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Presentimiento

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Introducción

El mundo conocido había quedado atrás. La guerra nuclear entre las potencias nucleares devastó la Humanidad reduciéndola a la mitad. Luego del invierno nuclear que siguió a la destrucción, muchos sobrevivientes de la gran catástrofe salieron nuevamente a la superficie. Salieron con nuevas esperanzas, ambiciones, sueños y proyectos.

Sin embargo, también quedaron a la deriva muchos seres humanos sin rumbo. Náufragos de la civilización que inevitablemente repetirían los mismos errores humanos que conllevaron a la destrucción total.

Fue destruida la Humanidad pero no fue destruido el Humanismo. Quedaba en este mundo gente que quería volver a sus raíces. Que soñaba con ver el mundo que las potencias borraron de los mapas. Ahora tenían la oportunidad de soñar y de construir un mundo mejor. Esa gente soñadora dispersa necesitaba volver a creer en la utopía.

Capítulo 1: Pasiones

Robert manejaba su moto lentamente por las calles destruidas, abriéndose paso entre los escombros de lo que alguna vez fue una ciudad. Era un hombre de estatura media, de 38 años, con una barba corta y descuidada y un bigote pulcro que le daba al rostro un aspecto un poco duro pero al mismo tiempo bondadoso. Su moto, una antigua del siglo XX, emitía un sonido característico que resonaba en ecos por las calles vacías. Con cada curva, se daba cuenta cada vez más de lo mucho que había cambiado el mundo. Alguna vez, esos edificios habían sido un símbolo del progreso de la civilización. Pero ahora solo eran un triste testimonio de cómo había colapsado el mundo en el que había vivido. Mundo que había cambiado quedándose prácticamente sin nadie que lo habite.

Al examinar las estructuras abandonadas, se daba cuenta de que sus recuerdos de lo que fue habían quedado en un pasado lejano. Era uno de los pocos que habían sobrevivido a aquel apocalipsis. El búnker que había construido de antemano se había convertido en su único salvavidas. Ahora vagaba por las ruinas, soñando con crear una nueva vida y una nueva civilización. Buscaba a aquellos que compartieran sus aspiraciones — gente dispuesta a construir la ciudad-fortaleza que él llamaría “Utopía”.

Cuando Robert vio a lo lejos una pequeña choza semienterrada, su corazón se aceleró. Ahí vivían dos personas: un hombre y una mujer. Dima, bajo y frágil, con rasgos finos y grandes ojos claros tras sus anteojos, parecía cansado, pero en su mirada aún se leía esperanza. Masha, un poco más alta que Dima, con cabello largo que enmarcaba su rostro, tenía un aire relajado, pero cuando se enojaba, su expresión se volvía estricta e inflexible. Llevaban dos años sin ver a un alma. Lleno de entusiasmo, Robert detuvo su motocicleta y lo invadió la sensación de que finalmente había encontrado a quienes buscaba.

Se acercó a ellos y, presentándose, expuso rápidamente su idea: “Quiero crear una Utopía — un lugar donde la gente pueda recuperar la seguridad y la paz. Podemos construir una nueva ciudad basada en la confianza y la ayuda mutua”. Dima observó a Robert con evidente interés, sumergiéndose en reflexiones sobre su propuesta. Su rostro se iluminó, como si ya vislumbrara la posibilidad de un nuevo camino.

Masha, por el contrario, se mantuvo cautelosa. Había visto muchas utopías surgir del engaño y la crueldad. Su inquietud estaba relacionada con que el mundo a su alrededor estaba lleno de peligros, y confiar en alguien era demasiado arriesgado. “Pero ya hemos sobrevivido aquí, en este lugar. ¿No te parece que tendríamos que quedarnos así como ya estamos?”, intentaba entender su motivación. En su voz había una determinación, como la de alguien que había pasado por más pruebas de lo que aparentaba.

Robert recordó a Natalia, y su corazón se llenó de tristeza. Ella era una mujer de cabello pelirrojo que parecía brillar bajo el sol, y ojos verde-grisáceos que reflejaban toda la profundidad de su alma. Su nariz era fina y ligeramente puntiaguda, dándole a su rostro un aspecto refinado, y su mirada — segura y penetrante — siempre le causaba admiración a Robert. Natalia sabía encontrar belleza en las cosas simples, y su impulso por ayudar a los demás no era solo un trabajo, sino una vocación. Cada vez que sonreía, el mundo a su alrededor se volvía más brillante, pero ahora, en su ausencia, Robert sentía cómo ese brillo se apagaba. Su determinación e independencia le causaban orgullo, pero al mismo tiempo dolor, pues entendía que no había podido retenerla a su lado. Ahora ella era una más de tantos que quizás se habían ido para siempre de su vida, dejando solo recuerdos de cómo iluminaba sus días.

Parado frente a Masha y Dima, sintió que los recuerdos de Natalia lo atravesaban — su risa, sus pasos seguros cuando se apresuraba a ayudar. Cada momento sin ella lo alejaba del mundo que habían compartido. Entendía que, a pesar de sus sueños, las imágenes del pasado no lo soltaban. La esperanza que quería regalar a otros, ella misma necesitaba ser salvada.

“Entiendo sus dudas”, dijo, intentando conectar con Masha. “Pero juntos podemos crear algo mejor. Tendremos oportunidades que no tuvimos antes. ¡He visto búnkeres, sé cómo sobrevivir y construirlos!” Hablaba apasionadamente, deseando convencer a ambos de que no era solo un soñador, sino un hombre con un plan concreto.

Dima, aún intrigado, animaba a Masha: “¿Quizás deberíamos intentarlo? No vamos a encontrar a nadie más en este mundo postapocalíptico…” Pero sus palabras chocaban con la fría mirada de Masha, llena de desconfianza y dudas.

Mientras tanto, Robert sintió que dentro de él se encendía un conflicto: la luz que anhelaba restaurar en el mundo luchaba contra la sombra dejada por la pérdida de Natalia. No sabía cuál sería su próximo paso. Y aunque soñaba con una nueva vida, su corazón permanecía desgarrado, anclado en un pasado que alguna vez le pareció tan vital.

Masha y Dima, que al principio le parecieron a Robert la encarnación de la calma en este mundo destruido, de repente comenzaron a pelear. Las pasiones que ocultaban ahora estallaban.

— ¿Y a vos qué te pasa? — gritó Masha. Su voz sonó como un trueno. — ¡Este tipo puede destruirnos! Sobrevivimos aquí, ¿y vos estás dispuesto a correr un riesgo innecesario por unos sueños?

— ¿Estás loca? — respondió Dima. Sus ojos brillaban de furia. — ¡Tenemos la chance de un futuro mejor! No podemos quedarnos sentados esperando a que nos encuentren o morir de hambre. ¡Es una buena chance!

El ambiente se caldeaba como en el fuego de una fragua. Robert, parado entre ellos, sentía que sus propias emociones encontraban salida a través del dolor de la pérdida. Veía cómo viejos resentimientos y temores estallaban, cómo palabras llenas de pasión e insatisfacción volaban por los aires.

Masha, sin contener las lágrimas, continuó: — Quizás vos estés listo para creer en un final feliz, ¡pero yo vi lo rápido que este mundo puede arrebatarnos todo lo que tenemos! No voy a arriesgar mi vida por un sueño basado en lo desconocido.

Dima no se detenía: — ¿Y qué proponés? ¿Vivir con miedo? ¿Escondernos en una madriguera y esperar a que nos encuentren algunos matones o morir de hambre? No entendés, ¡tenemos que avanzar! No podemos quedarnos estancados en un solo lugar, ¡tenemos que construir la esperanza!

Robert, mirando alternativamente a uno y al otro, recordó a su Natalia. Recordaba cómo discutían juntos sus sueños, cómo ella hablaba apasionadamente de su amor por la vida y de lo importante que era no temerle al cambio. Cada vez que ella, riendo, lo desafiaba, sentía cómo su alma se llenaba de energía. Ahora, al oír esta discusión, esos fragmentos de recuerdos brillantes se volvían insoportablemente amargos.

— ¿Te acordás cuando soñábamos con el futuro? — dijo Dima, dirigiéndose a Masha. — Hablábamos de nuestras esperanzas, de dónde nos gustaría vivir, de cómo nos gustaría ayudar a otros. No propongo una utopía imposible de construir. Propongo una oportunidad, una oportunidad para una vida nueva.

Masha se detuvo abruptamente. Su enojo se aplacó un poco, y en sus ojos volvió a asomarse una sombra de desánimo y recuerdos. Recordó cómo ella y Dima se sentaban junto al fuego, compartiendo sus esperanzas y sueños. Recordó cómo cada momento de sus vidas estaba impregnado de la expectativa de buenos cambios que nunca llegaron.

— Quizás tengás razón — dijo en voz baja. Su voz era menos cortante. — ¿Pero se le puede confiar a alguien que acaba de aparecer de la nada y nos propone abandonar nuestro hogar?

Dima, notando el cambio en su tono, intentó apoyarla: — Sabés que seguir haciendo lo de siempre no es la salida. Podemos tener esperanza, Masha, pero hay que actuar. Dejá que Robert nos dé una oportunidad, que haya una chance.

Mientras tanto, Robert sintió nuevamente cómo oleadas de emoción lo inundaban. Recordó los días en que Natalia volvía a casa, cansada pero con orgullo en su rostro. Recordaba cómo discutían juntos decisiones difíciles, y cómo sus corazones se llenaban de impulso hacia un objetivo común. Cada conversación con ella estaba llena de pasión, cada discusión era más que solo palabras: era vida.

La mirada de Robert se deslizó por los rostros de Masha y Dima, llenos de contradicciones. Recordó cómo ese sentimiento — la pasión — podía generar tanto amor como odio. Esas emociones, surgiendo desde las profundidades del corazón, los envolvían como un torbellino, forzándolos a tomar decisiones de las que ni siquiera sospechaban.

— No les pido que no duden — dijo con cuidado. — Solo les ofrezco una oportunidad. Quizás el miedo sea algo natural, pero los sueños también tienen derecho a existir. Se nos ha dado la oportunidad de crear algo mejor.

Las palabras de Robert quedaron flotando en el aire. Y aunque su voz sonaba calmada, por dentro bullían los sentimientos. Pero sabía que cada uno de ellos debía tomar su propia decisión. Como él, cada uno llevaba dentro un pilar de pasión. Y por difícil que fuera seguir adelante, entendía que en este nuevo mundo las pasiones podían ser tanto una fuerza destructiva como creativa.

Masha se giró bruscamente hacia Robert, y sus ojos brillaban de determinación. La excitación y la tensión ya habían llegado a su límite, y no podía permitir que esta situación continuara.

— ¡Basta! — dijo, y su voz sonó firme. — No voy a arriesgar mi vida por palabras vacías y promesas. No entendés lo que hemos pasado. Nos cuidamos, sobrevivimos, y todo gracias a que desconfiamos de los extraños.

Dima, con el corazón dividido, intentó encontrar palabras para conciliarlos. Pero Masha lo interrumpió:

— ¡No, Dima! — exclamó. — Vos mismo tenés que entender que confiar en el primero que se te cruce es una locura. Él quizás es igual que aquellos que llevaron al mundo a la destrucción. Todas estas pasiones, la lucha por el poder, el miedo y el odio… esa es la razón por la que terminamos aquí, en este infierno.

Robert sintió cómo sus esperanzas se derretían como hielo bajo un sol abrasador. Los miró a ambos, y en su alma se desataba el caos. El recuerdo de Natalia, su pasión por la vida, su entusiasmo por la medicina ya que ella era médica cardiólogo… su deseo de ayudar… todo eso de repente le recordó que sus propias pasiones fueron precisamente lo que destruyó el mundo.

— ¿Pero cómo deshacerse de las pasiones? — dijo en voz baja, como si la pregunta no fuera solo para ellos, sino también para sí mismo. — ¿Acaso no fueron estas emociones las que llevaron a la guerra y la destrucción? ¿Cómo huir de ellas cuando están dentro de nosotros?

Masha, al oír esto, se suavizó un poco. — No podemos deshacernos de las pasiones, Robert. Solo podemos aprender a manejarlas. Los sentimientos humanos son lo que nos hace humanos. Pero también son la causa de los conflictos. Si dejamos que los miedos y las ambiciones nos controlen, nunca podremos construir el mundo con el que soñás.

Volvió a surgir la imagen de Natalia. Robert recordó con cariño cómo a veces discutían sobre lo que significaba ser humano. Ella siempre creyó que era en las pasiones, en el deseo de ayudar y cuidar a los demás, donde se encontraba la verdadera humanidad. Pero al mismo tiempo, sabía muy bien cómo el miedo y el odio podían fácilmente convertirse en algo destructivo.

— No pienso abandonarlos — dijo, sin poder ocultar la desesperación. — No puedo. Creo que podemos crear algo muy bueno.

— ¡No contés con nosotros! — gritó Masha con determinación, echando los brazos hacia adelante como protegiéndose. — Si necesitás un nuevo hogar, te lo digo clarito: acá no está. Andate.

Robert sintió que su corazón se contraía de dolor. Entendió que había perdido la oportunidad de construir Utopía con ellos, pero sintió aún más claramente que el mundo al que tanto aspiraba estaba lleno de contradicciones. Tenían razón: las pasiones humanas, avivadas en el pasado, se habían convertido en chispas que encendieron la llama de la catástrofe nuclear. Si no aprendían a manejarlas, la nueva sociedad enfrentaría los mismos problemas.

— Me voy — dijo, y su voz se volvió queda. — Pero recordá que el mundo necesita más que solo supervivencia. El mundo necesita esperanza.

Dima no supo qué decir, pero su corazón fue traspasado por la confusión. Miró cómo Robert subía a su motocicleta, y el ronquido del motor resonó en el silencio sordo.

Cuando Robert se fue, Masha y Dima se quedaron parados en el lugar, llenos de tensión e incertidumbre. Su hogar — ese lugar vacío que alguna vez estuvo lleno de miedo — ahora también estaba plagado de dudas.

En el aire flotaba el horror silencioso de darse cuenta de que las pasiones no son solo un asunto personal. Ambos estaban muy ligados a aquellas catástrofes que ocurrieron en el mundo. Y por más que intentaran ocultar sus emociones, tarde o temprano se volverían contra ellos mismos.

— ¿Qué hacemos ahora? — preguntó Dima, y en su voz sonaba la amargura de la perplejidad.

— Vamos a vivir — dijo Masha con dificultad, como si intentara convencerse más a sí misma que a él. — Pero tenemos que tomar nota: las pasiones son una flor frágil que hay que cuidar. No podemos permitir que nos destruyan.

Y en eso radica la contradicción: el destino de cada uno de ellos puede estar determinado por esas valiosas y a la vez destructivas emociones humanas.

Capítulo 2: El mareo

Robert, avanzando a toda velocidad por las calles desiertas en su moto, sentía el viento silbando en sus oídos y la vibración del motor por todo su cuerpo. Habitualmente, la libertad que experimentaba durante los viajes era para él su fuente de inspiración y fortaleza. Pero ese día algo empezó a fallar. De pronto, una sensación de vértigo comenzó a invadir su conciencia. El suelo parecía hundirse bajo sus pies, y el mundo a su alrededor perdía nitidez y firmeza.

Con cada metro recorrido, el miedo que lo envolvía se intensificaba. Intentó serenarse, concentrarse en el camino, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Finalmente decidió detenerse. Miró alrededor rápidamente: las calles vacías permanecían casi deshabitadas, sólo el reflejo mortecino de los faroles se proyectaba en sus ojos.

Al notar un grupo de hombres armados y de aspecto amenazante, comprendió que la desesperación no sería alternativa. Reuniendo todo su coraje, decidió acercarse, procurando no mostrar su inquietud. Los hombres se tensaron en cuanto lo vieron aproximarse.

— Che, ¿quién sos? — preguntó uno de ellos, levantando lentamente el arma.

— Me llamo Robert. Quiero hablar con ustedes — respondió él, esforzándose en mantener un tono firme y sereno.

Robert les propuso la idea de levantar una ciudad para sobrevivientes, un refugio seguro para las personas, lejos de los peligros. Sus palabras fueron recibidas con carcajadas. El líder del grupo, Alexéi, con gesto burlón, dijo:

— ¿Una ciudad? ¿En serio? ¿En este mundo hecho pedazos?

Alexéi se destacaba entre los demás no sólo por su contextura física, sino también por su porte. Alto y robusto, con el cabello rubio prolijamente recortado, imponía miedo y respeto. Su vestimenta era de mejor calidad que la de los otros, que lucían descuidados y con harapos. Alexéi era símbolo de fuerza y crueldad en aquel mundo despiadado. Su mirada segura y su postura erguida remarcaban su condición de líder.

Robert, aunque temblaba por dentro, no cedió. Explicó que tenía un plan, recursos y personas dispuestas a colaborar. Los hombres se miraron entre sí, y Alexéi le propuso poner a prueba sus capacidades: un duelo con espadas.

Consciente de que era un buen espadachín, Robert aceptó. El duelo comenzó, y él se concentró. Su corazón latía al compás del combate. El estrépito del acero chocando retumbaba en el aire. Robert se enfrentó primero a un adversario fuerte y agresivo. Con agilidad esquivó un golpe brutal y aprovechó la apertura para lanzar un ataque certero, desarmando a su oponente. La espada voló por el aire y el hombre, atónito, cayó al suelo incapaz de resistir la destreza de Robert.

El segundo adversario, más astuto, intentó sorprenderlo con una serie de ataques rápidos. Pero Robert, dueño de una calma casi sobrehumana, se movía con gracia, anticipando cada estocada. Con un giro elegante y un leve toque, lo obligó a soltar su arma. Desorientado, el hombre tropezó y se desplomó.

El tercero, visiblemente ebrio, se acercó tambaleante, con una sonrisa absurda en su rostro. Robert, mezclando compasión con cierta diversión, eligió no lastimarlo. Con un movimiento sencillo desvió su torpe embate, y el borracho cayó de espaldas, riéndose mientras caía. Robert, esbozando una sonrisa, comprendió que a veces la victoria se logra no sólo con fuerza, sino también con ingenio y capacidad de “leer” al adversario.

El arma de Robert era en sí misma una obra de arte: una elegante sable de doble filo, como surgido de las leyendas medievales. Su empuñadura de cuero y su hoja curva brillaban bajo la tenue luz de los faroles. Cada línea del arma estaba pensada al detalle, lo que le otorgaba tanto belleza como eficacia. El filo era tan cortante como una navaja, y el doble borde le permitía atacar en ambas direcciones, volviéndolo un rival temible.

Cuando sólo quedó Alexéi, dio un paso al frente con la determinación ardiendo en sus ojos. Robert comprendió que aquel sería el momento decisivo. Intercambiaron golpes, y la tensión crecía. Entonces Robert realizó un movimiento inesperado que desconcertó a Alexéi, haciéndolo caer al suelo.

De pie sobre su contrincante vencido, Robert dijo:

— No me gusta la violencia. No quiero que esto sea parte de nuestro futuro.

Alexéi, sorprendido, se arrodilló y reconoció la superioridad de Robert. Con el respeto mutuo ya establecido, Robert comenzó a explicar su visión sobre la futura ciudad.

El líder del grupo, impresionado por sus habilidades, levantó las manos en señal de capitulación:

— Está bien, probaste tu fuerza. Hablemos de tus planes.

Robert, sintiendo una oleada de confianza, expuso cómo podían unir recursos y conocimientos para construir una fortaleza donde la gente viviera en paz y se ayudara mutuamente. Los hombres lo escuchaban atentos, y Alexéi, ahora más receptivo, concluyó:

— Si realmente estás dispuesto a trabajar con nosotros, te ayudaremos. Pero tené en cuenta que vigilaremos de cerca que todo marche como debe. No nos defraudes.

Robert experimentó un profundo alivio y gratitud:

— Gracias. No los voy a decepcionar. Juntos podemos lograr mucho más que separados.

El grupo se dispersó, dejando a Robert a solas con el silencio de la noche urbana. Inspiró hondo, sintiendo cómo la tensión se desvanecía. Pero aun entonces, tras todo lo vivido, no podía librarse de la sensación de inestabilidad.

— Hay que actuar rápido — pensó, observando los alrededores —. El tiempo no está de mi lado.

Robert volvió a su moto, notando cómo el mareo se disipaba poco a poco. Sabía que aún le aguardaban innumerables pruebas, pero también comprendía que aquel primer paso podría cambiarlo todo. La idea de su plan comenzaba a entrelazarse con la realidad, y sintió que su misión apenas empezaba.

Capítulo 3: Los fantasmas

Habían pasado varios meses desde que encontraron refugio en la fortaleza abandonada, y la vida en ese nuevo mundo se había convertido en una verdadera prueba. Robert, Alexéi y algunos compañeros más — entre ellos mecánicos experimentados y cazadores — decidieron emprender un viaje arriesgado en moto para obtener materiales indispensables con los que reforzar sus defensas. Sabían que sin una protección sólida no podrían sobrevivir ante la amenaza constante de bandidos y de animales salvajes que habitaban en los alrededores. Con todo lo necesario a cuestas, partieron hacia las arenas infinitas, llenas de peligros e incertidumbres, con la esperanza de que la suerte los acompañara.

El viento polvoriento estremecía los límites invisibles del desierto, creando un efecto de espejismo en el que el sol, con sus rayos enceguecedores, marcaba cicatrices ardientes sobre las dunas sin fin. Alexéi, Robert, Jenny y Martín avanzaban en sus motos a través de aquellas arenas despiadadas en busca de salvación. Sus motos rugían bajo la presión del viento, dejando tras de sí una nube de polvo.

De pronto, en el horizonte apareció una sombra amenazante: un grupo de hombres armados se aproximaba a toda velocidad, también en moto. Los motores rugían como bestias salvajes, mientras los rostros de los atacantes se ocultaban bajo máscaras y harapos desgarrados. Cada uno vestía chaquetas de cuero gastadas, adornadas con trofeos de batallas pasadas: dientes, plumas y clavos metálicos. Sus ojos brillaban con ansias de violencia, y en sus manos empuñaban cuchillos y palos listos para el ataque. La atmósfera se volvió insoportable, y la tensión se apoderó de todos los viajeros.

— Mirá, tenemos visitas. — murmuró Alexéi, observando con atención a los adversarios que se acercaban.

Segundos después, la horda salió de entre las rocas. Sus rostros endurecidos revelaban pura agresión y un deseo irrefrenable de apoderarse de lo que buscaban. Robert y sus compañeros comprendieron al instante que habían caído en una emboscada.

— ¡Aléjense! — gritó Alexéi cuando los primeros choques comenzaron.

Robert entró de inmediato en modo de combate. Con una mano controlaba la moto y con la otra sostenía su espada, preparado para defender a los suyos. El polvo levantado por las ruedas se mezclaba con el estrépito del metal y el rugido de los motores. Los bandidos atacaban con astucia y precisión: giros bruscos, saltos inesperados desde sus motos y embestidas con cuchillos y barras metálicas. Cada instante requería reflejos inmediatos.

Martín revoleaba su bate de béisbol, bloqueando un golpe enemigo, mientras Jenny disparaba con precisión su pistola. Pero la cantidad de agresores era demasiado grande. Robert luchaba contra varios al mismo tiempo, y su espada cortaba el aire repelendo una y otra vez los ataques. En medio del caos, alcanzó a ver cómo Alexéi recibía un disparo en el pecho. Aun herido, Alexéi reaccionó con rapidez, salvando a Robert de un ataque mortal. En el instante en que un bandido estaba por matarlo, Alexéi lo embistió con su moto, arrastrando a Robert fuera de peligro.

— ¡Tenemos que retirarnos! — ordenó Robert, su voz atravesando el estruendo del desierto y rebotando en las dunas. El corazón le latía con fuerza y la adrenalina lo invadía por completo. Las fuerzas flaqueaban, y la resistencia parecía cada vez más inútil. Alexéi, Jenny Martín comprendieron de inmediato la gravedad de la situación. Sus motos rugieron como fieras desatadas cuando aceleraron, tratando de escapar de la arena.

Los torbellinos de polvo los rodeaban, reduciendo la visibilidad y haciendo peligroso cada movimiento. Los matones, empeñados en cazarlos, no daban tregua. Sus motores rugían en unísono con la respiración sofocante del desierto.

Robert entendió que sin un plan claro sus posibilidades de sobrevivir se reducían drásticamente. Sacó un mapa de debajo de la campera de cuero, ya empapada de sudor bajo el sol ardiente. Las líneas azules de las rutas brillaban como estrellas guía en el cielo nocturno. Señaló un punto que consideraba ideal para construir una fortificación temporal: un desfiladero estrecho, protegido por barreras naturales.

— Martín, llevá a Jenny y a Alexéi para allá. Yo me quedo a enfrentar a estos malnacidos. — dijo Robert con voz firme y decidida. Sabía que ese paso podía definir el destino de todos.

Martín, su amigo más cercano, ex militar y mecánico de confianza, asintió, comprendiendo el peso de aquella orden. Sus ojos se cruzaron con los de Robert, reflejando una mezcla de determinación y preocupación. Martín dio la señal y partió con los demás hacia el desfiladero.

Robert quedó solo. Su única arma era la espada: pesada, mortal, que sostenía con firmeza en las manos. Sintió el frío del metal en los dedos, su piel temblaba apenas por la tensión. El sol descendía hacia el horizonte, proyectando largas sombras sobre la arena.

Entonces, a lo lejos, apareció una silueta imponente que se acercaba. Era Samuel, el jefe de los bandidos en su imponente moto. Su cuerpo musculoso se tensaba bajo la armadura de cuero, decorada con púas y símbolos rúnicos que proclamaban su estatus. Sus ojos oscuros brillaban con decisión y ansias de poder.

— ¿Qué quieren de nosotros? — preguntó Robert sin apartar la mirada. Su voz estaba tranquila, aunque cargada de furia.

Samuel avanzó con paso firme y seguro. A una distancia corta, sacó un largo sable adornado con runas antiguas que parecían centellear a la luz del crepúsculo.

— Queremos a todas las mujeres de tu grupo — pronunció con voz gélida y amenazante, como un trueno inesperado.

Robert sintió un sudor helado recorrerle la espalda, pero no permitió que el pánico lo dominara. Sabía que era imposible negociar con un enemigo así, aunque mantener la calma era su única opción de supervivencia.

— Acepto — replicó prometiendo algo que bajo ninguna circunstancia cumpliría, aferrando con más fuerza la empuñadura de la espada —, pero sólo si combatimos bajo reglas de duelo.

Samuel sonrió con desprecio. Su arma resplandeció bajo el sol moribundo, y sus ojos se encendieron con el desafío.

— De acuerdo. Pero mirá que te voy a descuartizar, pibe.

La batalla mortal era a espadazos en moto. Comenzó con una descarga feroz de ataques de Samuel. Sus movimientos eran veloces y certeros, cada golpe estaba calculado para destruir. Robert esquivaba, respiraba con dificultad, pero su cuerpo respondía con precisión, guiado por años de entrenamiento y la urgencia de sobrevivir.

El combate se transformó en una lucha tanto física como psicológica. Samuel buscaba quebrar la voluntad de Robert, y Robert lo atraía hacia trampas marcadas por el ritmo del duelo. Cada defensa, cada contraataque, era fruto de una lectura minuciosa de los movimientos del rival.

— No vas a poder derrotarme — rugió Samuel, agotado pero furioso, lanzando una lluvia de golpes que Robert apenas alcanzaba a bloquear.

En un instante decisivo, Robert detectó una vacilación en el movimiento de su adversario. Aprovechando la oportunidad, realizó un giro rápido, lo tomó por la espalda y lanzó un poderoso contraataque. El filo atravesó la defensa de Samuel, desgarrando su carne. El líder matón cayó de su motos e inmediatamente se puso de rodillas sobre la arena.

— ¿Quién eras antes de la catástrofe? — preguntó Robert, sin bajar la guardia.

Samuel, jadeando, levantó la cabeza:

— Luchábamos por la Gran Potencia… — susurró con voz rota, mezcla de orgullo y amargura.

Un instante fugaz de entendimiento pasó entre ellos: dos guerreros enfrentados, ambos forjados por la tragedia.

Sin vacilar, Robert levantó su espada y asestó el golpe final. La sangre tiñó la arena, y el silencio se apoderó del desierto. Los bandidos, horrorizados al ver caer a su líder, retrocedieron y se dispersaron. Algunos arrojaron las armas, otros huyeron.

Robert, exhausto, apenas podía respirar. Sus músculos ardían de dolor, pero el deber lo mantenía en pie. El sol se ocultaba ya, pintando el horizonte de naranjas y rojos, como si fingiera una calma inexistente.

— ¡Basta! — murmuró para sí, sintiendo cómo la adrenalina se desvanecía y la realidad lo golpeaba con crudeza.

Se dirigió hacia el lugar donde habían ido a sus compañeros. Pero al llegar, su corazón se estremeció: Alexéi yacía en el suelo, pálido, con los ojos apagados. Robert se lanzó hacia él, pero era tarde. Alexéi, valiente hasta el último instante, había sucumbido.

Dominado por el dolor y la furia, Robert juró que levantaría en su memoria una fortaleza, un refugio seguro para todos los sobrevivientes. La llamaría “Nuestra Utopía”, tal como alguna vez había soñado Alexéi: un lugar donde las personas pudieran vivir en paz y armonía. Ese nombre se convirtió en símbolo de esperanza y en la promesa de un futuro mejor en ese mundo devastado.

Capítulo 4: La intrigadora

Habían transcurrido ya dos años desde que Alexéi dejara este mundo, dejando a Robert con sus sueños y esperanzas. Durante ese tiempo, muchas almas nobles respondieron a su llamado para crear una nueva sociedad. En el corazón de esa empresa se levantaba la fortaleza que llamaron Nuestra Utopía. Ese nombre se había convertido en símbolo de resistencia frente a quienes dudaban de la posibilidad de construir un mundo mejor. Robert recordaba cómo sus sueños, llenos de luz y esperanza, solían ser considerados por los demás como simples fantasías, como una utopía imposible. En particular, guardaba la memoria de una conversación con su madre, quien, con enojo en la voz, le había dicho una vez que cambiar el mundo era imposible, a lo sumo era una utopía. Incapaz de explicarle lo que aquella palabra significaba para él, Robert, herido por su pesimismo, sólo había respondido con una sonrisa: “Existe, y yo la voy a construir.”

La fortaleza de Nuestra Utopía se erguía majestuosa sobre una colina, dominando el paisaje circundante. Su estructura rectangular, pintada de un vibrante tono turquesa, brillaba bajo el sol, formando un contraste imponente con el verde de la naturaleza a su alrededor. Ese color simbolizaba no sólo esperanza y renovación, sino que también la volvía visible desde lejos, como un faro para quienes buscaban refugio.

El complejo estaba diseñado con dos anillos defensivos, cada uno reforzado con sólidas murallas que añadían capas de seguridad. El primer anillo, cercano al exterior, estaba equipado con torres de vigilancia que se alzaban hacia el cielo, permitiendo a los centinelas observar cualquier movimiento en el horizonte. Estas torres, con ventanas estrechas, estaban adornadas con ornamentos que reflejaban la cultura y los ideales de la comunidad que vivía en su interior.

En el centro de la fortaleza se alzaba la torre principal, alta y esbelta, junto a la plaza central. Esa torre era el corazón de Nuestra Utopía. Desde su cima se dominaba toda la llanura y las tierras desérticas circundantes, lo que le otorgaba un valor estratégico para la defensa y la planificación. La plaza, situada a sus pies, era un espacio vibrante donde los habitantes se reunían para compartir ideas, celebrar festividades y fortalecer sus lazos comunitarios.

Acceder a la fortaleza no era sencillo; la colina donde se levantaba era empinada y escarpada, lo que dificultaba la llegada de vehículos. Ese detalle añadía una ventaja natural de seguridad, pues sólo quienes realmente deseaban unirse a la comunidad, o quienes tenían un propósito claro, podían llegar hasta sus puertas. Los caminos que conducían a la entrada estaban bordeados de unos pocos árboles y vegetación, creando una atmósfera de calma y aislamiento frente al mundo exterior.

En su conjunto, Nuestra Utopía no era solamente una fortaleza física, sino también un símbolo de esperanza y resistencia: un refugio donde los ideales de sus habitantes podían florecer en un entorno seguro.

Allí, Robert se empeñaba en construir una sociedad libre del miedo y de la codicia, un lugar donde cada persona pudiera sentirse valiosa. Cada día, mientras caminaba entre la gente que creía en sus sueños, comprendía que no estaba simplemente trabajando: estaba edificando un futuro. El trabajo autogestionado y la solidaridad eran parte de la vida cotidiana de los habitantes de la fortaleza.

Sin embargo, pronto la armonía de aquel ideal se vio perturbada por Jenny. Ella había llegado a la fortaleza casi desde el comienzo y, durante un tiempo, había gozado de la confianza de Robert.

Era una mujer morena, de cabello corto que enmarcaba prolijamente su rostro. Su nariz prominente y su boca ancha le otorgaban un aire particular, con rasgos fuertes y memorables que despertaban atención. En sus ojos brillaban inteligencia y determinación. Poseía una personalidad carismática que le facilitaba ganarse la confianza de los demás.

Jenny solía hablar con seguridad sobre sus conocimientos previos a la catástrofe, y procuraba utilizarlos para mejorar la vida en la fortaleza, lo que la volvía una figura influyente en aquella sociedad idealista. Convencida de su visión, un día se acercó a Robert y le dijo:

— En nuestra fortaleza hay demasiado caos. Necesitamos una moneda para organizar el trabajo y los recursos. Eso nos va a permitir regular la economía y evitar el derroche de esfuerzos humanos.

Robert quedó desconcertado. ¿Para qué? pensó. Hasta ese momento todos trabajaban de manera conjunta. La comunidad se sostenía en la confianza y la solidaridad, no en la ambición.

— Jenny — respondió, intentando mantener la calma —, estamos bien sin dinero. Nuestra economía no necesita monedas: precisamente la codicia y el afán de riqueza fueron los que llevaron al mundo a la catástrofe.

Pero Jenny no se dio por vencida.

— Tengo un plan que va a funcionar. La moneda estará respaldada por el trabajo de cada persona, y así podremos controlar los recursos y aumentar la responsabilidad individual.

Esas palabras tocaron una fibra sensible en Robert. No quería dividir a su pueblo. La sola idea de una moneda evocaba el individualismo que él había tratado de desterrar. Y, sin embargo, la duda empezó a colarse lentamente en su interior.

Dos días más tarde, comenzaron a circular rumores de que Robert era ineficaz como líder. Notaba cómo algunos lo miraban de reojo, percibía el malestar crecer en el aire. Comprendió entonces que las intrigas se tejían a sus espaldas, y que Jenny era quien las promovía.

Mientras Robert buscaba mantener la paz en Nuestra Utopía, estallaron disputas abiertas entre sus seguidores y los partidarios de Jenny. Se discutía cómo organizar la vida en la fortaleza, y cada vez más personas, seducidas por sus palabras, empezaban a dudar de Robert. Finalmente, cerca de una cuarta parte de la población decidió marcharse para fundar su propia utopía. Ese quiebre, aunque minoritario, fue un golpe devastador para Robert: construir un mundo nuevo era difícil, y más aún cuando las ambiciones humanas lo desgarraban desde adentro.

Las noches se volvieron insoportables. Robert se sentaba en el borde de la cama, sumido en pensamientos sombríos. Aquello que alguna vez había parecido luminoso y hermoso ahora amenazaba con desmoronarse en el caos. Su corazón se oprimía con la idea de recuperar la confianza de la gente sin perder el rumbo de su sueño.

La lluvia golpeaba los techos de Nuestra Utopía, sumiendo a la fortaleza en un ambiente de penumbra. Entonces se oyó un golpe suave en la puerta. Robert, absorto en la ventana, se volvió para ver a Kenneth. Había llegado empapado, con el rostro marcado por la inquietud.

Kenneth era un hombre alto y fornido, de unos treinta años. Su cuerpo imponente recordaba a un armario, irradiando seguridad y fuerza. Su cabello castaño oscuro, algo desordenado, le daba un aire descuidado, aunque varonil. A pesar de su tamaño, en sus ojos se leía bondad y determinación. Era evidente que provenía de la Gran Potencia, pero había huido mucho antes de la catástrofe, dejando atrás los horrores y ambiciones de su pasado. Ahora era parte esencial de Nuestra Utopía, dedicado a forjar una sociedad libre del miedo y de la opresión.

— Robert, tenemos un problema — dijo con voz temblorosa —. Corren rumores de que algunos salvajes ya saben de nosotros.

Kenneth se había convertido en la mano derecha de Robert en esa empresa. Proveniente de una región célebre por su tradición y firmeza, había sido hallado por Robert un año atrás, exhausto, al borde de la muerte, vagando por los páramos desolados. Su conocimiento de rastreo, orientación y supervivencia resultaba vital para la comunidad, y su casi instintiva habilidad para detectar amenazas y oportunidades lo habían vuelto indispensable.

Ahora, con la noticia de que los salvajes conocían la existencia de Nuestra Utopía, Kenneth fue quien devolvió a Robert a la realidad.

— Pueden ser muy peligrosos. Hay que prepararse — insistió, con los ojos encendidos de decisión —. Vamos a reforzar los muros, organizar patrullas y quizás buscar alianzas con quienes nos rodean.

Robert asintió, consciente de la gravedad. Muchos de sus planes podían estar en riesgo, pero al mirar a Kenneth sintió alivio: al menos no estaba solo.

En ese mundo postapocalíptico, existían grupos de hombres que llevaban una vida nómada. Tras la gran catástrofe, varios de ellos se habían unido en comunidades errantes, surgidas en el sur del país, una región que no había sufrido el impacto directo de las bombas. Pero incluso allí los recursos se habían agotado mucho antes del desastre.

Esos hombres, conocidos como los salvajes, no eran salvajes en el sentido literal: su comportamiento estaba dictado por la necesidad de sobrevivir en el caos. Se dedicaban a saquear, robar y atacar, apropiándose de todo lo que podían encontrar. En un mundo sin Estado ni ley, aprovechaban la anarquía en su beneficio, convirtiéndose en una amenaza para quienes intentaban reconstruir la sociedad.

— Reunamos a todos — dijo Robert con firmeza, levantando la cabeza —. Tenemos que discutirlo. Todavía podemos actuar antes de que sea tarde. — Y añadió, juntando fuerzas —: Cada uno de nosotros debe comprender que lo que está en juego no es sólo nuestra comunidad, sino la vida de quienes creen en ella.

Kenneth asintió bien decidido. — Convoco a todos los que puedan venir. Debemos estar listos para lo que sea.

Robert se puso de pie. Su corazón latía con rapidez, y la tensión crecía, pero además crecía también su sentido de responsabilidad. Sabía que más que nunca debía ser el líder que siempre había querido ser.

Kenneth salió, dejándolo solo con sus pensamientos. Afuera, la lluvia seguía cayendo, como si la naturaleza compartiera su inquietud. Robert comprendió que la lucha por Nuestra Utopía apenas comenzaba, y que rendirse no era una opción.

Capítulo 5: Presentimiento

Robert y Kenneth reunieron a los habitantes más valientes y confiables de la fortaleza en el salón principal. Entre ellos estaba Sasha, una joven pelirroja de mirada penetrante.

Antes de la catástrofe, Sasha trabajaba como contadora, pero su vida cambió cuando escuchó, por azar, una conversación en el búnker donde se refugiaba durante el invierno nuclear. Allí oyó hablar sobre la creación de Nuestra Utopía: una nueva sociedad basada en la justicia y la unidad. Esa idea encendió en su alma una chispa de esperanza. Entendió que quería ser parte de algo mayor que la mera supervivencia.

Dejó atrás su antigua vida y se unió al proyecto, aportando sus habilidades en la organización y administración de recursos, lo que la convirtió en un miembro esencial del grupo de defensores. Su capacidad para analizar situaciones y hallar soluciones óptimas era un recurso invaluable frente a la amenaza inminente.

También estaba Martín, un exsoldado con una impresionante preparación física y dominio de artes de combate, lo que lo volvía indispensable para la defensa de la fortaleza. Experto en lucha cuerpo a cuerpo y en tomar decisiones rápidas bajo presión, su carácter impulsivo a veces lo llevaba a actuar sin medir consecuencias.

Martín se había unido al proyecto casi por azar, cuando Alexéi, uno de los fundadores, le pidió ayuda para conseguir materiales para construir la fortaleza. En ese momento, sintió que podía aportar algo en la creación de una nueva sociedad y desde entonces se volvió un protector leal de su nueva familia. Su experiencia y decisión inspiraban a los demás, y su deseo de proteger a quienes amaba lo hacía un miembro crucial del equipo.

Robert subió a una tribuna improvisada, con el rostro sombrío. Empezó a hablar de la necesidad de reforzar la defensa y de la importancia de la unidad ante la amenaza que se cernía. Pero, en medio de su discurso, sintió de pronto que el suelo se le escapaba bajo los pies. Un dolor agudo le atravesó las sienes y la oscuridad nubló su vista.

Ante sus ojos apareció la figura de Natalia, su mujer. La vio inclinada sobre un soldado herido, vendando sus heridas devolviendo alivio al que sufría. Pero de pronto la visión se interrumpió con una explosión ensordecedora. Una llamarada envolvió a Natalia, borrando su silueta en un resplandor de fuego.

— ¡No! ¡Ella no! — gritó Robert al recobrar la conciencia. Su rostro estaba marcado por el horror —. Natalia… ¡vi su muerte!

Kenneth corrió a sostenerlo, mientras los demás se miraban con inquietud. Robert se llevó las manos a la cabeza, consumido por el recuerdo. La duda lo atormentaba: no sabía si Natalia seguía con vida desde que había partido a la guerra para ejercer el papel de médica militar. El miedo y la angustia por ella desgarraban su corazón.

— Robert, tenés que mantenerte firme — le dijo Kenneth con voz grave —. Lo más importante ahora es organizar la defensa de la fortaleza. Natalia es fuerte, va a resistir.

— Según mis cálculos — intervino Sasha, revisando sus papeles —, los salvajes no cuentan con recursos abundantes. Si administramos bien nuestras reservas, vamos a poder soportar el asedio.

— Y yo voy a pensar cómo armar trampas — agregó Martín, curtido en combate —. Esos ladrones van a lamentar haberse acercado a nuestras murallas.

Kenneth, pensativo, fijó la mirada en el bosque donde se ocultaba el campamento enemigo.

— Quizás convenga intentar hablar con ellos. Puede que evitemos el derramamiento de sangre.

— Ir solo es muy arriesgado — objetó Martín —. Voy con vos. Entre los dos podemos defendernos.

Robert levantó la vista, agotado. Comprendía que las negociaciones eran la última esperanza para proteger la fortaleza hasta el regreso de Natalia. Debían arriesgarse.

— Está bien. Vayan — dijo con dificultad —. Pero tengan extremo cuidado. El destino de todos depende de ustedes y no quiero que se muera ninguno.

Kenneth y Martín comenzaron a prepararse para la peligrosa misión, conscientes de que la vida de los habitantes y la posibilidad de una tregua dependían de su éxito. Todos, entretanto, se aferraban a la esperanza de que Natalia y sus guerreros aún vivieran y pudieran volver pronto.

Robert y Sasha se encontraban en lo alto de la muralla, observando con tensión el horizonte. A lo lejos se distinguía el humo de las fogatas de los bandidos que rodeaban el asentamiento. Los defensores se preparaban para una resistencia larga y ardua.

De repente, se acercó un hombre de estatura media, con barba puntiaguda al estilo de Don Quijote. Robert frunció el ceño, intentando recordar de dónde lo conocía, pero su memoria no lo ayudaba.

— Disculpame, ¿nos conocemos? — preguntó, ocultando su incomodidad. En un momento tan crítico, no podía mostrar debilidad.

El desconocido sonrió apenas:

— ¿De verdad no me reconocés, Robert? Soy yo, Luis, el arquitecto que diseñó tu fortaleza.

Luis era un hombre de treinta y tres años, de cabello largo y barba prolijamente recortada, lo que le confería un aire elegante y distinguido. Siempre vestía con buen gusto: camisas claras, corbatas, a veces un pañuelo colorido atado al cuello que resaltaba aún más su estilo refinado.

Pese a la dureza del mundo en que vivían, Luis conservaba su elegancia y confianza, destacándose entre los demás habitantes. Su modo de hablar y comportarse revelaba su pasado como arquitecto, otorgándole autoridad. No sólo tenía conocimientos de construcción, sino también talento para comunicarse, lo que lo volvía un aliado valioso en tiempos difíciles.

— Perdoname, Luis — dijo Robert, rascándose la cabeza con torpeza —. Tengo la cabeza enquilombada. Por supuesto que me acuerdo de que vos diseñaste la fortaleza. Es magnífica.

Luis se ablandó un poco. Comprendía la situación de Robert: todos atravesaban momentos duros.

— Está bien, no te preocupés. No vine a buscar elogios — respondió, dirigiendo la mirada hacia el bosque donde se ocultaban los enemigos —. Yo viví entre esos salvajes. Y sé algunas cosas sobre ellos.

Robert y Sasha intercambiaron una mirada sorprendida. Resultaba increíble: lo último que uno habría imaginado de Luis era que hubiera compartido la vida de esos hombres. Su refinamiento, su elegancia y su aire civilizado parecían incompatibles con el salvajismo de aquella gente.

— Contanos todo lo que sepas, Luis — pidió Sasha —. Ahora cualquier información vale oro.

Luis suspiró y comenzó su relato:

— Antes de la catástrofe, ellos eran ciudadanos comunes. Lo único que les importaba era el fútbol y la política. Pasaban horas discutiendo partidos y criticando a los gobiernos, pero nunca movían un dedo para cambiar nada.

Se oscureció su semblante al evocar esos recuerdos.

— Y cometieron un error fatal: votaron a un líder que había prometido terminar con la inflación y devolver la grandeza al país. Hablaba de cambios, de un futuro mejor… pero lo que hizo fue liquidar los recursos y dejar a la gente sin nada. Quienes habían confiado en él cayeron en la miseria, padeciendo hambre y carencias. Poco después, llegó la catástrofe que arrasó con todo, y aquellos que soñaban con un porvenir luminoso sólo podían recordar sus errores, perdiendo la esperanza de redención.

Robert apretó los puños. Pensar que esos mismos hombres habían sido la causa de tantas desgracias lo llenaba de rabia.

— Gracias por contarnos esto, Luis — dijo Sasha, posando una mano en su hombro —. Ahora entendemos mejor con quién estamos tratando. Debemos mantenernos unidos y defender lo que logramos construir.

Capítulo 6: Enemigos

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