucedió algo en su casa?..
— En mi casa todo está bien, — le contestó con voz abatida — pero usted pronto se hará cura, y todo terminará.
Entonces el muchacho se puso sombrío.
— Usted tiene razón, — dijo Rodrigo, — debo servir a Dios. Eso significa que no puedo casarme y crear una familia, pero, de verdad — el muchacho miró alrededor y bajó su voz — cuando la ví a usted, lamenté mi decisión y ahora daría mucho para volver a ser un hombre normal y común, para poder estar con usted, pero ya no puedo cambiar nada.
Se paró en seco y volvió su rostro de la chica.
— Perdóneme, Marisol — le dijo con voz apagada. Y luego de pronto, la agarró de la mano y le dio un beso.
De súbito, Marisol notó que alguien los miraba. Era el preceptor del coro masculino y unas mujeres de su grupo.
— Adios, — le dijo la chica a Rodrigo con lágrimas en sus ojos, deshaciéndose de su mano. Y saltó al coche. Este se puso en marcha por el pavimento de canto rodado, mientras las lágrimas seguían ahogando a la muchacha.
Marisol nunca más volvió a ver Rodrigo en la Catedral de San Pablo. El preceptor del coro y el padre se enteraron de sus citas, y por eso al muchacho le retiraron del coro. Hacía sus estudios en el seminario conciliar de Madrid, y tuvo que concentrarse en esto, preparándose para ser clérigo y servir a Dios.
Capítulo 6
A pesar de todo Marisol siguió cantando en el coro de la Catedral. Poco a poco el dolor de su alma iba calmándose, ya que la música la distraía. Pasaron meses, y con el principio del verano cuando la chica ya había cumplido quince años, Doña Encarnación la volvió a enviar a su finca, a Andalucía.
Sin embargo ahora se iba sin compañía de su amiga Elena. Marisol tenía ganas de quedarse sola. Le gustaba soñar, crear fantasías en donde se veía junto a Rodrigo. A veces estaba ansiosa y deseaba que sucediera un milagro y que entonces pudiera unirse a él; no obstante luego volvía a la realidad persuadiéndose a sí misma que lo que imaginaba, era imposible. Los curas católicos aceptaban el voto de celibato para toda la vida y con esto tenía que resignarse mientras se acordaba de Enrique, pensando que a su lado podría olvidarse de sus sentimientos hacia el cantante.
Mientras tanto Enrique había sido mandado a otra provincia y por eso no pudo visitarla.
Marisol se acordaba de su promesa y esperaba que al cabo de un año, al cumplir su servicio al rey, el muchacho volvería a Madrid e iría a su casa para pedir su mano. Y con esto se consoló.
Al cabo de unas semanas llegó a la finca toda la familia: Doña Encarnación, Isabel, hermana menor de Marisol y Jorge Miguel, su hermano menor que acababa de cumplir nueve años y estaba preparándose para ingresar en la escuela para los caballeros jóvenes en la corte. Pronto apareció también Roberto, hijo mayor de Doña Encarnación, a quien le habían concedido unas pequeñas vacaciones por su fiel servicio.
Roberto era uno de los mejores caballeros de Su Majestad y el hombre de confianza del mismo regente.
La presencia de los familiares distraía a Marisol de su soledad. La familia recibía a huéspedes y también iba de visitas. A pesar de todo eso, la chica prefería pasar tiempo en el jardín, donde le gustaba pasear, descansar y soñar. Y a veces se apartaba a un rincóncito pintoresco para escribir algo o tocar el laúd.
Otro verano voló, y ya era tiempo para volver a Madrid. Marisol regresó a sus ensayos en el coro de la Catedral. Ya cantaba con otros participantes en los oficios. Logró hacer amistad con algunas chicas de su grupo y así se entretenía y se sentía bien. En la casa se sentía aburrida ya que su hermana Isabel había vuelto al monasterio para continuar sus estudios, y Jorge Miguel ya vivía en la corte con otros chicos de la escuela para futuros caballeros. A la chica no le gustaba su austera casa de Madrid, allí se sentía incómoda y extrañaba su querida finca de Andalucía.
Marisol seguía visitando también a su amiga Elena, pero sus encuentros poco a poco iban siendo más raros y escasos, pues las chicas ya tenían intereses y aficiones diferentes.
Elena estaba loca por bailar y no dejaba de visitar tertulias y acogidas que se celebraban en las casas más prestigiosas de la ciudad. Le gustaba la vida laica. La muchacha era muy atractiva y comunicativa, así que por ello tenía éxito en los altos círculos de Madrid. Siempre era el centro de atención, atrayendo todas las miradas y aceptando galanteos de los mejores caballeros; le gustaba saber de intrigas e incluso por ello la conocían en la corte.
Marisol en cambio intentaba evitar todo eso, ya que siempre se aburría en aquellas fiestas y acogidas. A veces visitaba bailes, pero no tenía ganas de conocer a alguien o buscar aventuras. Nadie en el mundo podría compararse con Rodrigo, salvo Enrique, pero este se encontraba lejos. Le gustaba la privacidad, y tan sólo a veces, cantaba para sus familiares y huéspedes en su casa.
Doña Encarnación estaba preocupada por su hija, al pensar que un día podría retirarse a un monasterio. Sin embargo la vida eclesiástica no atraía mucho a la chica, aunque los domingos regularmente iba a misas, confesaba y comulgaba; esto no lo hacía por la llamada de su corazón, sino porque así era de costumbre.
En donde tenía puesto el corazón su hija, Doña Encarnación no tenía ni idea, ella no era parecida a las demás chicas de su edad. No obstante, la señora sospechaba que seguía suspirando por aquel cantante del coro, de quien se había enamorado hacía un año, pero Marisol de ninguna manera revelaba sus sentimientos. Tras vivir aquella triste historia la muchacha se hizo muy introvertida, solía aislarse de todos, se mostraba cerrada hablando poco, y salía de casa solamente cuando tenía alguna necesidad, portándose así como lo requerían las reglas de la urbanidad.
Uno de los parientes lejanos de la familia, primo segundo de Marisol — se llamaba José María López — la vio una vez en un baile y empezó a mostrarle atención, intentando relacionarse más estrechamente con ella. Su familia procedía de un abolengo noble pero empobrecido; quizás pensando en mejorar su situación económica, y a llegar a ser otro miembro más de la familia Echevería de la Fuente.
Sin embargo la chica ni siquiera quería hacer oídos de aquel hombre, no quería escucharle, ni prestarle la más mínima atención. Le pareció muy antipático y no le gustaba. Doña Encarnación no insistía, pues prefería que su hija buscara a su novio con sus propias fuerzas.
Capítulo 7
Entre tanto pasó el invierno, ya empezaron a brotar las hojas en los árboles y aparecieron las primeras flores.
Marisol se daba cuenta de que de nuevo quería irse a su finca de Andalucía, sin embargo estaba esperando a que llegara Enrique; entonces Elena le comunicó a su amiga, que el muchacho cumpliría con sus servicios al rey a finales del mes de Mayo.
Marisol empezó a prepararse para este evento y se probaba nuevos vestidos y adornos pasando muchas horas ante el espejo.
Doña Encarnación se alegraba de que su hija volviera a demostrar un interés hacia la vida.
La chica se puso a soñar con una cita con el hermano de Elena, imaginándose que guapo, galante y elegante estaría el muchacho al volver del servicio militar y como se presentaría ante Doña Encarnación, para pedir su mano, que posteriormente se celebraría una bendición nupcial en una de las grandes iglesias de Madrid y una boda pomposa en su casa, y que luego los cónyuges jóvenes se irían de viaje de boda…
Llegó el mes de Mayo y la chica vivía saboreando lo que más adelante sería un grato acontecimiento, así que de esta manera casi se olvidó de Rodrigo. La imagen de Enrique que la chica dibujaba en sus fantasías, soñando con sus citas, e imaginando en detalle como se realizaría todo, todo esto, era algo que ocupaba totalmente su corazón y su mente.
Pronto llegó la noticia de que un grupo de caballeros acababan de venir a Madrid, tras cumplir el servicio militar. Al saberlo Marisol, se dispuso enseguida a ir a la casa de su amiga para ver a Enrique, pero Doña Encarnación le explicó que sería una conducta inapropiada de su parte, pues tenía que ser, que el mismo muchacho debía venir a la casa de su novia, eso era lo correcto.
Entre tanto, pasó un día y otro, luego una semana, pero nadie apareció en la casa de la familia Echevería de la Fuente para pedir la mano de la chica.
Marisol se consolaba a si misma pensando que Enrique, probablemente, tenía que poner sus asuntos en orden después del servicio, y prepararse para aquel evento tan importante. Sin embargo pasaron otras dos semanas, y nada, ninguna noticia de la casa de Rodríguez. Y Elena también, lo mismo, como si se hubiera olvidado de la existencia de su amiga.
Así que la chica se encontraba preocupada y se sentía muy inquieta, llena de incertidumbre. Vagos presentimientos se colaron en su alma. Ya había cumplido dieciseis años, pero el cumpleaños se celebró de forma muy modesta entre los familiares.
Doña Encarnación volvió a preocuparse por su hija; ya se daba cuenta que el muchacho en realidad era “un calavera”, un joven “de esos” los llamados “alegres de cascos”, esos a quienes les gustaba enamorar a las mujeres, dándoles promesas que no estaban dispuestos a cumplir.
Por no dar él señales de vida, Marisol se puso deprimida y apenas salía de la casa. Y por esta razón, Doña Encarnación poco menos que a la fuerza la hacía pasear al aire libre.
A finales del mes volvió del monasterio Isabel, hermana menor de Marisol, para pasar con la familia las vacaciones de verano, y este evento distrajo un poco a Marisol. Las dos hermanas empezaron a salir juntas en su coche, para pasear por las calles y parques de Madrid.
Una vez, durante el paseo, Marisol, de súbito, vio a Enrique a través de la ventana de su coche. El muchacho estaba sentado en un coche abierto acompañado de una señorita, una muchacha rubia de piel muy blanca. Parecía que el joven estaba totalmente absorto conversando con aquella chica, sin notar a nadie en su entorno. La pareja se reía y bromeaba, incluso besándose de vez en cuando.
Marisol se sintió mal. Al volver a casa relató a su madre todo aquello, y al contarle todo lo que había visto en el encuentro del parque, Doña Encarnación se frunció, se enfadó, y se sintió molesta.
— Yo presentía que este hombre te engañaría, pobre hija mía — le dijo suspirando — si realmente hubiera querido casarse contigo, te habría escrito cartas o te habría dado a saber de él, de alguna otra manera, pero no había hecho nada de eso. Te habías creado una ilusión en la que creíste, Marisol.
Como la joven estaba muy apenada y no podía tranquilizarse de ninguna manera, decidió que al día siguiente iría a visitar la casa de Elena para aclarar todo.
Por la mañana tenía el ensayo del coro en la Catedral.
Se puso uno de sus mejores vestidos y se peinó muy cuidadosamente. Terminado el ensayo, pidió al cochero que la llevara a la casa de la familia Rodríguez. No le había hecho saber nada a su madre de esta visita.
Marisol se acercó en el coche a la entrada de la casa, se bajó y pidió que avisaran a la señorita Rodríguez de su visita, pero el conserje le dijo que Elena no estaba en casa, que había salido muy temprano con unas amigas a algún sitio.
Quería preguntarle al conserje, si estaba el joven señor Rodríguez, pero en aquel momento, éste de súbito apareció delante de la chica, saliendo detrás de la puerta. Se veía que tenía prisa.
Enrique se quedó desconcertado al verla; era evidente que no esperaba este encuentro.
— Hola Enrique! — le saludó la chica con una alegría fingida — he venido para visitar a tu hermana ¡pero me alegra de mucho verte!
— Hola Marisol — le contestó el muchacho, evitando mirar su ojos — también me alegro de nuestro encuentro.
Marisol le observaba con una mirada interrogadora, pero era obvio que Enrique no estaba dispuesto a continuar la conversación.
— Perdóneme, tengo mucha prisa — farfulló — no tengo tiempo – y con estas palabras se montó de un salto en su caballo que le estaba esperando cerca de la entrada, y desapareció de la vista tras doblar la esquina.
Marisol se sintió como si le hubieran dado una bofetada; callada, se subió al coche y volvió a casa.
Al verla llegar, Doña Encarnación se alarmó por notar como estaba, en tal estado de ánimo.
— Mamá, acabo de ver a Enrique — le dijo la chica a su madre en voz baja, pero no se puso alegre por verme, ni siquiera tuvo ganas de hablar conmigo y apenas si me saludó.
Doña Encarnación suspiró dolorosamente.
— Bueno, quizás así sea mejor, hija mía, ya ves que no tiene ningún sentimiento hacia ti. Te has liberado de tus ilusiones. Enrique es un joven calavera. Ten en cuenta, que su familia no es rica, así que quizá sólo por eso él tuviera un interés hacia ti, o tal vez le hizo perder la cabeza una señorita liviana. Intentaré saber algo de ella, conocer algo, lo que sea, ya veré. Su hermana es igual, le gusta estar en el centro de atención de todos y enamorar a los demás de ella.
Doña Encarnación se quedó callada un rato.
— Lo que sientes, es penoso y doloroso, pero se te pasará, mi hijita — dijo cariñosamente a la chica — ahora te das cuenta quien es realmente Enrique Rodríguez Guanatosig. No es tu pareja, olvídate, ni siquiera vale lo que vale tu meñique, aún eres joven, estoy segura que ya encontrarás a un buen hombre de quien te enamorarás, con quien te casarás y tendrás una buena familia.
Marisol entonces se acordó, de que ya había oído de su madre estas palabras hace dos años, cuando estaba enamorada del cantante del coro de iglesia. Se puso a sollozar, y Doña Encarnación la abrazó intentando consolarla.
— Mamá ¿me permites que me vaya a Andalucía, a nuestra finca? — le preguntó la chica, al cesar de llorar — allí me sentiré mejor.
— Claro que sí, mi hijita — le contestó la madre — pero quiero recordarte que pronto se celebrará un baile en la casa de nuestro alcalde que se organiza por motivo de la boda de su hija. Las mejores familias de Madrid han sido invitadas, así pues, tenemos que asistir. Quizás, en este baile encuentres a un hombre decente de quien te enamores.
— Está bien, mamá — le dijo Marisol con voz baja. — pero luego me iré inmediatamente ¿vale?
Capítulo 8
Faltaba sólo un día para el baile de la ciudad, y en la casa de la Fuente se realizaban preparaciones a toda marcha, para este acontecimiento. Marisol e Isabel estaban probándose nuevos vestidos y adornos.
Roberto, su hermano mayor, que había venido a casa para el fin de semana, también iba con todos. Los sirvientes estaban limpiando su capa y traje de ceremonia.
Marisol protestaba y se auto-regañaba probándose el vestido de corsé con rudas varillas en la espalda, arcos en las caderas y el duro collarín ondulado de algodón que le apretaba el pescuezo. Así era la moda en aquella época, y todas las damas nobles tenían que seguirla.
— ¿Quién inventó todas estas varillas y arcos? — decía la chica, muy molesta, — ¿acaso no se puede llevar la ropa, sin que tenga todas estas cosas?
— Así es costumbre, mi hija, — le decía Doña Encarnación tratando de tranquilizarla — pertenecemos a la alta sociedad y debemos cumplir sus requisitos.
— No me gusta nada esta sociedad, son todos tan falsos y envidiosos, todos fingen pretendiendo ser lo que realmente no son, pero por sus adentros quieren humillarte o hacerte daño y de esta manera destacarse y llamar la atención.
— Marisol ¡qué cosas dices! — exclamó Doña Encarnación asustada — ojalá nadie te oiga! Sé que eres lista, distinta de los demás, pero ¡ten cuidado! ¡No atraigas la atención hacia tu persona!, cumple por lo menos, las principales reglas de urbanidad. Los espías de la Inquisición se encuentran por todos lados buscando a quien más mandar al fuego, y además hay muchas personas envidiosas que en cuanto puedan, aprovechan tus palabras para calumniarte ¡no sabes cuánto me preocupo por ti, Marisol!
— Está bien mamá, intentaré parecer así como se debe, aguantar estas miradas y cortejos hipócritas ¡ojalá pronto se termine todo para que yo pueda retirarme a nuestra finca cerca de Córdoba! Allí me siento bien, — refunfuñaba Marisol — no hace falta llevar estos horribles vestidos de corsé, peinarse de la misma manera, igual que los demás, sonreír y adular a todos incluso cuando alguien te parezca antipático!.
— Ay mi hija, mi hija — le contestó Doña Encarnación suspirando — ¡ten cuidado, mi niña, te lo ruego!
— Pues estoy de acuerdo con Marisol — se metió en su conversación Isabel — ¡eso es justo lo que dice mi hermana!
— Vaya, ¡y tú también! — exclamó la madre de las chicas. – ¡Cállate por Dios!
La hermana menor de Marisol aún no había experimentado decepciones de amor; estaba muy contenta con el hecho de que se la hubieran llevado del monasterio para vivir las vacaciones. Y el baile le parecía una aventura divertida.
Al día siguiente, el coche que llevaba toda la familia Echevería de la Fuente — menos al hijo menor, quien se había quedado en casa con su abuela — llegó al Palacio del alcalde.
Aquí, cerca de la entrada, reinaba un bullicio increíble. A cada rato venían coches nuevos de donde se bajaba la gente, todos emperifollados aparatosamente, riéndose, charlando, saludando y dando reverencias a los demás.
El mismo alcalde recibía a sus huéspedes enfrente de su casa, al verlos saludó con alegría a toda la familia Echevería de la Fuente; estos entraron al palacio dirigiéndose a la sala principal, decorada con terciopelo azul, donde ya se había reunido mucha gente. Al lado, se encontraba otra sala, más pequeña, en donde sobre las mesas grandes para los invitados habían sido servidos varios aperitivos a los invitados, para su agasajo.
Roberto llevaba a su madre tomándola del brazo. Marisol e Isabel se mantenían juntas.
En la sala Doña Encarnación enseguida encontró a unas amigas, con quienes entabló una conversación. Roberto, que también descubrió por allí a muchas personas conocidas, desapareció por algún sitio. Y mientras tanto, Marisol e Isabel observaban a los visitantes.
En la parte opuesta de la sala, la chica vio a la familia Rodríguez: Don Luis, Elena y Enrique. Elena, vestida de rojo, estaba ocupada conversando con dos galantes caballeros, mientras su hermano, de traje muy elegante, se encontraba en compañía de la misma señorita rubia, a quien Marisol había visto una vez durante su paseo en el parque. Y parecía estar totalmente absorto con su amiga, sin notar a nadie alrededor de si.
Elena, entre tanto, captó la mirada de Marisol y le saludó con la cabeza, pero no se acercó a su amiga, sino que volvió a la charla animada con sus galanes.
“Vaya, nuestra amistad se encontró en otra ocasión!”, — pensó la chica pesadamente. Sin embargo, se distrajo hablando a su hermana sobre los allí presentes, a quienes conocía. La chica se sentía muy incómoda en su vestido de espolín gris, de corsé, peinada con raya recta, al igual que las demás damas y se daba cuenta que tenía muchas ganas de abandonar este lugar lo más pronto posible.
Entre tanto, apareció en la sala el anfitrión del festejo, anunciando el matrimonio de su hija y el inicio de baile, y entonces los músicos empezaron a tocar un menuete.
La primera pareja que salió al centro de la sala, eran los recién casados, Mercedes Alvares, hija del alcalde, y su esposo Fernando de la Cuesta. La muchacha era rubia, vestida de espolín blanco, y su esposo un joven muy galán, alto, esbelto y moreno.
Los caballeros empezaron a invitar a las damas, y pronto la sala se llenó con las parejas del baile. Entre ellos Marisol vio a su hermano que había invitado a la hija del juez, a Elena bailando con uno de sus galanes, y a Enrique con la misma chica.
Pero nadie invitó a bailar a Marisol e Isabel.
La hermana menor de la chica aún tenía trece años — era su primer baile; estaba mirando a todos con curiosidad entreteniéndose en la fiesta.
Sin embargo Marisol se puso sombría,”¿acaso estoy tan mal arreglada que nadie me presta un poquito de atención?” — pensó con tristeza.
Doña Encarnación dejó de charlar con sus amigas y se acercó a sus hijas. La mujer observó que Marisol no apartaba la vista de Enrique.
— La señorita con quien está bailando el menor, señor Rodriguez, es Laura María Ramírez, hija de uno de los nobles más ricos de Valladolid. El año pasado Enrique estaba allí por asuntos de su servicio militar y le hizo perder la cabeza ¡ella es un buen partido para un caballero empobrecido! La chica se enamoró de él hasta tal punto, que aceptó la invitación de visitar nuestra ciudad de provincia, ya que por aquí tiene parientes lejanos. Como ves, Enrique no se aparta de ella, y es ya tan evidente que incluso su madre ha llegado. Quizás, pronto se anuncie el noviazgo.
Marisol suspiró. Entre tanto terminó el baile, observó que las chicas volvían la vista, y de repente se encontró a su lado a su primo segundo, Jose María, que ya había pedido la mano de Marisol, este le hizo reverencia y la invitó a otro baile. Aunque a la chica le desagradaba enormemente su propuesta, sabía que sería indecoroso negarle, y por eso, tras suspirar, tuvo que aceptarla.
Terminado el baile, Marisol vio que Enrique acompañado de su dama se dirigieron a la sala vecina donde había entremeses. Entonces se sintió, de súbito, que una ola de celos se apoderaba de ella.
— Me gustaría tomar un bocado — le dijo la chica a José María que estaba a su lado. — ¿no quiere acompañarme?
El hombre se quedó sorprendido, pero no lo demostró.
— Con mucho gusto, señorita — le contestó y la cogió por el codo.
Salieron juntos a otra sala, por allí aún no había mucha gente, y la chica vio a Enrique en compañía de su amiga, al lado de una mesa, con una copa de vino y algo de entremeses en la mano. Los dos estaban charlando muy animadamente.
Marisol y Jose María se acercaron a otra mesa. Enrique, al fin, prestó entonces atención a la chica y la saludó con un movimiento de la cabeza. Luego miró con asombró al hombre que la acompañaba.
Marisol se animó. En aquel momento se dio cuenta de que le gustaría provocarle celos al muchacho. Se inclinó hacia José María, fingiendo que estaba prendida y encantada en una charla con él y que a Enrique no le importaría nada
— ¡Qué hermoso baile! — le dijo a su caballero con voz alta y bastante hipocresía, abanicándose.
— Me alegro de que le guste, señorita, — le contestó Jose María, y gracias por pedirme este favor de acompañarla. — Y de súbito le preguntó:
— ¿Se casará usted conmigo?
Marisol se quedó pasmada. Un silencio reinó alrededor de ellos. La chica notó que Enrique y su amiga, cesaron de hablar y se pusieron a mirarlos. Otros presentes también volvieron la vista hacia donde estaban situados.
Había que responder algo.
La chica entonces se dio un aire de coqueta y le contestó con viveza:
— Quizás ¡si usted se porta bien!
Marisol vio a la amiga de Enrique sonreír, y este se quedó hecho un lio por un rato, pero luego volvió en sí continuando su charla con Laura como si nada. Al cabo de un rato salieron, dirigiéndose a la sala de baile.
Mientras tanto, Jose María parecía contento.
— Haré todo lo posible para conquistar su confianza, — le dijo a la chica con reverencia.
Pero este hombre ya no le importaba más, así que Marisol de pronto, perdió todo su interés hacia él. Era obvio que su argucia no había resultado, pero, por otra parte ¿qué otra cosa había podido esperar? ¿intentaba acaso vengar a su novio antiguo?, por unos momentos creyó que crearía algo de interés hacia ella, mas sin embargo parecía que este se quedaba indiferente.
La chica se apresuró entonces a volver a la sala de baile, olvidándose de su caballero, este la persiguió, pero a Marisol en aquel momento sólo le daban ganas de liberarse de este hombre. Por suerte alguien le llamó, tuvo que dejarla, y la chica suspiró con alivio. Volvió junto a su madre y hermana. En la sala el aire le era ya muy pesado, así que por eso y por todo lo sucedido, Marisol se crispó.
Doña Encarnación miró a su hija con asombro. Entre tanto, empezó otro baile y dos jovenes de un grupo de caballeros que se encontraban cerca, invitaron a las dos hermanas a bailar. Marisol se alegró por que así podía distraerse un poco.
Al terminar el baile, el caballero de Marisol le hizo una reverencia y se apartó. La chica le dijo entonces a su madre que se ahogaba y que quería salir a la calle.
— ¿No quieres que Jose María te acompañe? — le pregutó su madre.
Pero Marisol movió la cabeza.
— Pues, ¡cualquiera menos él! – exclamó la chica.
Las chicas salieron, y ya en la calle les alcanzó Roberto.
— Hermana mía, que te pasa ¿estás bién? — la pregunto a Marisol, muy alarmado.
Notó que no mostraba ningún gesto, ninguna expresión.
— Quiero volver a casa, — dijo la muchacha con voz cansada — no me siento bien. Qué Mariano me lleve, luego le mandaré a por ustedes.
— ¿Estás segura que así será mejor, hermana? — le preguntó Roberto otra vez.
E hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, dirigiéndose al coche.
Roberto e Isabel la siguieron pues hasta que subiera al asiento.
— Cuando volvamos ya hablaremos de todo, — le dijo Roberto, cerrando la puerta del coche detrás de ella — no me gusta nada tu estado de ánimo.
Marisol les despidió con la mano y el coche se puso en marcha.
No se acordaba de como volvió a casa.
El portero la miró, sorprendido.
— ¿Usted está bien, señorita? — le pregunto con preocupación en la voz.
— No te preocupes, Hugo, no pasa nada — le contestó — me sentí sofocada en el baile, tengo ganas de acostarme en mi habitación, por favor ¡no me molesten!
El portero inclinó su cabeza con cortesía.
Marisol prosiguió hasta su habitación, se quitó su aborrecido vestido de corsé, vistiéndose con la suave bata de casa, se echó a la cama y se puso a sollozar. Luego se quedó profundamente dormida.
Capìtulo 9
Por la noche despertó a la chica Doña Encarnación.
— ¿Qué te pasa, mi niña? — le preguntó, alarmada, pasándole la mano por la cabeza. En sus ojos grises Marisol leyó una gran preocupación.
— ¿Qué hora es? — preguntó la chica, mirando a todos lados — no recuerdo como me dormí.
— Ya es de noche, está oscuro. No pudimos retirarnos del baile más temprano, habría sido indecoroso, — le contestó Doña Encarnación — tuve que explicar que te tenías dolor de la cabeza por no soportar el bochorno.
— Gracias, mamá.
— ¿Sigues sufriendo por aquel dichoso Enrique? — volvió a preguntarle Doña Encarnación.
— No lo sé, mama. Intentaba quitármelo de la cabeza, ya que comprendo que no vale nada, no es un hombre decente, pero cuando le ví con esta … — se quedó callada por un rato, — me puse mal. Además apareció este dichoso Jose María. No lo soporto, me parece muy antipático, y no sé porqué le invité a acompañarme a la sala de entremeses, por culpa de eso ahora va a perseguirme.
Doña Encarnación abrazó a su hija.
— ¡Pobrecita niña mía! Si, es verdad, nuestro pariente lejano es una persona muy desagradable. Tiene algo siniestro adentro. Es mejor que estés apartada de él. Intentaré a arreglarlo todo.
Las dos salieron de la habitación de Marisol, dirigiéndose al salón, allí les estaba esperando Roberto, sentado en el sofá.
— Marisol ¿cómo estás? — le preguntó a su hermana levantándose de su asiento — Todos estábamos muy preocupados por ti ¿qué te pasa, quién te hizo daño, hermanita?
— Estoy bien, mi hermano — le contestó la chica con voz baja, sentándose en un sillón grande, en el rincón del salón. Se veía que no tenía ganas de hablar.
Doña Encarnación se acercó a su hijo, le cogió del brazo y se sentó a su lado.
— Tu hermana está muy disgustada con Enrique Rodriguez — le dijo — porque se había portado mal con ella. Hace dos años, cuando Marisol y Elena, hermana de Enrique, estaban en nuestra finca en Andalucía, este hombre las visitaba varias veces y se prendió de María Soledad. Le propuso hacerse su novio y le prometió pedir su mano cuando cumpliera con su servicio militar, pero como ves, de momento está a punto de casarse con otra. Así son estos Rodríguez ¡personas de poca confianza!
Roberto se puso muy enfadado, se levantó del sofá e incluso se puso rojo de la ira.
— ¡Y este se llama caballero de Su Majestad! — exclamó con indignación.
El hermano de Marisol, normalmente, era un hombre bastante reservado y sabía controlarse a si mismo, pero de vez en cuando le sucedían reventones de rabia, y en aquel preciso momento no pudo mantener su calma. ¡Insultaron el honor de su familia! En estos asuntos Roberto era implacable y nunca lo podría perdonar.
— ¡Este canalla maltrató a mi hermana! ¡la engañó y la hizo sufrir! ¿cómo pudo tratarla de esta manera, como si fuera una sirviente? — gritaba Roberto, caminando muy rápido por el salón de aquí para allá — ¡se lo haré pagar todo! ¡todas las lágrimas de mi querida hermana! — exclamó arrancando su espada.
Doña Encarnación y Marisol se levantaron bruscamente de sus sitios y se acercaron corriendo al muchacho, intentando calmar la tempestad de sus sentimientos.
— Tranquilízate, querido hermano, — le decía Marisol, — este hombre no vale lo suficiente como para ir con venganzas hacia él. Todo pasará, yo ya comprendo que no es una pareja adecuada para mí.
— ¿Cómo que no vale? ¡insultó a toda nuestra familia!. No puedo dejarlo así, o ¡no soy un caballero de Su Majestad! ¡tiene que responder por todo!
— ¿Qué piensas hacer, Roberto? — le preguntó Doña Encarnación muy alarmada. Marisol también parecía perpleja.
— ¡Ahora mismo me voy a su casa para desafiarle!, hablaremos como dos hombres!, me lo tiene que aclarar todo!
Las dos mujeres se pusieron a persuadirlo para que no lo hiciera, pero Roberto parecía implacable. Se liberó de sus manos, cogió su capa y salió corriendo de la casa.
— ¡Oh, Dios! y ahora ¿qué será? — le preguntó la chica a su madre, muy pasmada y sobresaltada.
Doña Encarnación suspiraba dolorosamente.
— Lamentablemente, no lo podremos retener — dijo con tristeza — soy yo quien tiene la culpa, no debí contárselo. Ahora habrá un escándalo, ya sabes, para Roberto la cuestión de honor está por encima de todo.
Entre tanto, Roberto montado en su caballo corría a todo correr hacia la casa de los Rodríguez. Como vivían cerca, al cabo de unos minutos ya estaba allí, se desmontó a la entrada y llamó a la puerta.
El portero le abrió y al reconocerlo, inclinó su cabeza con respetuosidad y le hizo pasar.
Roberto prosiguió a la sala donde se encontraban sólo el dueño de la casa, Don Luis, y la abuela de Elena y Enrique. Al ver al huésped a esa hora en su casa, los dos se pusieron de pie ante lo inesperado.
— ¡Mis respetos, señores! — les saludó Roberto con reverencia — He venido para ver a Enrique, tengo que conversar con él, ¿está en casa?
El muchacho intentaba mantener la calma, pero su aspecto agitado y enfurecido les provocó un desagradable escalofrío a los dueños de la casa. Entre tanto al oír el ruido, entró en la sala el mismo Enrique, y seguidamente apareció Elena. Todos miraban con gran asombro al huésped inesperado.
— Buenas noches, señor Echevería, — le contestó Don Luis, muy alarmado, — pero ¿qué es lo que pasa, a que debemos su visita a esta hora?
— He venido por ti, — dijo Roberto dirigiéndose directamente a Enrique, — salgamos para hablar como dos caballeros de Su Majestad.
Enrique sin contestar nada, cogió su capa y siguió a Roberto. Los demás presentes los miraban con ansiedad, y los dos muchachos salieron a la calle.
Enrique conjeturaba el motivo por el que había venido el hermano de Marisol, pero guardaba silencio.
La calle estaba tranquila, parecía que sólo las estrellas en el cielo nocturno los observaban a los dos.
— Te hago el desafío — empezó a decir Roberto directamente, sin rodeos, mirando directamente a los ojos del joven — creo que sabes cuál es la razón. Prometiste casarte con mi hermana, pero la engañaste; esto es un insulto para mi abolengo, que se lavará sólo con la sangre.
Enrique se puso pálido y alterado, su respiración y corazón se aceleró. Roberto era uno de los mejores tiradores de espada en el país y uno de los caballeros de Su Majestad más fieles. Batirse con él significaba condenarse a si mismo a una muerte verdadera.
— Era simplemente un enamoramiento que pasó pronto — masculló el muchacho.
— Supongamos que así fue — le contestó Roberto — pero nadie te tiraba de la lengua. ¿Para qué le diste una promesa a mi hermana si no estabas seguro de que pudieras cumplirla?. La palabra de un caballero es ley. Marisol te creyó y te estaba esperando todos estos años, sin embargo ni siquiera moviste un dedo para explicarle todo o pedirla perdón. Te portaste como un cobarde.
Enrique se quedó callado, no tenía nada que responder.
— Mañana a las seis en punto te espero cerca del encinar en las afueras de la ciudad; espero que te portes como un caballero y no rechaces el desafío, sino, deshonestarás a toda tu familia y todo el mundo va a saberlo.
Enrique no le contestó nada, sólo bajó su cabeza.
Roberto, entonces, sin añadir nada más, se montó de un salto en su caballo y partió fuera alejándose a toda prisa.
Capítulo 10
A Roberto le dieron ganas de cabalgar un poco, y por eso se fue al campo a pesar de que ya era de noche. Al encontrarse fuera de la ciudad, soltó a su caballo y le dejó trotar y correr a rienda suelta. El muchacho necesitaba dejar salir toda su rabia y así calmarse.
Al cabo de una hora, después de haber jineteado a satisfacción, volvió a casa. A pesar de que ya era plena noche parecía que nadie dormía. Estaban encendidas las velas y al entrar al salón vio a su madre, a Marisol y a Elena que le estaban esperando, y al verle las tres se levantaron bruscamente.
— ¡Roberto por favor, perdona a mi hermano, te lo ruego! — exclamó Elena, poniéndose ante sus plantas — sé que se portó muy indignamente, pero ¡aún es tan joven!. Está claro que no quedará vivo tras este desafío, pues todos saben que eres uno de los mejores caballeros de Su Majestad; no hay nadie que use la espada igual que tú. Voy a persuadir a Enrique para que le pida perdón a Marisol. Tu hermana dice que ya lo ha perdonado; por favor, niégate al desafío, te lo ruego! — y Elena se puso a sollozar.
Marisol y Doña Encarnación, a su vez, le pidieron también a que renunciara al duelo.
Roberto se quedó perplejo.
— Cancelar el duelo no es decente para los caballeros de Su Majestad. Bueno, les prometo que no le causaré daño, tan sólo le espantaré un poco, aunque no me cueste nada ganarlo, no le haré nada, se lo prometo. Doy mi palabra de caballero, ¡pero que no deje de pedir perdón a mi hermana! — y con estas palabras el muchacho se retiró del salón.
Todos los presentes suspiraron con alivio, pues Roberto nunca decía palabras vanamente y siempre cumplía sus promesas.
Elena se despidió con reverencia y se apresuró para llegar a su casa lo más rápidamente posible, para calmar a sus familiares.
***
Al día siguiente por la mañana, en el encinar que se encontraba cerca de la puerta de la ciudad, Roberto Echevería de la Fuente se encontró en el duelo con Enrique Rodríguez Guanatosig, llevando consigo a otros dos caballeros como padrinos.
Los duelistas eligieron para el combate una hectárea en donde resaltaban desde el terreno unas grandes piedras.
El sol recién amanecido, se levantó sobre los árboles, en los que entre sus ramas cantaban los aves sonoramente, y el aire fresco sacudía las caras de los duelistas. Los muchachos se quitaron su armadura de caballeros, dejando tan sólo las camisas sobre sí mismos.
Cruzaron las espadas y se inició el duelo. Roberto de un golpe tomó la iniciativa y al cabo de unos minutos hizo entrar a su adversario en los márgenes de la hectárea.
Luego todo se desarrolló muy rápido. Enrique subió de un salto a una de las piedras, para lograr que a una pequeña altura, pudiera parar el golpe de Roberto, pero no pudo tenerse en pie y se cayó, dándose un golpe en su cabeza contra otra piedra.
Al ver que su adversario no se levantaba, Roberto se le acercó corriendo, y descubrió que estaba inconsciente con una herida sangrante en la cabeza. Las gotas de sangre caían sobre la hierba.
Roberto se inclinó sobre el muchacho que no revelaba señales de vida. Los padrinos también se acercaron hacia ellos.
— Está respirando — dijo Roberto — hay que llevarlo a casa ¡ojalá se recupere!
Uno de los padrinos sacó un pañuelo, y frotando un poco quitó la sangre de la cabeza de Enrique.
— Quédate por aquí, con él — dijo Roberto a un hombre, y tú — se dirigió al otro — vete a su casa a por el coche.
Después volvió su cabeza a su adversario herido que permanecía sin conciencia.
— Perdóname, Enrique, Dios que lo ve todo, sabe que no quería hacerte daño.
Con estas palabras se montó de un salto en su caballo gris y desapareció.
Volvió a casa donde le esperaban todos los miembros de la familia. Casi nadie había dormido esa noche; al verlo sombrío y preocupado, todos comprendieron que había pasado algo imprevisto. Roberto relató a sus familiares lo que había sucedido en el encinar.
— Todo ocurrió tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo para prevenir su caída — dijo muy bajo — Dios es testigo, no le hice daño. No es mi culpa. Os di la palabra y la cumplí. No sé por qué el Señor lo dispuso así. Hoy mismo me vuelvo a Toledo — añadió el hijo mayor de Doña Encarnación, alejándose a su habitación.
Marisol, Doña Encarnación y otros familiares se quedaron muy desolados. Nadie esperaba tal viraje del asunto. Todos estaban seguros que nadie sería víctima del duelo y todo terminaría con la reconciliación de las partes.
— ¡Qué pena! — dijo Doña Encarnación suspirando dolorosamente — ¡pobre Enrique! ojalá se recupere!. Hay que visitar a los Rodríguez para preguntar por su salud. Debemos rezar por él.
Marisol también estaba muy triste, e Isabel y Jorge miraban a las dos, perplejos y asustados.
Entre tanto Roberto se marchó a Toledo, y por la tarde Doña Encarnación decidió ir a la casa de Rodríguez para llegar a saber de Enrique y proponer una ayuda, pero ni siquiera la dejaran atravesar los umbrales. Allí estaban seguros que Roberto no había cumplido su promesa y Enrique se había quedado herido por su culpa.
— Han llegado malos tiempos, hijos míos — dijo Doña Encarnación al volver a casa — sólo nos queda orar para que no le pase nada a este muchacho y se recupere, si no, hay que esperar lo peor.
Todos permanecían callados.
— Es mejor que nos vayamos de la ciudad hasta que se arregle todo — dijo la madre a sus hijos — voy a disponer que preparen el coche y el equipaje para mañana.
Poco a poco todos los habitantes de la casa se fueron a sus habitaciones, y en la casa reinó un silencio siniestro; hasta los menores no salían.
Al quedarse sola Marisol se echó a su cama y se puso a llorar para relajarse de la tensión nerviosa que había sufrido. Todo lo sucedido en los últimos días le pareció una pesadilla.
Luego, de súbito, sintió que ya no tenía lágrimas.
— ¡Pobre Enrique! — dijo ella — ¡ojalá que quede vivo!
Se acercó a la imagen de la Virgen María en el rincón de su habitación y se persignó, “protégeme por favor, Santísima Madre de Dios — pronunció mentalmente — quita mi dolor, aclara mi mente y dime que hago”.
Se sentó en la silla de al lado de la ventana y descorrió las cortinas macizas de color beige; estaba oscureciendo y no había nadie en la calle, como si se hubieran muerto todos los habitantes.
— ¿Qué será de mi, de todos nosotros? — se preguntó a sí misma — cuando lleguemos a nuestra finca, tengo que confesarme.
De repente un pensamiento entró en su cabeza. Ante su mirada interior surgió la imagen del cantante joven de quien se había separado hacía unos años. Una revelación inesperada la afectó como un rayo, ¡Enrique no fue predestinado para ella, no es su prometido!, y aquel joven, quien entonces se había apoderado de su corazón, era precisamente él!
Marisol volvió a llorar, pues se preguntaba: ¿para qué había tenido ganas de vengar a Enrique, para qué tenía celos de él?.. “¿Por qué intentaba coger lo que no fue predestinado para mi? — pensó la chica — a lo mejor, El Señor lo había apartado de mí, y de verdad no lo quería y no quiero, sino que simplemente intentaba aprovecharle para olvidar a otro hombre”.
— ¿Por qué resultó herido si Roberto se había negado a vengarle y sólo quería observar las reglas de urbanidad?.. Y ahora, no se sabe que pasará, si se recuperará o no. De todos modos, nuestras familias han llegado a ser enemigos, ¡qué pena! — seguía afligiéndose.
Marisol se sintió muy culpable por todo lo sucedido. “Y esta pobre chica, su novia, ¿cómo estará?.. seguro que también sufre — recordó a Laura y se puso mal — y si yo estuviera en su lugar?”
Luego se acordó de cómo había coqueteado en el baile con José María y sintió frío; en efecto ¡simplemente lo había utilizado para vengar a Enrique!; así que la chica, poco a poco, llegó a la débil conclusión de que no se olvidaría de este hombre así como así, era algo que sospechaba.
Por otra parte el muchacho a quien ella amaba, ¡tampoco estaba predestinado para ella, sino para Dios!; esta idea la traspasó el corazón a Marisol como una flecha, de manera que volvió a llorar.
— Oh Señor, ¿por qué? ¿para qué tengo que soportar todo eso? ¿cómo lo puedo solucionar? — se interrogaba la chica, levantando los ojos hacia el cielo, hacia el icono de la Virgen María, pero no oía ninguna voz, ni había ninguna repercusión dentro de su alma. Sólo se le aparecía la imagen del cantante joven, que desde el coro de la iglesia volvía a ofrecérsele ante sus ojos, y le pareció a la chica que le estaba sonriendo.
Marisol secó las lágrimas, sacó un gran bolso y se puso a recoger sus cosas para el viaje a Andalucía.
Capítulo 11
Por la mañana del día siguiente toda la familia, menos Roberto que ejercía su servicio en la corte, estaba a punto de marcharse de la casa para ir a su finca familiar en Andalucía. El equipaje ya había sido preparado y el coche estaba esperando cerca de la entrada principal. Doña Encarnación estaba dando las últimas disposiciones a los sirvientes que se quedaban para atender la casa. Roberto había de venir de Toledo a casa los fines de semana.
Era una mañana gris, estaba nublado, parecía que iba a llover. Por la madrugada Doña Encarnación había mandado a un sirviente a la casa de los Rodríguez, para preguntar por el estado de Enrique, y aquel volvió con la noticia, que el menor del señor Rodríguez había vuelto en si y estaba mejorando.
Doña Encarnación se persignó y comunicó la noticia a sus hijos. Todos recobraron el ánimo; “Gracias, Santísima Virgen María — mentalmente rezó Marisol — ojalá Enrique se recupere pronto”.
Todos los viajeros, con dos sirvientes a quienes llevaban consigo, ya estaban subiéndose al coche, cuando de repente enfrente de la casa apareció un jinete de traje azul. El hombre se desmontó del caballo, y Marisol y Doña Encarnación, con disgusto, vieron que era José María.
Entonces la chica sintió frío adentro, y Doña Encarnación le preguntó con voz alto, turbada y preocupada por el motivo de su visita tan repentina e inesperada.
— He venido para ver a Marisol y preguntarla cuando me dará una respuesta — contestó el hombre con arrogancia. Doña Encarnación agitó las manos, moviendo la cabeza.
— Ahora no es tiempo para esto, Jose María — le dijo la señora. — Todos hemos sufrido una gran conmoción, sobre todo María Soledad, por eso nos vamos a Andalucía, a nuestra finca familiar. Todos necesitamos descansar y tranquilizarnos.
— ¿Por qué no puedo acompañarles? — insistía su pariente.
— No hace falta que lo hagas — le contestó Doña Encarnación — este camino está siendo muy bien vigilado, no tienes que preocuparte por nosotros.
Jose María preguntó entonces cuando volverían a Madrid.
— En otoño — contestó la señora al instante — Bueno, ya es hora de irnos, adiós Jose María, déjanos, atiende tus propios asuntos, seguro que te quedan muchos pendientes para realizar.
Todos se acomodaron en el coche y los caballos se pusieron en marcha trotando por el pavimento de la ciudad.
Jose María les siguió con una mirada endurecida y adusta durante unos minutos, luego se montó de un salto en su caballo y desapareció.
— Ya te dije, hija mía, que no te dejará en paz así como así — pronunció Doña Encarnación con preocupación en su voz, cuando ya se habían alejado una poca distancia — En vacío coqueteaste con este hombre en el baile, no parece una buena persona. No sabemos además que tiene adentro, en su mente.
Marisol sólo suspiró. Sin embargo, pronto salieron fuera de la ciudad y nuevas impresiones del viaje eclipsaron todas esas sensaciones negativas producidas por el encuentro con aquel hombre.
Al cabo de una semana los viajeros llegaron a su finca, su dominio, cerca de Córdoba. Era pleno verano, y en el gran jardín todo florecía y perfumaba con intensa fragancia el ambiente. En el follaje de los árboles, alegremente cantaban los aves y hacía bastante calor.
Tras llegar, Marisol e Isabel, con mucho gusto, muchas ganas y alegría, se cambiaron de ropa quitándose sus trajes de viaje y poniéndose vestidos ligeros, y enseguida se precipitaron a la alberca. Jorge Miguel siguió a sus hermanas.
Doña Encarnación miraba a sus hijos batiendo en el agua con regocijo, riéndose y rociándose unos a otros con nubes de salpicones.
— Ay mamá, ¡qué bien se está aquí! — exclamaba Marisol — ¡nunca más quiero volver a nuestra lúgubre casa de Madrid! ¡me gustaría quedarme por aquí para siempre!
— A mi también me gusta mucho nuestra finca — apoyaba con sus palabras Isabel — ¿por qué no nos trasladamos para vivir aquí?
— Eso es imposible, mis niñas — les contestó doña Encarnación con un suspiro — allí en Madrid, tenemos obligaciones. Somos personas nobles y tenemos que frecuentar la sociedad. Por aquí apenas encontraréis a muchachos decentes con quienes podríais casaros!
— Pero es que Córdoba también es una gran ciudad! ¡y en donde vive tanta gente! — exclamó Isabel.
Doña Encarnación no se puso a discutir, “que las chicas disfruten de nuestro hermoso jardín, respirando el aire fresco y bañándose en la alberca. De todos modos, más tarde, seguramente tendrán ganas de volver a Madrid”, — pensaba, tranquilizándose la mujer a sí misma.
Tras bañarse a satisfacción y después de cambiarse de ropa, todos los hijos de Doña Encarnación con gran apetito comieron los deliciosos platos que había preparado para ellos la cocinera, Doña María, y después se alejaron a sus dormitorios para descansar. Pasadas unas horas, cuando ya empezaba a atardecer, las hermanas pidieron permiso a su madre para que las dejara pasear por el jardín. Doña Encarnación sabía que no les pasaría nada ya que el jardín por todos lados estaba rodeado por la alta muralla de piedra, así que por eso las dejó pasear libres a voluntad.
Las dos chicas empezaron a deambular por su hermoso jardín, les gustaba visitar sus diferentes y variados rinconcitos ocultos, donde desde su infancia habían tenido sus secretos.
En un rincón lejano donde se encontraba una broza, en la ciega muralla, había un paso que apenas se distinguía — sólo dos hermanas, o quizás el viejo jardinero Don Eusebio, sabían de su existencia. Aún en su niñez las hermanas a veces, se escapaban de la casa por esta apertura estrecha y secreta, para ir al río.
Cerca de la finca pasaba el río Guadalquivir que suavemente llevaba sus aguas majestuosas hacia el Mediterráneo. Y ahora las dos chicas, como antes, cuando eran niñas, sin convenir de antemano, se dirigieron al paso en la muralla. Colándose por la abertura, se encontraron así en el bosque de eucaliptos, entre la espesura de boneteros y hierbalunas. Las hermanas tantearon un sendero que estaba dentro de una espesa hierba, y por este, se precipitaron hacia el río.
Al cabo de un rato el sendero apareció destrozado, y las chicas se encontraron al borde de un derrocadero. Debajo de ellos alegremente llevaba sus aguas el caudaloso Guadalquivir. Las chicas se quedaron pasmadas disfrutando de un hermoso paisaje que se descubría ante sus miradas.
Antes, cuando eran niñas, se bañaban en este río algunas veces. A poca distancia la orilla se hacía más en declive, y poco a poco se iba trasformando en una playa arenal. Las hermanas se dirigieron allí y pronto llegaron a una orilla desierta.
Las chicas se quitaron su ropa y entraron en el agua. Estaba fresca y la corriente era bastante fuerte. Tras bañarse a placer, salieron a la orilla, y después de secarse, se pusieron sus vestidos y se sentaron en la arena muy contentas y plácidas.
No lejos de ellas se veían ruinas de unas construcciones antiguas. Todo a su alrededor parecía fascinante y misterioso. Las chicas se calmaron y aplanaron mucho, al sentir que una energía especial existía en este lugar.
De repente Marisol sintió algo extraño, como si se cayera a algún sitio viajando a través del tiempo. La chica se vio aquí mismo, pero todo era distinto; había mucha gente alrededor, vestidos muy raros; unos edificios desconocidos se levantaban por todos lados, y la gente estaba reuniéndose, como preparándose para algo importante.
Y de súbito, surgió ante su mirada la imagen del joven cantante desde el coro de la iglesia — Marisol, no se sabe por que, se daba cuenta que era precisamente él, aunque parecía que era un hombre de aspecto muy diferente. Se encontraba entre la multitud contando algo a la gente, y ella le miraba y estaba orgullosa de él.
Marisol volvió en si porque Isabel le tiraba del brazo.
— Marisol, ¿qué te pasa? — le preguntó su hermana, asustada — parecía como si te hubieras dormido, aunque estabas con los ojos abiertos.
La muchacha entornó los ojos y sacudió la cabeza.
— De verdad, ha sido un momento muy extraño, como si tuviera un sueño, pero muy raro — le contestó Marisol a su hermana, aún bajo los efectos de su visión. — Estuve en este mismo lugar, pero había mucha gente desconocida, muy rara, y yo estaba entre ellos. Una ciudad antigua, una gran reunión — no sé pues que me ha pasado, no sabría explicarte, … no sé que era todo esto.
La muchacha parecía un poco confundida.
Isabel miraba a su hermana con sumisión, quería mucho a Marisol y sabía que era muy distinta, no tal y como las demás.
— Bueno, hermanita, ya es tiempo para volver a casa — dijo Marisol levantándose. — Isabel, te lo ruego, no le digas a nadie de nuestro paseo, de este lugar, del paso en la muralla. Y sobre todo, nadie debe saber de mi sueño, que se quede todo entre nosotras dos, si no pensarán que estamos locas. No le revelaremos a nadie nuestros secretos.
— Muy bien, vale pues, te lo juro, Marisol, ¡nadie se enterará de nuestro arcano! — exclamó Isabel.
Las chicas se pusieron en camino para volver a la casa y pronto se encontraron en el patio de su finca.
Doña Encarnación ya empezaba a preocuparse por ellas, pero sabía que el jardín era muy grande, rodeado por una muralla tras la cual era imposible escalar, por eso su madre no tenía miedo que a sus hijas les pudiera suceder algo, así que simplemente las regañó porque todavía les gustaba esconderse de los mayores aunque ya no eran niñas.
— Perdónanos mamá, por favor — le dijo Marisol — nuestro jardín es tan grande, con tantos hermosos rincones, que ¡no nos dan ganas de irnos de aquí!
— Bueno, os habéis liberado y disfrutado a voluntad, pajaritas — les contestó Doña Encarnación, riéndose — ¡disfrutad de la libertad!
Capítulo 12
Al día siguiente Marisol se fue a la parroquia que estaba en una aldea no lejos de la finca. Allí servía de cura el padre Alejandro con quien la chica confesaba de vez en cuando.
A la muchacha le gustaba mucho conversar con él. Padre Alejandro celebraba oficios hacía ya mucho tiempo, en aquella pequeña parroquia al borde del pueblo, y que frecuentaban los hacendados desde las fincas vecinas y los campesinos de la aldea. Ya era un hombre de avanzada edad, y los parroquianos le querían por su sabiduría y amabilidad. Siempre encontraba palabras para dar consuelo a los que lo necesitaban en difíciles momentos de la vida. Marisol le recordaba aún desde su niñez. Por haber perdido a su padre hacía unos años, le faltaban los consejos de un hombre, por eso siempre que lo necesitaba, con mucho gusto se comunicaba con el cura que también la quería como si fuera su hija.
— Necesito confesar y hablar con usted sobre muchas cosas, padre — le dijo Marisol al cura al saludarlo, cuando se vieron en la iglesia; al oír esto el Padre Alejandro invitó a la muchacha a sentarse en el banco junto a sí mismo.
— He cometido muchos errores durante los últimos meses — empezó Marisol su charla — y me siento culpable. Por mi causa, casi murió un caballero quedando herido grave, y además coqueteé en el baile con otro hombre aunque me parecía muy antipático.
— ¿Cuándo has logrado hacer de mala gana todo esto, hija mía? — le preguntó el cura cariñosamente — ¿no crees quizás, que estás engrandeciendo tu culpa y te auto flagelas tontamente?, ¡yo ya te conozco bien! — sonrió.
Marisol le relató muy detalladamente todo le que le había pasado en los últimos meses, mientras el padre Alejandro la estaba escuchando muy atentamente frunciendo el ceño.
— Es una historia muy ingrata, hija mía — le dijo al callarse un poco — Por una parte, como si no tuvieras la culpa, no querías que a tu antiguo novio le hicieran daño. Hasta tu hermano se negó a vengarle. Sin embargo, pasó lo que pasó. Quizás, el Señor le castigó por otras razones desconocidas para nosotros.
— Por otra parte — continuaba el cura — ya te has dado cuenta de que aquel hombre no había sido predestinado para ti, entonces, intentaste apropiártelo utilizando los celos; esto es un pecado, hija mía. No importa lo que te hubiera prometido y que no lo cumpliera, simplemente Dios lo apartó de ti. No obstante, en tus adentros, tuviste ganas de vengarle ¿no?
Marisol bajó su cabeza.
— Pues bien, Marisol, a veces la envidia y el deseo de vengar hieren antes que la espada; tienes que arrepentirte y pedir perdón, hija mía. Y también, porque intentaste involucrar a otra persona en tu venganza. Según lo que me has contado no me parece un hombre decente. De esta manera, al coquetear con él, abriste una caja de Pandora, esto es muy peligroso, porque no se sabe qué pueda cometer tu pariente. Deben tener cuidado, tanto tú como toda la familia.
Los dos se quedaron callados un rato.
— Otro cura, en mi lugar, te recomendaría que te retirases al convento — continuó el padre Alejandro. — Sin embargo, según te conozco, tú no has sido creada para llevar una vida de monja. Quizás los años de estudios que pasaste en el monasterio de las carmelitas, te fatigaron bastante.
— Pues, que hago, padre? — le preguntó Marisol.
— Tienes que frecuentar el templo, pedir perdón al Señor y arrepentirte por lo que has hecho o pensabas hacer. Dios te perdonará. Respecto al amor, … creo que el amor de tu vida aún no ha aparecido y que lo encontrarás más adelante.
Marisol meneó su cabeza y respiró dolorosamente. Padre Alejandro la miró interrogativamente. La muchacha le contó también, como hacía unos años había conocido a un cantante del coro de la iglesia que debía hacerse cura, y como se había enamorado de él.
— ¡Ahora lo comprendo! — exclamó el padre — Sólo me queda compadecerte, hija mía. Es un gran disgusto enamorarse de un hombre que no pueda casarse, ya que debe servir a Dios. El Señor te ha hecho pasar por una prueba muy grave; intentabas a olvidar a aquel muchacho por medio de otro. Lamentablemente, muchas personas actúan de la misma manera, pero no es justo, hija mía — suspiró el padre — como ves, no ha salido nada bueno de todo esto.
Marisol lo miró penosamente.
— Pues entonces ¿qué hago padre, con todo esto? — volvió a preguntarle — No se puede amar a este hombre ya que está predestinado a Dios; por otra parte, tampoco podía amar a otro hombre ya que había sido predestinado para otra mujer. Entonces ¿quién está predestinado para mí?
— Aún eres joven hija mía, ya encontrarás a tu prometido.
— Y ¿si de repente resultara que, otra vez, aparece otro hombre, no estará predestinado para mí?
— Al prometido no le pasarás de largo — contestó el padre Alejandro, de una forma evasiva.
La muchacha se quedó sorprendida, al oír esta afirmación. ¿Qué podría significar? ¿qué quería decirle el padre Alejandro?
— Padre ¿por qué es así el mundo, que si uno sirve a Dios, no puede amar a nadie, no puede tener una familia? — le escrutaba Marisol. Se acordó de Rodrigo y le dio un vuelco el corazón.
— Tocas un tema muy espinoso, hija mía — le contestó el cura. — El hombre que sirve a Dios, no debe amar sólo a una persona, sino a todos, pero en otro sentido, distinto de lo que comprendes tú.
— Ten cuidado, Marisol — añadió, suspirando. — Conmigo puedes hablar de cualquier cosa, soy cura y estoy vinculado por el arcano de confesión, pero no te olvides que en nuestro país, el poder supremo en realidad no pertenece al rey, ni siquiera a la iglesia católica, sino al Tribunal de la Inquisición que se somete al Papa. Muchas personas inmorales e indecorosas se aprovechan de esto para liberarse, por medio de la Inquisición, de sus adversarios, o para hacer daño a alguien por cualquier motivo.
Cualquier persona que te envidie tendrá ganas de perjudicarte y redactará una denuncia contra ti; eso será suficiente para someterte a torturas y enviarte al fuego. Ten mucho cuidado en lo que digas, hija mía, nunca confíes en personas desconocidas.
Marisol se encogió, al oír estas palabras.
— ¿Acaso todo es tan desesperado? — le preguntó con voz baja.
— Es difícil vivir en nuestro país — suspiró el cura. — Hasta nosotros, los clérigos, sirvientes de Dios, arriesgamos en cualquier momento encontrarnos en las manos de los espías del Papá. Si ahora alguien sorprendiera nuestra conversación, enseguida nos enviarían a los dos a la prisión de torturas a Córdoba.
— Sin embargo el mundo es, no sólo España y el Santo Imperio Romano — continuaba el padre — aunque por supuesto, hay países, donde la vida es mucho más dura que en Europa, como por ejemplo, en el Oriente, en los países musulmanes. Sin embargo hace más de veinte años Cristóbal Colón, buscando una nueva vía hacia la India, descubrió el Nuevo Mundo, un gran continente — América, como lo nombró un viajero italiano.
Estoy informado de que mucha gente ya se marchó allí, o tiene ganas de marcharse, para empezar una vida nueva en un país libre; aunque por supuesto, nuestro poder hará todo lo posible para someter esas tierras, convirtiéndolas en sus colonias.
Marisol estaba escuchando al padre Alejandro con mucha atención. Sabía muy bien lo que le acababa de relatar. En aquella época conversaban por todos lados sobre el viaje de Colón y su descubrimiento del Nuevo Mundo. Y mucha gente ya se había ido allí: algunos por orden del rey, otros buscando aventuras o para salvarse de los espías del Papa.
— Por supuesto, los misioneros de nuestra Iglesia Católica también se dirigieron a América; sin embargo, pienso que no será pronto cuando la mano de la Inquisición alcance esa tierra. Creo que muchas personas podrán empezar allí una vida nueva, libre y feliz.
— Gracias, a usted, padre Alejandro — pronunció Marisol — me ha tranquilizado un poco y me ha aclarado muchas cosas.
— Que te excusen tus pecados, que Dios te bendiga, hija mía — dijo el padre, haciendo la señal de la cruz encima de la cabeza de la muchacha.
Marisol salió del templo, sintiendo un gran alivio. Padre Alejandro sabía consolar, ahora la vida ya no le parecía tan desesperada como antes, el sol brillaba en el cielo azul, cantaban los aves, el aire fresco traía el olor de jardines florecidos, los bosques de eucaliptos y de los campos. La muchacha se sintió como si una luz empezara a brillar delante de ella, y se precipitara a su encuentro.
***
Entre tanto, la vida en la finca pasaba con plena tranquilidad y placidez. Las hermanas disfrutaban de los paseos por su hermoso jardín, recónditas escapadas hacia el río y algunos viajes a Córdoba. Los domingos toda la familia asistía a las misas en la parroquia, y los jueves Marisol solía tener charlas con el padre Alejandro.
A veces los visitaban sus vecinos, hacendados de otras fincas, de esta forma Marisol entabló amistad con Inés Gonzáles, muchacha de una familia muy rica de Valladolid, que venía a su dominio cerca de Córdoba cada verano.
Doña Encarnación también solía ir de visitas con sus hijos a las fincas de los vecinos, sin embargo ninguno de ellos tenía tal jardín con alberca y baños, como la familia Echevería de la Fuente, por eso algunos huéspedes no dejaron de visitarlos. Inés Gonzales venía a la casa de sus nuevas amigas casi cada día. Todos los chicos, acompañados por Doña Encarnación y Don José, con frecuencia salían a la ciudad, divirtiéndose y alegrándose de la vida.
Al parecer, Marisol se olvidó de todos sus pesares, pues ya no tenía tanta preocupación como antes, pero en su rostro apareció una arruga, su cara ya no era tan brillante y en sus ojos, a veces, se distinguía una tristeza.
Así imperceptiblemente pasó otro verano, y llegó el tiempo para volver a Madrid.
Isabel debía continuar sus estudios en el monasterio de las carmelitas.
Doña Encarnación echaba de menos a su hijo Roberto que, debido a su servicio, no había podido tomar tiempo para visitarlos en la finca este verano.
Marisol se daba cuenta que tenía ganas de volver a sus ensayos con el coro de la iglesia.
Antes de su partida, la muchacha se entrevistó de nuevo con el padre Alejandro.
— Me alegro de que hayas vuelto a la vida después de tus pesadumbres, Marisol — le dijo el cura cariñosamente — pareces alegre y tranquila, así que te sugiero, cuando vuelvas a Madrid, que hagas las paces con tu amiga y su hermano, tu antiguo novio; así obtendrás la paz en el alma.
Marisol suspiró.
— No sé si será posible, pero lo intentaré — le contestó con voz baja.
— ¿Qué piensas hacer en Madrid, hija mía? — continuó la conversación el padre.
— Seguiré cantando en el coro de la iglesia, y también ayudar a mi madre a gestionar la casa, luego …, pues no sé, — dijo pensativa.
Se quedaron callados un rato.
— Padre — de improviso dijo Marisol — de todas maneras, no puedo comprender una cosa, ¿acaso Dios dispuso que sus sirvientes, clérigos, no deben casarse y tener familia?, o lo inventaron las gentes?
El cura se quedó turulato; recordó que la muchacha ya le había hecho tal pregunta, pero nunca le había dado una respuesta inteligible.
— Escúchame, hija mía — empezó a contestarle — te diré una cosa. Claro que así nos enseñaron y convencían, pero de verdad, yo mismo no creo que precisamente según la voluntad de Dios, los clérigos deban quedarse solitarios. Conocí a unas personas que habían viajado por diferentes países. Me comentaban que allí los curas se casan, tienen hijos, y al mismo tiempo sirven a nuestro Señor.
— Sin embargo — padre Alejandro acercó su cara a la chica y bajó la voz — todo lo que te acabo de comunicar, debe quedarse entre nosotros dos, no pienses en decírselo a alguien en algún sitio, es mejor que te olvides de estas palabras mías por tu propio bien, hija mía. En nuestra Iglesia Católica es obligado a que sea así; si no estás de acuerdo con algo, eres un hereje y te esperarán todos los círculos del infierno.
Marisol suspiró.
— Lo comprendo, padre — dijo con voz baja — estaré callada, ¡es una pena que no podamos cambiar nada!
— Por el momento, sí — le contesto el cura, desconsolado — quizás un día nuestros descendientes sean más libres y felices.
Marisol se despidió del padre Alejandro y salió de la iglesia; no sabía aún que nunca le volvería a ver, y al día siguiente toda la familia abandonó su finca en Andalucía para partir a Madrid.
Capítulo 13
En Madrid, de toda la familia, sólo Marisol y Doña Encarnación se quedaron en su gran casa. Isabel volvió al monasterio de carmelitas en León para continuar sus estudios. Roberto y Jorge Miguel estaban en la corte, por su servicio. Los dos hermanos solían venir a la casa los fines de semana, y para Doña Encarnación y Marisol cada una de sus llegadas se convertía en una verdadera fiesta.
Marisol decidió continuar sus ensayos con el coro en la Catedral de San Pablo. En realidad estas actividades eran su única diversión. Después del incidente con la familia Rodríguez todos los contactos con ellos cesaron. Tras recuperarse de su herida, Enrique se casó con su novia y se trasladó a Valladolid llevando consigo a todos sus familiares, así que Marisol sólo tenía comunicaciones con algunas muchachas del coro, pero estas no pertenecían a su círculo y no estaban admitidas en la alta sociedad.
Entre tanto, pasaron tres semanas. La vida al parecer, empezaba a volver a su curso habitual, cuando de súbito un nuevo disgusto cayó sobre sus cabezas. Durante el verano, todos casi se olvidaron de José María y sus pretensiones hacia Marisol. Ahora bien, de repente este volvió a aparecer en su casa, haciendo acordarse a la muchacha de su supuesta promesa de casarse con él.
Tanto Marisol como Doña Encarnación no estaban precisamente encantadas por su regreso. La muchacha le comentó que no estaba dispuesta a casarse con nadie y que pensaba retirarse al monasterio. Doña Encarnación también decidió hablar muy en serio con su pariente lejano, explicándole que su hija se había quedado confundida y que aquel hecho en el baile sólo había sido una equivocación. En fin, le pidió que dejara en paz a su hija y su familia.
Sin embargo José María no era de esas personas que renuncian así como así a sus fines, por lo que decidió conseguir el suyo a cualquier precio. Se puso a acechar a la muchacha y se enteró de que unas pocas veces a la semana frecuentaba la Catedral de San Pablo por los ensayos del coro y a veces cantaba en oficios con otros cantantes; incluso la observaba y la vio salir de la catedral varias veces y subir a su coche.
Al fin un día, se atrevió a acercarse y a hablar con ella, cuando la muchacha estaba dirigiéndose a su coche para irse a casa.
Al ver a su dichoso primo segundo, parado contra el muro gris de la catedral, Marisol sintió un incómodo frío corriendo por su espalda y presintió algo siniestro. Este hombre le parecía muy antipático, incluso le daba repugnancia, así que volvió a arrepentirse de lo que había pasado en el baile hacía unos meses.
— ¿Qué quieres, José María? — le preguntó con frío en la voz — ¿para qué me persigues?
— Quiero que seas mi esposa.
— Ya te comenté que no pienso casarme. Olvídate de aquel suceso en el baile; fue una equivocación. En realidad no te prometí nada. Era una broma.
— Te casarás conmigo bien por las buenas o por las malas. Si no, haré una denuncia a la Inquisición, les contaré que tu familia son herejes que no respetan La Escritura Sagrada y censura a Dios.
La muchacha sintió como si todo se le encogiera por sus adentros del terror. Este hombre, en efecto, podía realizar su amenaza y de esa manera echar a perder a toda su familia. Ya se conocían tales casos. Nadie va a comprobar la veracidad de su denuncia al Tribunal del Papa. La muchacha sabía que aquella máquina diabólica ya había matado a miles de personas inocentes. Se quedó plantada y sin fuerzas para oponerle algo.
Era obvio que el malhechor se alegraba por haberla asustado.
— Te doy tres días para reflexionar — le dijo entre los dientes; montó de un salto a su caballo y se alejó al galope.
Marisol no se acordaba de como volvió a casa. Doña Encarnación no estaba ya que se fue a visitar a su madre, abuela de Marisol, que tenía dolor de las piernas.
Silvia, su nueva sirviente, aún una chica muy joven, al verla asustada y deprimida, le preguntó a la señorita qué le había sucedido.
— Quiero quedarme sola — le contestó Marisol. — Cuando mi madre vuelva a casa, que venga junto a mi.
Al quedarse a solas, Marisol comprendió todo el horror de su estado. ¿Cuál de los dos males debía escoger? ¿ casarse con aquel hombre tan odioso y así sacrificarse, arruinar su vida, pero salvar a su familia, o someter a todos los familiares a terribles torturas de la Inquisición y acabar siendo quemados vivos en el fuego?
La muchacha estaba tan deprimida que ni siquiera podía llorar, y así se quedó sentada encogiéndose en un ovillo durante casi una hora; de esta forma la encontró Doña Encarnación. La mujer se preocupó de veras, al ver a su hija en tal estado.
— ¿Quien te asustó hasta tal punto? — le preguntó a la muchacha su madre, muy alarmada.
Marisol le relató sobre su encuentro con José María, de sus pretensiones y amenazas.
Doña Encarnación se inquietó mucho, sabía que aquel hombre tenía una alma oscura y era capaz de lo peor para conseguir lo que deseaba. La mujer abrazó a su hija.
— Pobre niña mía — le dijo con voz baja. — Apenas nos apartamos de una desgracia cuando ya llegó otra.
Así, calladas, se quedaron las dos unos minutos. El sol de otoño penetraba en la habitación a través de las cortinas transparentes, iluminando sus caras pálidas.
— ¡Roberto! — de súbito, exclamó Doña Encarnación — será mi hijo mayor quien nos ayudará!, él goza de la confianza del mismísimo regente, ¡así que encontraremos un modo para parar a este malhechor!
Inmediatamente la mujer salió de la habitación para escribir un mensaje a su hijo, y mandó a Mariano ir enseguida a Toledo. Este, en un momento estuvo listo y se marchó.
Al día siguiente por la mañana Roberto ya estaba en Madrid, en la casa de su madre. En Toledo comentó que había sucedido algo a sus familiares, y el regente le dejó marcharse.
Toda la familia se reunió en el salón. Marisol relató a su hermano sobre las amenazas de su primo segundo. Roberto se puso furioso.
— ¡Que canalla! — exclamó, cogiendo su espada, ¡aún no sabe con quién está tratando estos asuntos!. Vale la pena desafiarlo.
Marisol y Doña Encarnación le estaban mirando sin decir ni una palabra.
Al cabo de un rato el muchacho se calmó.
— No, creo que no es la mejor solución, — empezó a razonar, andando por el salón de aquí para allá, en su pesada armada de caballero que todavía no se había quitado — no se sabe si lo podré matar, y si se quedará vivo, quizás sería peor. Entonces, es cierto que va a lograr vengarse.
— Y ¿qué hacemos? — le preguntó Marisol, desesperada..
En aquel momento la muchacha vio a su sirviente Silvia en la puerta del salón, haciéndoles señales con la mano. Marisol salió para hablar con ella.
— ¿Qué quieres, Silvia? — la preguntó la muchacha.
— Señorita María Soledad, necesito comunicarle algo importante sobre su pariente. Por casualidad oí la conversación de ustedes. Espero que lo que le diga, les sirva de algo.
Marisol invitó a la sirviente al salón. Al principio Silvia se sentía incómoda, pero luego entró e hizo una reverencia.
— Mamá, Roberto, Silvia quiere decirnos algo importante sobre Jóse María, — dijo Marisol.
— Habla Silvia, no temas, — dijo Doña Encarnación.
La sirviente se envalentó y empezó a hablar.
— Hace unos días, cuando no había nadie en la casa, vino el señor Lopez, preguntando por la señorita Marisol. Le dije que no estaba, que todos se habían ido, entonces … — la chica se quedó callada.
— Continua, Silvia, te estamos escuchando — pronunció Roberto muy serio.
— El señor Lopez se me acercó y se puso a tentarme, — continuaba Silvia con pudor — luego me llevó a una habitación y me dijo que si le obedecía y le pudiera complacer, me recompensaría.
Se calló. Todos esperaban a que siguiera su relato, muy atentos.
— Pues, ¿que sucedió luego? — le preguntó Roberto con impaciencia.
— En aquel preciso momento alguien entró por la puerta — fue su vecina, Doña Dolores. Entonces me dijo con voz baja: “Ya volveremos a nuestra conversación”, y se fue de la casa.
Silvia tomó aliento. Por un rato todos se quedaron callados.
— ¡Vaya canalla! — exclamó Roberto — bueno, ¡ahora, por lo menos, yo sé lo que debo hacer!
— Silvia, puedes irte, haz tus cosas, — le dijo a la sirviente Doña Encarnación.
— Con su permiso — le contestó la chica, hizo una reverencia y salió del salón cerrando la puerta detrás de sí misma.
Roberto se levantó de su sitio y volvió a andar por la habitación.
— José María también es uno de los caballeros de Su Majestad, — se puso a razonar el muchacho — voy a informar al regente que cortejaba a mi hermana y a su criada a la vez. Será suficiente para juzgarlo y enviarlo a la prisión, o exiliar del país, quizás a las colonias — añadió.
— Pero no me intentaba seducir, como lo hizo con Silvia, simplemente me amenazaba, — replicó Marisol.
— No importa, hermana — dijo Roberto — Bien, así lo suprimimos, no importa de qué manera, bien, puede enviar a todos nosotros al fuego de la inquisición, y ni siquiera el mismo rey nos ayudaría, ya que los legados del Papa no le someten. Ahora mismo salgo para Toledo. ¿Cuándo debe aparecer este tipo en la casa?
— Dentro de dos días — contestó Marisol con voz baja.
— Perfecto — dijo Roberto. Ya me estoy yendo. Mañana por la tarde llegaré llevando conmigo otros caballeros. Ya le derrocaremos.
Salió del salón. Doña Encarnación mandó a los sirvientes que dieran de comer a su hijo.
Después del desayuno le ganó el sueño ya que había estado en vela toda la noche. Sin embargo al cabo de dos horas ya estaba de pie, se despidió de todos, montó a su caballo y se puso a correr a todo correr hacia Toledo.
Al cabo de dos días Marisol y Doña Encarnación en el salón de su casa estaban esperando la visita de José María. En la habitación de al lado estaban escondidos Roberto con otros caballeros que habían venido de Toledo.
Cerca de las diez de la mañana su dichoso primo segundo apareció, vestido con traje azul, de calcetas oscuras, con su espalda a la talla. Al dejar su caballo cerca de la entrada, entró la casa y se dirigió directamente al salón donde lo esperaban Marisol y Doña Encarnación sentadas en los sillones grandes de color gris a ambos lados de la chimenea. Hizo reverencia, para observar las conveniencias, y acercándose a Marisol, le preguntó sin rodeos:
— ¿Has pensado en lo que te dije hace tres días?
La muchacha asintió con un movimiento de la cabeza.
— No me casaré contigo, José María — le contesto Marisol con voz de hielo. — No te amo.
— Pues, perfecto — pronunció José María con soberbia — no quieres que sea por las buenas, que sea por las malas.
Se acercó a la muchacha y le cogió del brazo con rudeza.
— Bien, te vas conmigo, bien, ahora mismo escribo una denuncia a la inquisición.
La intentó arrastrar detrás de si. La muchacha se puso a gritar. Doña Encarnación se lanzó en su ayuda.
En este preciso momento abrió la puerta, y Roberto con otros caballeros que estaban esperando en la habitación adyacente, entraron corriendo al salón, se acercaron al malhechor, y, con la rapidez de un rayo, lo capturaron y lo ataron. Este ni siquiera pudo defenderse o pronunciar una palabra.
Roberto con ayuda de dos compañeros suyos, llevó a su pariente a la calle, los demás trajeron caballos de la cuadra que estaba detrás de la casa. El desafortunado José María fue enarbolado a su caballo y este convoy formado por los caballeros de Su Majestad, estando a la cabeza Roberto, fue mandado directamente a Toledo, al Tribunal de la corte.
Doña Encarnación y Marisol parecían ni muertos ni vivos después de todo lo sucedido. Sólo al pasar una hora empezaron a volver en sí y se dieron cuenta por fin, que nadie les amenazaba más; así que pudieron tomar aliento.
Diez días después, el dichoso pariente de la familia Echeveria de la Fuente fue juzgado por el Tribunal del Rey y condenado al exilio del país a las colonias, por la pérdida del honor de caballero.
Roberto Echevería personalmente, le escoltó hasta Cádiz, donde el prisionero fue colocado en un navío que le iba a llevar a las islas para cumplir la condena.
Terminado el asunto, Roberto volvió a la casa y comunicó que nada más amenazaba a su familia. Todos los habitantes de la casa, por fin, podían dormir en paz.
— Y ¿si de repente huye y vuelve por aquí? — preguntó Marisol cautamente.
— Es posible, pero muy poco probable. Espero que se quede allí para siempre. Así que podéis vivir tranquilas.
Por la tarde Doña Encarnación organizó una pequeña cena familiar para celebrar aquel evento, a donde invitó a sus hermanas, tías de Marisol y a su abuela. Todos se alegraban por la prodigiosa liberación del peligro que amenazó a toda la familia, agradeciendo a Roberto por la discreción.
— Y ahora, ¿qué piensas hacer, mi hermana? — le preguntó a Marisol Roberto después de la cena — ¡no estaría mal que te buscáramos a un novio!
— Pienso irme a Andalucía para unos meses — le contestó Marisol — por aquí, en Madrid, sólo tengo disgustos. En nuestra finca me siento bien y tranquila. No importa que pronto llegue el invierno, no le tengo miedo.
Doña Encarnación se apenó, al saber de la decisión de su hija.
— Estarás sola allí, hija mía — le dijo con un suspiro — Y yo también me quedo sola en nuestra casa, pero tengo que estar aquí. ¡Ojalá que por lo menos Roberto se case pronto para que pueda criar a mis nietos!
— No te preocupes por mí, mamá — le consolaba Marisol. – Allí estaré muy bien en nuestra casa antigua, en nuestro jardín tan grande y hermoso, no importa en qué estación del año estemos; por aquí tienes a mis tías y a mi abuela, además Roberto y Jorge Miguel van a ir a visitarte con más frecuencia.
Quiero vivir allí unos meses para tranquilizarme, — añadió — ya pensaré que voy a hacer. Por aquí no me siento bien, parece que las mismas paredes me aprieten; ni siquiera puedo continuar mis ensayos con el coro, ya que todos vieron aquel incidente con José María. Ya no sé que puedan pensar de mi.
— Bueno, quizás, en realidad, así será mejor para ti — suspiró Doña Encarnación — vete con mi bendición, hija mía, ¡quién sabe!, acaso allí, en Córdoba, hallarás a tu prometido.
Por la mañana del día siguiente, a la entrada de la casa, a Marisol ya estaba esperándola el coche, para llevarla a Andalucía. La muchacha llevaba consigo a Silvia, su nueva sirviente. Su hermano Roberto debía acompañarla hasta Toledo.
Doña Encarnación lloraba abrazando a su hija y despidiéndose de ella. Al subir al coche, la muchacha extendió su vista mirando su casa por última vez. Pensó que su vida anterior se quedaba atrás. Le parecía que algo maravilloso, por fin, debía ocurrir en su vida, sustituyendo todas las penas y disgustos de los últimos años.
Por eso Marisol, con alegría, miraba los paisajes de la Castilla otoñal que pasaban ante su mirada, a través de las ventanillas del coche que la llevaba fuera, lejos de Madrid, al encuentro de una vida nueva.
Capítulo 14
Al cabo de unos días, Marisol llegó de nuevo a su querida finca en Andalucía. Estaban a mediados del mes de Octubre. Los árboles en el jardín y arboledas de alrededor ya empezaban a obtener los hermosos matices del otoño. En el jardín los campesinos recogían la cosecha de frutas. Una parte de la cosecha Don José la enviaba con carretería a Madrid, el resto la vendía a comerciantes.
El administrador de la finca se quejaba que antes de que los musulmanes y judíos fueran expulsados del país, había muchos comerciantes que llevaban su negocio muy bien y pagaban a manos llenas; pero en aquel momento el comercio iba muy flojo.
Don José vivía en la finca con su esposa, Doña Manuela. Los esposos ya eran de avanzada edad. No obstante, su vida al aire libre, entre la naturaleza, discurría bastante calmadamente, así que los dos gozaban de muy buena salud. Su hijo mayor ya hacía tiempo que vivía en Córdoba, donde se dedicaba al comercio, ayudando a vender la cosecha recogida en el jardín de la finca. El segundo hijo de los esposos estaba casado con una sirviente de la finca vecina, donde vivía con su familia y servía de cochero.
Doña Manuela atendía la casa para mantenerla en orden.
En la finca vivía también un viejo jardinero, Don Eusebio, que estaba enamorado de su jardín, que en realidad era producto de sus esfuerzos, y parecía que el viejito llegaba a ser parte de su obra; raramente aparecía en la casa ya que vivía en su caseta pequeña y pasaba todo su tiempo entre sus plantas.
La cocinera, doña María, vivía en la aldea con sus hijos y nietos, llegando a la finca sólo cuando venían los dueños desde Madrid.
La llegada inesperada de Marisol sorprendió a todos, aunque les había sido enviado un mensaje con aviso, por eso la estaban esperando, le habían preparado su habitación, y para tal ocasión habían llamado a María para que hiciera la comida para la señorita.
El coche se paró delante de la antigua casa mauritana. Marisol y Silvia se bajaron extendiendo la mirada alrededor de sí mismas. Era un hermoso día de otoño. El sol brillaba en el cielo azul, cantaban los pájaros, un suave vientecillo traía olores muy finos de hierbas y flores. Todos los habitantes de la casa salieron para recibir a su jovencita ama y la saludaron con una gran alegría. La sirvienta miraba a todos lados con curiosidad ya que estaba aquí por primera vez.
Marisol, al abrazar a Don José y a su esposa, a la cocinera María y al viejo jardinero, con mucho gusto extendió los músculos, y respirando con pleno pecho, exclamó:
— Por fin, ¡ya estoy en casa! ¡qué bien estar aquí! Silvia — se dirigió a su sirviente — Doña Manuela te enseñará adonde llevar el equipaje. Yo por ahora, voy a pasear por el jardín.
La muchacha con gran placer dio una vuelta por su querido jardín, disfrutando de sus hermosos paisajes, entre los árboles pintados con los colores del otoño y flores exuberantes. Se dirigió a su alberca preferida y se quedó allí admirando la placidez del agua; sobre su flor aún florecían bellas azucenas. Luego se echó a la hierba y así quedó acostada un rato mirando al cielo azul.
“Que lindo! — pensó ella — igual que en el paraíso! ¡Qué bien que tengamos esta finca con tan maravilloso jardín!
Los sirvientes para su llegada calentaron los baños. Tras cambiar de ropa y lavarse, la muchacha con apetito saboreó la comida preparada por María — cerdo al horno, verduras con arroz y deliciosas empanadas. Después se retiró a su dormitorio, donde pasó el resto de la tarde, y al fin se durmió con el apacible sueño de un infante.
Al día siguiente, al despertarse, Marisol decidió a ir a la parroquia de la aldea para visitar al padre Alejandro. Tenía mucho de que hablar con el cura.
“Vaya, ¡me imagino cuanto se sorprenderá el padre al verme de nuevo” — pensaba Marisol gozando de antemano su encuentro, mientras el coche la llevaba al pueblo por el sendero entre los campos y arboledas de eucaliptos.
— A propósito, tenemos un cura nuevo — le dijo Don José por el camino a la aldea — aún muy joven.
“Qué mala suerte!” — pensó la muchacha con enojo — Y ¿a dónde se fue el padre Alejandro? – preguntó al administrador.
Estaba tan decepcionada que ni siquiera preguntó nada por el nuevo cura. Tenía muchas ganas de conversar con su amigo clérigo de todo lo que le había pasado en Madrid, y escuchar sus buenas consejos, pero… otra vez la esperaba una decepción.
— Padre Alejandro ya es un obispo — le contestó el administrador.
Marisol suspiró y pensó, “ya veremos, quizás resulte que el nuevo padre también es una buena persona”
Cuando estaban acercándose a la iglesia, Marisol de repente, sintió una inquietud rara por sus adentros; un presentimiento incomprensible se apoderó de la muchacha, y no sabía si era de buenas o de malas.
Se bajó del coche y entró en el templo que estaba casi vacío. El oficio del alba ya había terminado. A la entrada se cruzó con el oblato, ayudante del padre, a quien ya había visto antes muchas veces. Este al verla, le hizo una reverencia de respeto.
Marisol le saludó y preguntó por el cura nuevo. El oblato le indicó el otro extremo de la iglesia, donde la muchacha vio a un padre que estaba conversando con una parroquiana. En este momento su interlocutora se levantó, agradeciéndole, y salió de la iglesia.
Marisol se dirigió al encuentro del cura. Entre tanto, este, sin percatarse de su presencia, se acercó al altar y se puso a rezar.
Al oír sus pasos detrás de sí, el clérigo volvió la cabeza y Marisol pudo ver su cara.
Como si un rayo pasmara a la muchacha, esta se quedó paralizada y estupefacta.
¡Era Rodrigo, aquel cantante del coro de iglesia de quien se separó hacía unos años!
El joven cura también se quedó estupefacto, sin esperar tal encuentro. Marisol notó que el muchacho se había masculinizado y que había adelgazado. Nuevas facciones agudas aparecieron en su rostro, que antes había sido ancho y bondadoso.
— Rodrigo — pronunció la muchacha, apenas audiblemente, sin fuerzas para moverse.
El cura le sonrió e inclinó su cabeza.
— Padre Rodrigo, — la corrigió, presentándose.
Marisol poco a poco volvió en sí.
— Buenos días, padre — le dijo en alta voz — encantada de conocerle.
No sabía qué hacer más adelante, como portarse con él, por eso sólo le contestó con el movimiento de la cabeza, y se apartó hacia el icono de la Virgen María.
Después el joven cura se acercó a su ayudante y le dijo algo, pero luego volvió junto a la muchacha.
— Vamos a la capilla, Marisol, allí hablaremos; he dicho a Antonio que voy a confesarte — le dijo, invitándola a seguirle.
Salieron de la iglesia y se dirigieron hacia una capilla que se encontraba entre un pequeño jardín. Los dos estaban callados.
— ¿De que modo está usted aquí, Marisol? — la preguntó el cura, cuando entraron a la capilla y la puerta se cerró detrás de ellos — ¡nunca pensé que volvería a verla!
— Yo tampoco — le contestó la muchacha con voz baja — pero me alegro de nuestro encuentro. Por aquí tenemos una finca familiar; me cansé de vivir en la capital y opté por trasladarme a Andalucía, a nuestro dominio.
— Una buena idea — dijo el joven cura — La vida en el campo es más sana y tranquila. Sin embargo, no sé nada de usted, cuando nos conocimos, ni siquiera me dijo su apellido.
— Soy de la familia Echevería de la Fuente — le dijo la muchacha.
— ¡ Ah! sí, me comentaron que los dueños de esta finca viven en Madrid.
Los dos se quedaron callados un rato.
— Me acordaba de usted muchas veces, Marisol — en fin, pronunció el cura — intentaba olvidarla, pero no podía. Ahora bien, no sé si por voluntad de Dios o por una casualidad, nos encontramos otra vez.
De repente Marisol recordó un refrán que había oído del padre Alejandro: “Al prometido no le pasarás de algo”.
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