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Las Cuerdas Lunares

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A mi madre, quien me enseñó a soñar y a creer en mí mismo.

Capítulo 1. El niño y el misterio del violín viejo

En una vieja ciudad flamenca, en uno de sus barrios apartados, donde las calles aún no estaban empedradas y las pequeñas casas, apiñadas unas contra otras, se alzaban humildes y calladas, vivía un niño llamado Dani con su madre.

Su pequeña casa, levantada con viejos ladrillos oscuros y un tejado de tejas, pasaba completamente desapercibida entre las demás edificaciones estrechas y humildes.

La ventana del cuarto de Dani se abría a una calle angosta, donde de día rugían los carruajes y resonaban los pasos de los transeúntes sobre las tarimas de madera. Pero cuando caía la noche, el bullicio se apagaba y el silencio tomaba las calles, como si la ciudad contuviera el aliento. Solo la luz de la luna se filtraba suavemente a través de los viejos postigos, iluminando la pequeña estancia, en la que había una sencilla cama de madera, un armario y una pequeña mesa. Sobre esa mesa siempre descansaba su violín: viejo, desgastado, pero inmensamente preciado para Dani.

El niño no podía caminar, pero cuando caía la noche y todo a su alrededor quedaba en calma, con gran esfuerzo se sentaba junto a la ventana, tomaba con cuidado su violín y comenzaba a tocar la Melodía Lunar.

Dani creía que algún día, al interpretar esa música mágica, su enfermedad desaparecería.

El violín de Dani no era un simple instrumento. A primera vista, parecía un instrumento viejo y sencillo, con un cuerpo desgastado. Pero en cuanto el niño lo tomaba entre sus manos y comenzaba a tocar, el violín se iluminaba con un tenue resplandor, como si la madera de la que estaba hecho irradiara la cálida luz de la luna.

La madre de Dani decía que ese violín había pertenecido a su abuelo, quien lo trajo de algún lejano viaje.

Cuando el arco rozaba las cuerdas, las estrechas callejuelas que serpenteaban entre las casas de tejados rojos parecían cobrar vida. Las edificaciones, fatigadas por el tiempo, se enderezaban levemente, alzando sus empinados tejados hacia la luna para escuchar mejor la melodía.

Los sonidos se deslizaban por los callejones como el viento, llenando los rincones más recónditos de la ciudad. Los faroles de aceite, con sus llamas temblorosas, emitían un brillo suave, como si cedieran su protagonismo a la música y a la luz de la luna.

Sobre ellos, velando el descanso de los habitantes, se erguían las catedrales góticas, elevando sus oscuros pináculos hacia el cielo nocturno.

La Melodía Lunar del violín se entrelazaba con la respiración de la ciudad, despertando en ella algo antiguo y delicado, como un recuerdo lejano de algo importante que una vez sucedió en aquel lugar.

Capítulo 2. La Reina de la Noche y sus súbditos

En el centro de la ciudad se alzaba la Torre más alta, adornada con intrincados relieves que parecían esculpidos en un cuento. Y en cuanto el sol se ocultaba, allí, en el antiguo salón de los caballeros, con su techo elevado y sus grandes ventanales adornados con delicadas filigranas de piedra, aparecía la Reina de la Noche.

Desde su trono encantado contemplaba la ciudad y los campos que la rodeaban. Y cada noche, ella corregía todo lo que los hombres habían torcido con su ignorancia o maldad.

El atuendo de la Reina de la Noche era verdaderamente mágico.

Su vestido, ligero como la niebla nocturna, destellaba bajo la luz de la luna, deslizándose suavemente de un azul profundo a un tono plateado. Estaba cubierto de diminutas estrellas que parecían titilar levemente con cada uno de sus movimientos.

Sobre su cabeza llevaba una elegante diadema adornada con una piedra lunar que irradiaba un resplandor tenue y misterioso. Y entre sus mechones cuidadosamente recogidos brillaban hilos finísimos de plata, semejantes a reflejos de luz lunar.

Un delicado collar, en cuyo centro brillaba una pequeña piedra transparente, reflejaba la luz de tal manera que dentro de ella parecía arder una diminuta estrella, realzando aún más su porte majestuoso. Su mirada, intensa y profunda, parecía penetrar hasta el alma, desvelando lo más oculto y recóndito en el corazón de cada ser.

Cuando se movía, sus pasos eran ligeros como la brisa, y su voz, suave pero llena de autoridad. Su presencia inspiraba una calma enigmática, como si la misma noche hubiera descendido del cielo para escuchar las historias de los hombres y decidir sus destinos.

Cada noche, en aquella Torre, la Reina recibía los informes de sus fieles súbditos, que se reunían a su alrededor para contarle todo lo ocurrido en la ciudad durante el día.

Esa noche, como cada noche, escuchaba uno a uno a sus leales mensajeros: el Cuervo, el Cisne, la Gata, la Rata y la Búho Blanco.

El Cuervo, con su mirada aguda, contaba sobre aquellos que olvidaban cerrar sus ventanas al anochecer y sobre las conversaciones susurradas en los áticos y los oscuros callejones.

El Cisne, deslizándose por la superficie de los canales, veía cómo en sus aguas se reflejaban las sombras de las acciones humanas, ya fuera una palabra amable o una mentira.

La Gata, que se movía con gracia por las calles y tejados, traía noticias de todo lo que permanecía oculto a miradas ajenas, pues sus suaves patas pisaban lugares a los que ninguna mirada humana podía llegar.

La Rata, que corría por los sótanos y túneles subterráneos, conocía secretos ocultos en la oscuridad y la humedad.

Y la Búho Blanco, que planeaba en el cielo nocturno, traía noticias de los acontecimientos más recientes, aquellos que aún flotaban en el aire de las calles de la ciudad.

La Reina de la Noche, mientras escuchaba a cada uno de sus súbditos, meditaba largamente. Su mirada se perdía en la distancia, hasta el horizonte, donde la ciudad se desvanecía en sombras inciertas. Veía todas sus penas y alegrías, su generosidad y su maldad. Si alguien hería a otro, ya fuera por torpeza o con mala intención, ella encontraba la forma de tejer nuevamente el equilibrio roto.

A veces, su intervención era casi imperceptible: una ráfaga de viento repentina se llevaba de la mesa un papel donde estaba escrita una confesión secreta, o una espesa niebla envolvía a un malhechor, desviando su camino y apartándolo de su destino.

Otras veces, sus decisiones podían ser grandiosas: la luz de la luna iluminaba el sendero de alguien, llenando su corazón con una esperanza que creía perdida para siempre.

Cada noche era un enigma para la Reina, en el que debía encontrar las piezas faltantes para restaurar la armonía entre la ciudad, sus habitantes y el mundo que los rodeaba. Pues la noche es el momento en que todo se vuelve más claro, si uno sabe adentrarse en su serena profundidad.

Aquella noche, el primero en traerle noticias fue el Cuervo. Descendió hasta el ancho alféizar de la ventana, lanzó un graznido suave para anunciar su llegada y luego se deslizó hasta el suelo de piedra, posándose junto al trono de la Reina.

— ¿Qué has visto, mi sabio Cuervo? — preguntó la Reina de la Noche.

El ave inclinó la cabeza con respeto y luego respondió:

— Mi Reina, hoy la ciudad, como siempre, estuvo llena de sucesos, tanto buenos como malos.

— Vi cómo en la plaza mayor un mercader escondió una bolsita de monedas bajo el mostrador, y más tarde, en la oscuridad, alguien se la robó.

— Pero también vi a un viejo relojero que, olvidando su cansancio, reparaba una caja de música para una niña pequeña. Ella se la llevó diciéndole que era un regalo de su madre, y él le prometió que pronto la melodía volvería a sonar.

— Gracias, Cuervo. Tus noticias me ayudan a ver esta ciudad tal como es. Puedes descansar, pero quédate un poco más. Aguardemos a los demás súbditos.

El siguiente en llegar ante la Reina fue el Cisne. Describió un círculo sobre la Torre antes de entrar por el amplio ventanal y posarse en el suelo. Luego plegó sus alas y, balanceándose de una pata a otra, se acercó al trono. Inclinó su largo cuello y dijo:

— ¡Saludos, mi Reina!

— ¡Saludos, Cisne! Cuéntame, ¿qué te revelaron hoy las aguas?

— Los canales de la ciudad han revelado muchas cosas, algunas luminosas, otras amargas.

— Vi a un niño junto al canal. Partió su último pedazo de pan y se lo ofreció a un cachorro hambriento. Su padre lo reprendió severamente por ello, pero el niño solo se quedó en silencio, sin apartar la mirada.

— En el corazón del niño hay más bondad y sabiduría que en las palabras de su padre — dijo la Reina.

— ¿Y qué más te reveló el agua?

— A la orilla del canal vi a una mujer. Contemplaba su reflejo y lloraba. Repetía que la habían engañado, pero no dijo quién. Su tristeza era tan profunda que parecía que incluso el agua compartía su pesar.

La Reina de la Noche permaneció en silencio un instante, su mirada se perdió en la ciudad.

— El dolor a menudo ata nudos en el alma, pero todo nudo puede deshacerse con paciencia y voluntad.

— Gracias, Cisne. Tus observaciones son valiosas. Quédate conmigo un poco más, pronto llegarán los demás.

El silencio que por un instante reinó en la sala fue interrumpido por un leve ronroneo que llegó desde la escalera que conducía al salón de los caballeros. Todos dirigieron la mirada hacia la escalera, y la Reina de la Noche sonrió apenas perceptiblemente.

Desde las sombras, con gracia y en absoluto silencio, apareció la Gata. Sus ojos amarillos brillaban bajo la luz de la luna mientras avanzaba lentamente sobre el suelo de piedra, posando con suavidad sus patas. Se sentó a la sombra de una columna, enroscando la cola alrededor de sus patas.

— Aquí estoy, mi Reina. Estoy segura de que me esperabais precisamente a mí — ronroneó la Gata con satisfacción.

Antes de que la Reina pudiera responder, junto al trono se oyó un leve susurro. Desde la oscuridad asomó la Rata, y sus pequeños ojos astutos destellaron con diversión.

— Hemos llegado casi al mismo tiempo — comentó la Rata.

— No, yo llegué primero — replicó la Gata.

— Ah, Gata, por supuesto, siempre la primera. Aunque, según mi experiencia, la prisa rara vez es buena consejera.

— Y según la mía, quien llega primero, trae las noticias a tiempo — bufó la Gata.

— ¿Noticias o exageraciones, querida? — se burló la Rata.

La Reina de la Noche, reprimiendo una leve sonrisa, hizo un gesto con la mano, y ambas guardaron silencio de inmediato.

— Basta, mis astutas ayudantes. Vuestro eterno duelo siempre me divierte, pero bien sabéis cuánto valoro a cada una de vosotras. Contadme lo que habéis visto.

La Gata se irguió con elegancia y alzó la cabeza con orgullo, como quien está a punto de anunciar algo de gran importancia.

— Hoy he echado un vistazo dentro de la casa del panadero. Ante los demás finge ser generoso y bondadoso, pero en realidad oculta dinero para no pagar al chico que durante todo el mes le ha traído agua para la masa.

Pero también vi buenas acciones. Escuché a unos maestros hablar sobre cómo ayudar a un huérfano a conseguir trabajo. Querían enseñarle un oficio para que pudiera ganarse la vida.

La Gata terminó su informe inclinando levemente la cabeza en señal de respeto.

Aprovechando la pausa, la Rata habló con un ligero tono de burla:

— Mientras la Gata trepaba por los tejados, yo descendí a donde realmente se ocultan los secretos. En el sótano de una tienda escuché a un comerciante urdir un engaño: planea mezclar harina con salvado para venderla a un precio más alto.

Hizo una pausa y se inclinó un poco hacia adelante:

— Pero allí mismo vi cómo un viejo molinero apartaba un poco de grano para dárselo a su vecina pobre, que ya no tenía nada para comer.

— Como siempre, ambas me habéis traído noticias importantes — dijo la Reina —. Aprecio vuestra perspicacia y dedicación. Que cada una cumpla su labor lo mejor que sepa, pero no olvidéis que ambas servís a un mismo propósito.

Hizo una breve pausa y preguntó:

— ¿Y dónde está la Búho Blanco? ¿Alguien la ha visto?

— Mi Reina — respondió la Gata —, la vi en una de las calles de las afueras de la ciudad. Estaba posada en la ventana de una pequeña casa, conversando con un niño que sostenía un violín en sus manos.

Un instante después, en la alta ventana de la Torre apareció la Búho Blanco. Aterrizó con rapidez en el alféizar, resbalando levemente sobre la piedra lisa. Había volado con tanta prisa que sus plumas blancas estaban algo alborotadas y su respiración era agitada. Sus grandes ojos ámbar recorrieron velozmente la sala.

— Perdóname, mi Reina — dijo —, me he retrasado un poco.

— Siempre llegas a tiempo, Búho — respondió con calma la Reina de la Noche —. Pero esta vez veo que tenías una razón Cuéntame.

La Búho Blanco se posó en un escalón junto al trono, alisó sus plumas despeinadas e inclinó levemente la cabeza en señal de respeto.

— Me retrasé porque, mientras volaba sobre la ciudad, vi en una ventana a un niño que tocaba el violín a altas horas de la noche, cuando los demás niños ya dormían. Su melodía era muy triste, pero en ella resonaba la esperanza. Sentí el deseo de hablar con él.

— ¿Y qué te contó? — preguntó la Reina.

Todos los súbditos se acercaron y se tomaron asiento cerca del trono para no perderse ni una sola palabra.

La Búho continuó su relato:

— Me posé en el postigo y le pregunté: «¿Cómo te llamas, niño?”

— Mi nombre es Dani.

— ¿Por qué tocas cuando los demás niños ya duermen? ¿No te gustaría descansar y soñar como ellos?

Dani guardó silencio por un momento antes de responder:

— Descansar es fácil cuando tienes la esperanza de que mañana será mejor que hoy. Y mi esperanza está aquí, en esa música.

Toco porque creo que los milagros son posibles.

La Búho se acercó un poco más a Dani y ladeó la cabeza con interés.

— ¿Pero por qué tocas cada noche, Dani? ¿Por qué crees tanto en el milagro de esta melodía?

La voz de Dani se volvió más suave:

— Un día, un viejo organillero me dijo: “Si tocas la Melodía Lunar, tu enfermedad desaparecerá”. Aquel día difícil, apareció frente a nuestra casa…

— ¿Qué día fue ese?

Dani bajó la mirada hacia su violín, pensativo.

— Fue el día en que apenas nos quedaba algo de comida. Mamá trabajaba sin descanso desde la mañana hasta la noche para poder alimentarnos. Entonces, aquel organillero, anciano y delgado, se acercó a nuestra casa y pidió un poco de agua. Quise ayudar, pero… — Dani suspiró — …pero no pude. Mis piernas no me obedecen.

— ¿Y qué hiciste?

— Llamé a mi madre. Ella le dio agua y le ofreció el último pedazo de pan. El organillero la miró y le dijo que bondad siempre regresa a aquellos que la comparten con los demás. Luego me miró a mí, directamente a los ojos, como si conociera mi destino. Me dijo que, si tocaba la Melodía Lunar, algún día lograría ponerme de pie y volver a caminar.

— ¡Tu madre debe de ser una mujer extraordinaria!

— ¡Es la más bondadosa! Cada día veo cómo trabaja para mí. Quiero curarme, no solo por mí, sino también por ella. Sueño con poder levantarme un día, ir al mercado y llevarle un pan grande, más grande que cualquiera que haya visto.

— ¿Tocas por ella?

— Por ella y por la esperanza. Cuando toco, siento que ya estoy de pie. Me imagino caminando junto a ella por la ciudad, tomados de la mano, sin ser ya una carga, sino un apoyo para ella.

— ¿Sabes, Dani? Tu música no solo toca los corazones de las personas. Hasta la Luna parece brillar con más fuerza cuando tocas.

— ¿De verdad? — preguntó Dani con una leve sonrisa.

— De verdad. He escuchado muchas melodías, pero la tuya es especial. Y ¿sabes? A la Reina de la Noche también le gusta la música. Le hablaré de ti.

— ¿Crees que ella podría ayudarme? — preguntó Dani con emoción.

— La Reina de la Noche puede hacer muchas cosas, y tiene sus propias formas de obrar milagros. Tú simplemente sigue tocando, Dani. Nunca pierdas la esperanza.

Dani asintió y abrazó su violín con más fuerza.

La Búho, batiendo las alas, desapareció en la noche, llevándose consigo los sueños de Dani y las lágrimas ocultas tras su sonrisa.

Cuando la Búho terminó su relato, en la Torre reinó un silencio absoluto. La historia había conmovido tanto a todos que nadie se atrevía a pronunciar palabra. La Rata se quedó sobre sus patas traseras, con la boca entreabierta y los ojos muy abiertos. A la Gata, en cambio, le brillaban los ojos por las lágrimas contenidas.

El Cuervo batió las alas y rompió el silencio.

Los súbditos de la Reina de la Noche comenzaron a hablar todos a la vez:

— ¡Debemos ayudarlo! ¡Ayudarlo! ¡Sí, ayudarlo, ayudaremos a Dani!

— Pero ¿cómo podremos ayudarlo? ¿Por qué su enfermedad no desaparece si cada noche toca la Melodía Lunar?

La Reina levantó la mano y ordenó silencio. Sentada en su trono, contempló la ciudad nocturna durante un largo rato, sumida en sus pensamientos. Todos aguardaban en silencio.

Finalmente, la Reina habló:

— No basta con tocar la Melodía Lunar. Debe ser interpretada con unas cuerdas únicas, tan especiales que solo ellas pueden despertar su verdadera magia: las Cuerdas Lunares. La magia de estas cuerdas es que pueden conceder el deseo de quien las haga sonar.

— Pero las Cuerdas Lunares no son simplemente un instrumento de magia. Son el reflejo del corazón humano. Su poder depende de la pureza del alma de quien las toque. Si en el corazón de quien las toca habitan la bondad y la fe, las cuerdas cumplirán su deseo en armonía con la Luna y las estrellas. Pero si caen en manos de alguien malvado, su melodía distorsionará la realidad, transformando los sueños en pesadillas.

Hizo una pausa antes de continuar.

La Reina recordó que, hace mucho tiempo, un hombre ambicioso logró poseerlas. Pidió riquezas y poder, pero su codicia creció tanto que las cuerdas dejaron de obedecer la voluntad benevolente de la Luna. La melodía que tocó destruyó ciudades, separó a los amigos y sumió al mundo en un silencio sombrío.

Pero la Luna no permitió que la oscuridad triunfara. Escondió sus cuerdas del mundo y confió su resguardo a los cuatro puntos cardinales. Desde entonces, han permanecido ocultas para la humanidad. Solo en raras ocasiones la Luna ofrece la oportunidad de encontrarlas, pero solo a aquel cuya fe y esperanza sean más fuertes que el miedo.

— Pero hay otra condición para que la magia de las Cuerdas Lunares se haga realidad — continuó la Reina —. La Melodía Lunar solo puede tocarse en un único violín en toda la ciudad. Si alguien coloca las cuerdas en otro violín, desaparecerán en el mismo instante en que el arco las toque. Por esta razón, muchos, tanto justos como perversos, desean encontrar ese violín. Pero nadie sabe dónde se encuentra ni quién lo posee.

— ¿Y si Dani no tiene el violín correcto? — preguntó la Búho, con preocupación en la voz —. ¿Las Cuerdas Lunares desaparecerán y Dani nunca podrá caminar?

La Reina de la Noche guardó silencio por un momento y luego, levantándose de su trono, ordenó con determinación:

— ¡Convocad a los Cazadores de las Cuerdas Lunares!

Se giró hacia cada uno de sus súbditos y les dio instrucciones:

— Tú, Búho Blanco, hija de los amaneceres polares, viajarás en busca del Cazador del Norte. Su hogar se encuentra junto al Lago Azul, en el límite del Bosque Helado.

— Tú, sabio Cuervo, volarás en busca del Cazador del Este. Vive junto al río misterioso que guarda los secretos del tiempo.

— Tú, Gata Gris, sombra en la luz de la luna, irás tras el Cazador del Oeste. Es un viajero errante, un amante de la aventura y la diversión. Suele frecuentar la taberna del “León Rojo”, en los límites occidentales de la ciudad, y recibe el amanecer bajo el cielo abierto, contemplando las estrellas moribundas.

— Y tú, majestuoso Cisne Blanco, te dirigirás al claro florecido en busca de la Cazadora del Sur. Es una joven de ojos alegres y pasos ligeros, que toca un arpa de cuerdas azules y cuya música impregna el aire de magia. Ahora acércate a mí.

El Cisne avanzó con su andar pausado hasta la Reina. Ella retiró su velo transparente y lo ató alrededor del cuello del Cisne.

— Esto será útil para el viaje de regreso a esta Torre.

— ¿Y yo? — preguntó la Rata, con un atisbo de desilusión —. Yo también quiero ayudar a Dani.

La Reina sonrió con dulzura y respondió:

— Para ti, mi astuta rastreadora, también hay una tarea importante y peligrosa. Permanecerás aquí y vigilarás la ciudad. Observa todo lo que pueda suceder. Cuando caiga la noche, me contarás lo que has descubierto.

— ¡Sí, mi Reina! — respondió la Rata, erguida con orgullo.

— Ahora, partid. Mañana, al caer el sol, debéis regresar aquí.

— ¡Vuestro mandato será cumplido, Vuestra Majestad! — exclamaron casi al unísono. — ¡No fallaremos!

Se inclinaron con respeto ante la Reina y, uno tras otro, se desvanecieron en la profundidad de la noche.

La Búho Blanco batió sus alas y voló hacia la ventana, fundiéndose con el brillo de las estrellas nocturnas.

El Cuervo se elevó en el aire y partió hacia el este, desapareciendo en el cielo que comenzaba a aclararse con la llegada del alba.

El Cisne desplegó sus majestuosas alas y trazó un círculo sobre la Torre antes de volar hacia el sur, como si el mismo viento nocturno lo guiara en su travesía.

Mientras tanto, la Gata y la Rata se deslizaron entre las sombras de la Torre y se perdieron en la penumbra de la ciudad.

Capítulo 3. El Tesorero

En aquellos tiempos, en la ciudad vivía el Tesorero. Era un ayudante del burgomaestre y sabía todo lo que ocurría en la ciudad. Sabía también sobre el violín y las cuerdas, pero jamás hablaba de ello con nadie.

Soñaba con convertirse en burgomaestre, apoderarse de la ciudad y someter a sus habitantes a su voluntad. Pero como el burgomaestre era un hombre bondadoso y desconfiaba del Tesorero por su actitud reservada y su avaricia, nunca le permitía involucrarse en los asuntos más importantes de la ciudad.

El Tesorero era un hombre enjuto y encorvado, cuya figura parecía reflejar el estado de su alma. Su nariz larga y afilada sobresalía hacia adelante, mientras sus pequeños ojos, astutos y brillantes, se movían inquietos, como si intentaran robar algo incluso con la mirada. Sus manos huesudas, de dedos largos y delgados, recordaban las patas de una araña, siempre listas para aferrarse a cualquier cosa valiosa.

Su vestimenta era decente, pero desgastada. Sobre sus hombros descansaba un largo manto de paño negro, que llevaba con un aire de importancia, como si fuera el tejido más lujoso de toda la ciudad. Bajo el manto vestía una túnica de lino oscuro, sencilla pero sobria, cuidadosamente remendada en las zonas más gastadas. Sobre ella llevaba un jubón de terciopelo viejo, bien trabajado, pero con sus bordados ya descoloridos.

En su cabeza lucía siempre un alto sombrero oscuro de anchas alas, adornado con una cinta de satén y un broche de plata. La sombra de su sombrero le oscurecía el rostro, acentuando aún más su aire enigmático.

En sus pies llevaba zapatos negros con grandes hebillas de hierro, que brillaban como si las puliera cada noche, orgulloso de ese pequeño pero significativo detalle.

El Tesorero llevaba un cinturón del que colgaba una pesada bolsa de cuero. Su contenido permanecía oculto, pero a cada paso emitía un leve tintineo de monedas, como si así quisiera recordar a los demás su posición en la ciudad.

Caminaba apoyándose en un bastón con un pomo tallado en forma de cabeza de cuervo, el cual golpeaba con impaciencia contra el suelo, como si estuviera tramando un nuevo plan siniestro.

Todo en su apariencia revelaba a un hombre para quien el dinero y el poder eran lo único que realmente importaba en el mundo.

El Tesorero deseaba fervientemente obtener el violín y las Cuerdas Lunares. Estaba dispuesto a pagar grandes sumas a los cazadores de las cuerdas mágicas, y una vez que consiguiera el violín, cumpliría su anhelado deseo.

Cada noche recorría la ciudad, asomándose por las ventanas, atento a cualquier sonido de violín. Si alguien tocaba un violín viejo, lo compraba o lo intercambiaba por algún objeto valioso.

Acumuló tantos violines que su casa acabó repleta de ellos. Al principio los ordenaba cuidadosamente en estantes y cajones, pero pronto fueron tantos que las estanterías no pudieron contenerlos y los instrumentos empezaron a ocupar cada rincón libre.

Los violines se amontonaban en las esquinas, se apilaban bajo las mesas e incluso en los sillones. De vez en cuando, uno caía con un sonido apagado, lo que hacía que el Tesorero, molesto, golpeara el suelo con su bastón y murmurara con irritación:

— ¡Qué maldición! — resoplaba entre dientes mientras recogía el violín caído —. Pero no importa… ¡Uno de ellos tiene que ser el correcto!

A veces, al caminar por el salón, tropezaba con los violines, y sus cuerdas tensas soltaban chirridos desafinados. Aquellos sonidos lo fastidiaban enormemente, pero jamás se atrevió a deshacerse de ninguno.

En su mente solo había una idea fija:

— ¿Y si precisamente este es el violín mágico?

La habitación donde el Tesorero guardaba los violines parecía un lúgubre museo del caos. El suelo estaba cubierto de polvo, muchas de las cuerdas estaban rotas y algunos cuerpos de los instrumentos mostraban grietas profundas. Incluso los sirvientes, que de vez en cuando limpiaban la casa, evitaban entrar en esa habitación por miedo a romper algo o a despertar la ira de su amo.

Con el tiempo, los violines comenzaron a estorbar incluso al propio Tesorero. No podía atravesar la habitación sin que su bastón o el borde de su manto tropezaran con alguno. Toda la casa parecía haberse convertido en víctima de su obsesión, y él mismo se volvía cada vez más iracundo.

A pesar de ello, seguía buscando y comprando más y más instrumentos. Cada nuevo violín le traía la esperanza de que tal vez fuera el que tanto buscaba. Esa esperanza lo mantenía aferrado a la vida en medio de un caos creciente, atrapado entre sus propios miedos y su avaricia.

El Tesorero ya había recorrido todo el centro de la ciudad y había comprado todos los violines antiguos. Pero como Dani vivía en las afueras, aún no sabía nada de él.

Sin embargo, una noche, cuando regresaba de una de sus habituales expediciones por la ciudad, escuchó en la distancia el sonido de una hermosa melodía. Estaba seguro de haber comprado todos los instrumentos de la ciudad, por lo que la música del violín le parecía especialmente extraña y clara. Era una melodía delicada y luminosa, distinta a cualquier otra que hubiera escuchado. No se parecía en nada a los sonidos desafinados de los viejos instrumentos que había acumulado en su casa. Su tono era puro y mágico.

El Tesorero se quedó inmóvil en medio de la calle desierta, aguzando el oído. La música llegaba desde lejos. No lograba ubicar su origen con exactitud, pero entendió que provenía de algún rincón de las afueras de la ciudad. Tenía que encontrar ese violín a toda costa. Y de alguna manera, su instinto le decía que aquel era el violín mágico.

Dobló esquina tras esquina, avanzando paso a paso por las calles silenciosas, guiado por la música como si siguiera un hilo invisible. A veces la melodía se desvanecía y él se detenía, irritado, aguantando la respiración, temeroso de perder el rastro. Pero pronto el viento volvía a traer los sonidos, y sus ojos volvían a encenderse con un fulgor ansioso.

— Ahí está — susurraba para sí mismo —. Debe ser ese. Solo un violín mágico puede producir semejante sonido.

Después de un largo recorrido, llegó a las afueras de la ciudad, a una zona pobre donde las casas estrechas se apiñaban unas contra otras, con postigos torcidos y luces mortecinas titilando en las ventanas. Los sonidos se hacían cada vez más nítidos. Dobló una última esquina y, de repente, vio una pequeña casa, de cuyas ventanas se escapaba un tenue resplandor. La música venía de allí.

El Tesorero se acercó con cautela. Se detuvo junto a la ventana y, entre las sombras, distinguió la silueta de un niño sentado en una silla con un violín en las manos. El niño tocaba con tal concentración que parecía ajeno al mundo entero. La música llenaba el aire, y hasta la misma noche parecía detenerse para escuchar.

Capítulo 4. El engaño

El Tesorero se detuvo bajo la ventana, llevó la mano al pecho para calmar los latidos de su corazón y luego levantó el bastón hacia la barbilla, meditando cuál sería la mejor manera de iniciar la conversación.

Golpeó suavemente el marco de la ventana con su bastón, cuidando de no sobresaltar al niño, y habló con voz serena:

— Qué hermosa es tu música, muchacho. Nunca antes había escuchado nada parecido. ¿Es tu violín?

Dani levantó la cabeza y respondió con un ligero temblor en la voz:

— Sí, es mío.

— ¡Qué instrumento tan asombroso! Llevo años coleccionando violines, pero nunca he oído un sonido como este. Has tenido una suerte increíble con este violín. ¿Me contarías de dónde lo sacaste?

— Me lo dejó mi abuelo. Lo trajo de un viaje lejano. Y un buen organillero me dijo que, si cada noche tocaba en él la Melodía Lunar, mi enfermedad desaparecería y volvería a caminar.

El Tesorero, con un tono de compasión, respondió:

— Muchacho, debes saber que entiendo mucho de violines. Te lo diré con sinceridad: tu violín es raro, sí, pero demasiado viejo. Su cuerpo está gastado, sus cuerdas están desgastadas. Tiene sonido, claro… pero no es un instrumento en el que se pueda interpretar una verdadera melodía.

— Pero mi violín siempre ha sonado hermoso… Usted mismo acaba de decir que le gustó la melodía — replicó Dani, mirando al desconocido con recelo.

El Tesorero, apoyándose en su bastón, suspiró pesadamente:

— Ah, muchacho… La música no es solo lo que oímos. Su poder radica en cómo llega al corazón. Pero en un violín tan viejo como el tuyo, la verdadera fuerza de la melodía no puede revelarse. Tal vez toques la Melodía Lunar, pero dime, ¿ha cumplido tu deseo?

Dani, confundido y ya sin tanta seguridad en su voz, murmuró:

— N-no… pero el organillero dijo que debía tocarla cada noche.

El Tesorero frunció el ceño, como si meditara en ello, y luego continuó:

— Sí, sí… pero ¿te dijo que debías tocarla precisamente en este violín? Escucha lo que pienso: tu instrumento no puede liberar todo el poder de la melodía. Es demasiado viejo. Quizás por eso tu deseo nunca se ha cumplido.

— ¿Cree que el problema es el violín? — preguntó Dani, con inquietud.

— Por supuesto — sonrió con astucia el Tesorero —. Te mereces un instrumento mejor, uno que pueda transmitir toda la profundidad de tu música. Si quieres, puedo traerte un violín nuevo. Uno verdadero, hermoso, con un sonido vibrante. Con él, seguro que podrás tocar la Melodía Lunar como debe ser.

— ¿De verdad puede hacer eso? — preguntó Dani, con esperanza en la voz.

— Sí, muchacho — afirmó el Tesorero con seguridad —. Mañana por la tarde te traeré el mejor violín, y verás cómo todo cambia. A cambio, me darás el tuyo para que pueda arreglarlo. ¿Qué dices?

Dani se quedó en silencio unos instantes, pensativo. Luego, con un leve asentimiento, respondió:

— Si de verdad cree que me ayudará… entonces acepto.

Al día siguiente, el Tesorero regresó a la casa de Dani. En sus manos llevaba un violín nuevo, bellamente pulido. Sus cuerdas brillaban y su barniz reflejaba la luz, atrayendo la mirada.

— ¡Aquí está! ¡Mira qué belleza! ¡Es simplemente mágico! — exclamó el Tesorero con entusiasmo.

— De verdad parece maravilloso — respondió Dani, ilusionado.

Alargándole el violín, el Tesorero dijo con voz persuasiva:

— Tómalo. Pruébalo. Estoy seguro de que, con este instrumento, tu Melodía Lunar sonará como nunca antes.

Dani tomó el violín nuevo y pasó el arco con cuidado sobre las cuerdas. El sonido era agradable, pero algo le faltaba.

— Suena bonito… pero no como el mío — dudó Dani.

El Tesorero insistió con voz tranquilizadora:

— Eso es porque aún no te has acostumbrado a él. La verdadera fuerza de la música se revelará con el tiempo, cuando empieces a tocar la Melodía Lunar. ¿Acaso no quieres curarte?

— Sí… — respondió Dani, con esperanza en su voz.

El Tesorero, adoptando un tono serio, añadió:

— Entonces, confía en mí. Este violín te ayudará. Y tu viejo violín me lo llevaré, lo cuidaré bien. ¿De acuerdo? — preguntó, esta vez con una voz más suave.

Dani vaciló por un momento, mirando su viejo violín, que yacía sobre la mesa. Su cuerpo desgastado y sus cuerdas gastadas, de repente, le parecieron demasiado simples, demasiado comunes como para hacer realidad su sueño.

Finalmente, Dani accedió, aunque con duda en su mirada:

— Está bien… Si esto realmente ayuda…

Alargó su violín al Tesorero.

Este apenas pudo contener su triunfo. Con un gesto medido, tomó el instrumento con aparente delicadeza, como si fuera un objeto valioso.

Disimulando su sonrisa de satisfacción, el Tesorero elogió a Dani:

— Has tomado la decisión correcta, muchacho. Ahora sigue tocando, y tu deseo se hará realidad.

Salió de la casa, aferrando el violín como el más preciado de los trofeos. Mientras tanto, Dani se quedó con su nuevo violín, lleno de esperanza de que su sueño al fin se cumpliría. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, un leve desasosiego lo envolvía, como si hubiera perdido algo muy querido y para siempre irremplazable.

Capítulo 5. La desesperación de Dani

Aquella misma noche, después de que el Tesorero le arrebatara su violín con engaños, Dani, confiado en su pronta recuperación, ocupó su lugar habitual junto a la ventana para tocar la Melodía Lunar.

Apretando en sus manos su nuevo y reluciente violín, Dani pasó el arco con cuidado sobre las cuerdas. Los primeros sonidos surgieron suaves y cristalinos. La melodía, aunque hermosa, le resultó ajena. No tenía aquella magia, aquella calidez, aquella luz misteriosa que despertaban los sonidos de su viejo violín.

Dani se detuvo y miró el instrumento con incredulidad. Volvió a pasar el arco por las cuerdas. Pero la melodía seguía siendo vacía, carente de esa fuerza profunda y luminosa que alimentaba su esperanza.

El corazón del niño se encogió. Intentó tocar la Melodía Lunar una y otra vez, pero cuanto más lo intentaba, más sentía que aquella no era su música. El nuevo violín no respondía a sus sentimientos. Tocaba de manera uniforme, impecable, pero sin alma. Su sonido era común, como el de cualquier otro violín. Con desesperación, pasó el arco una vez más, pero sus manos temblaron y los sonidos se rompieron en un chirrido agudo. Dani bajó el violín. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

“Me han engañado…” — pensó, sintiendo un nudo en la garganta —. “Este violín no es mágico… Mi sueño nunca se cumplirá… Nunca podré caminar…”

Dejó el violín nuevo sobre la mesa. Ahora le parecía un objeto extraño, ajeno, muy distinto de aquel en el que había depositado su más profundo anhelo. Con esfuerzo, se deslizó de la silla hasta la cama, abrazó la almohada y sollozó en silencio. Las cálidas lágrimas, que ya no podía contener, rodaron por sus mejillas y empaparon la tela. No eran solo lágrimas. Eran el dolor de haber perdido la esperanza que durante tanto tiempo había vivido en su corazón.

Recordó su viejo violín, cada una de sus notas, cómo respondía a su tacto, cómo le hacía creer en los milagros. Pero ahora ya no estaba. Y con él, se había ido también la chispa que calentaba su alma. Le parecía que el mundo entero se volvía gris y frío, igual que el sonido de aquel nuevo violín.

Capítulo 6. La venganza del violín mágico

El Tesorero llevó el violín de Dani a su casa. Al cruzar el umbral, cerró la puerta con llave de inmediato. Sostenía el violín con fuerza, como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo incluso allí, dentro de su propio dominio. Pero luego se tranquilizó: “Incluso si ese mocoso se da cuenta pronto de que lo engañé… ¿qué puede hacerme a mí, el tesorero de la ciudad? ¡Nada!”

Colocó el violín sobre una silla en el centro de la habitación y se quedó observándolo por un momento, examinando su cuerpo desgastado y sus cuerdas envejecidas. “¿De verdad un objeto tan viejo puede poseer tanto poder?” — pensó.

— Viejo o no, eso no importa. Lo importante es que ahora me pertenece — se dijo a sí mismo con satisfacción.

Se dejó caer en su sillón, apoyó el bastón a su lado y, frotándose las manos, comenzó a reflexionar: “Si este violín realmente tiene poder mágico, entonces podré conseguir las Cuerdas Lunares. Y cuando las tenga… Entonces tocaré la Melodía Lunar y cumpliré mi mayor deseo: ¡obtener el control absoluto sobre la ciudad y su gente! Todos, incluso el burgomaestre, harán lo que yo quiera. Aunque, pensándolo bien… ¿para qué quiero un burgomaestre? ¡Yo mismo seré el burgomaestre!”

Alargó la mano, tomó el violín y deslizó el arco sobre las cuerdas con cautela. Un sonido resonó en la habitación, inesperadamente fuerte y casi siniestro. Por un instante, apartó el arco con un escalofrío, como si las cuerdas le hubieran quemado los dedos.

Pero luego, en su rostro se dibujó una sonrisa torcida.

— Bien. Veamos cómo funciona tu magia.

Cerró los ojos y declaró en voz alta:

— Quiero las Cuerdas Lunares. Que aparezcan ahora mismo.

Volvió a deslizar el arco sobre las cuerdas. Por un breve instante, la habitación se llenó de un sonido extraño parecido al susurro lejano del viento. Pero en lugar de las preciadas cuerdas, del techo se desprendió un polvo seco y oscuro: musgo viejo, trozos de madera podrida y telarañas enredadas entre sí. El musgo se acumuló sobre sus hombros y manos, metiéndose entre los pliegues de su ropa. El Tesorero saltó de su asiento, sacudiéndose con furia.

— ¡¿Qué tontería es esta?! ¡Esto no es lo que pedí! — gritó, fuera de sí.

Se dejó caer de nuevo en el sillón, respirando con dificultad. “Tal vez el poder del violín no sea suficiente para invocar las cuerdas…” — pensó — “O quizás requiere un esfuerzo mayor.”

— Dinero… Primero, el dinero. Encontraré a los cazadores y les pagaré para que consigan las cuerdas.

Apretó el violín con más fuerza, cerró los ojos y pronunció su siguiente deseo:

— Quiero mucho dinero. Más del que pueda contar.

Tocó nuevamente. Pero esta vez, el sonido fue opaco y pesado, como si las mismas notas se resistieran a cumplir su voluntad. Y entonces, de repente, se escuchó un fuerte y persistente golpe en la puerta. El Tesorero levantó la cabeza y, alisándose el cabello con una mano temblorosa, gritó:

— ¿Quién es?

Desde el otro lado de la puerta, una voz respondió:

— Un mensajero, señor. Malas noticias. La carreta que transportaba su oro fue atacada por bandidos. Se lo llevaron todo, hasta la última moneda.

El Tesorero se quedó inmóvil. Su rostro palideció y sus manos se aferraron al violín con tanta fuerza que las cuerdas emitieron un lamento triste.

— ¡Esto no puede ser una coincidencia! ¡Este maldito violín se está burlando de mí! — exclamó, desesperado.

De un manotazo, lo arrojó sobre la mesa y dio unos pasos hacia atrás, mirándolo con odio.

— ¡No concede deseos, los destruye! ¡¿Pero por qué?! ¡¿Por qué todo me sale mal?!

Su mirada recorrió la habitación con agitación. De repente, su casa, impregnada de avaricia y miedo, le pareció ajena, hostil. En el fondo de su alma, comprendió que el violín obedecía a una fuerza extraña que se burlaba de él.

— Necesito las Cuerdas Lunares. Solo ellas podrán arreglar esto. Debo conseguirlas… cueste lo que cueste — susurró para sí mismo.

Se dejó caer en su sillón, consumido por la desesperación. Pero los pensamientos sobre el poder y la riqueza seguían devorando su mente. El violín yacía frente a él, su cuerpo desgastado parecía a la vez simple y aterrador.

El Tesorero no estaba dispuesto a rendirse. Aunque para alcanzar su objetivo tuviera que arriesgarlo todo. Se quedó sentado un rato más, luego se levantó, dejó el violín sobre la mesa y salió de la casa. Cerró la puerta con llave y se encaminó hacia la taberna “El León Rojo”, en la parte occidental de la ciudad. Quería aprovechar el camino para reflexionar sobre todo lo ocurrido y, al llegar, cenar bien. Se le antojaba un trozo de carne asada con gachas de trigo, un pastel de manzana y su bebida favorita de miel, dulce y aromática.

Además, sabía que en la taberna siempre se reunía gente de todo tipo, intercambiando noticias. Solía ir allí a menudo para enterarse de información útil, y esta vez esperaba descubrir dónde podía encontrar a los Cazadores de las Cuerdas Lunares, aquellos a quienes planeaba sobornar.

Capítulo 7. El trato

Tras recorrer las calles de la ciudad al atardecer, el Tesorero llegó a la taberna “El León Rojo”.

Sobre la entrada, una vieja enseña de madera con la imagen de un león rojo crujía suavemente al compás del viento. A través de la puerta entreabierta se filtraban el alegre murmullo de las voces y el tintineo de las jarras al chocar. El Tesorero se giró para asegurarse de que nadie lo seguía. Ajustó su sombrero y cruzó el umbral.

Por un instante, se detuvo en la entrada, observando el salón. Dentro reinaba un ambiente cálido y acogedor, impregnado con el aroma de carne asada y hierbas aromáticas que colgaban en racimos de las vigas del techo. Las largas mesas de madera, alineadas en fila, invitaban a los visitantes a compartir una comida. Cerca del fuego, que chisporroteaba alegremente en la chimenea, se calentaban pequeños pucheros de barro con guisos humeantes, y el aire estaba impregnado del dulce olor del pan recién horneado y la miel. El tabernero servía con orgullo jarras de hidromiel a los clientes — dulce y fragante. En los estantes de la pared descansaban grandes cántaros de barro, junto a ellos, como fieles guardianes, se alineaban cucharas y cuencos de madera.

La taberna estaba llena de gente de todo tipo. En una de las mesas, un corpulento comerciante de espesa barba contaba alegremente sus monedas tras un buen negocio, mientras que, a su lado, un joven aprendiz, con la chaqueta manchada, devoraba su sopa con avidez. En un rincón sombrío, dos músicos ambulantes con laúdes gastados tocaban suavemente las cuerdas, esperando algún cliente generoso. Junto a la chimenea, una anciana envuelta en un grueso chal parecía limitarse a disfrutar del calor. Cerca de la puerta, dos carreteros discutían acaloradamente, lanzando miradas de tanto en tanto a sus jarras de barro, como si esperaran encontrar en ellas la respuesta a su disputa.

Los ojos afilados del Tesorero recorrieron cada rostro, buscando cualquier indicio de información útil. Caminó con paso pausado entre las mesas, golpeando el suelo con su bastón de forma rítmica. Su presencia no pasó desapercibida. Algunos se giraron para evitar su mirada, sin ganas de cruzarse con aquel hombre bien conocido en la ciudad. Otros, en cambio, lo siguieron con curiosidad.

Se detuvo junto a la chimenea, fingiendo deliberar sobre dónde sentarse. Fue entonces cuando su mirada se posó en un hombre sentado en un rincón del salón. Era un joven de aspecto despreocupado, con un sombrero de ala ancha y algo raído. Ante él reposaba una jarra casi vacía, y en sus manos hacía girar una moneda, pasándola con agilidad entre sus dedos.

“Qué destreza…” — pensó el Tesorero, sorprendido —. “Un verdadero cazador.” Sonrió para sí ante la súbita idea que cruzó su mente: “Tal vez sea tan hábil para atrapar las Cuerdas Lunares como para jugar con esa moneda.”

Se acercó con cautela, escondiendo su curiosidad tras su habitual aire de autoridad.

— Buenas noches — saludó el Tesorero, clavando la mirada en el joven con una voz relajada —. Parece que usted y yo tenemos algo de qué hablar.

El joven levantó la vista lentamente, empujó su sombrero hacia atrás y esbozó una leve sonrisa, observando al Tesorero con aire evaluador.

— Buenas noches. Usted debe ser alguien que siempre sabe lo que quiere y está acostumbrado a conseguirlo. Bueno, tome asiento. Me gustan las conversaciones interesantes.

El Tesorero se sentó frente a él, procurando disimular su impaciencia.

El Cazador del Oeste parecía afable, pero en su mirada brillaba la astucia de alguien que siempre va un paso adelante en el juego.

El Tesorero notó la jarra casi vacía del Cazador del Oeste y la ausencia de comida en su mesa. Se inclinó levemente hacia él, tratando de darle a su voz un matiz amistoso:

— Parece que ha tenido un día difícil. Permítame invitarle. En la taberna “El León Rojo” siempre hay algo digno para recuperar fuerzas.

El Cazador del Oeste, jugando con su moneda, arqueó una ceja.

Su sonrisa se volvió más abierta.

— Bueno, ya que es usted tan generoso, no voy a rechazarlo. Un hidromiel y algo contundente me vendrían bien.

El Tesorero hizo una seña al tabernero, que caminaba entre los clientes.

— Tráenos dos bebidas de miel. Y para mi compañero, algo consistente — carne con verduras, por ejemplo. Para mí, lo de siempre: carne asada con gachas de trigo y un pastel de manzana.

El tabernero asintió alegremente y gritó hacia la cocina, desde donde se oyó el ruido de los platos que se preparaban.

El Cazador del Oeste miró al Tesorero con atención, haciendo girar la moneda entre sus dedos mientras intentaba adivinar las intenciones de su interlocutor.

— Da la impresión de ser un hombre que valora cada hora de su tiempo — dijo con una leve sonrisa —. Es curioso que haya tomado un momento para conversar conmigo.

El Tesorero, ocultando su impaciencia, respondió con una ligera sonrisa:

— A veces la suerte sonríe en los lugares más inesperados.

Pronto, las jarras de bebida de miel y los humeantes platos llegaron a la mesa, esparciendo a su alrededor un aroma delicioso.

— Bueno, brindemos por un buen comienzo de la velada — dijo el Cazador del Oeste, levantando ligeramente su jarra —. La conversación puede esperar.

El Tesorero esbozó una leve sonrisa y alzó también su jarra. Sabía que esa charla no sería sencilla, pero entendía que el camino hacia su objetivo comenzaba con pequeños pasos. Y aquel era solo el primero.

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