El último día en Tenerife
Las cosas fueron mal desde la mañana y parecía que la tarde no iba a ser mejor. Pablo estaba sentado en el Harry’s bar y sin entusiasmo alguno miraba hacia abajo, a la variedad de colores con los que brillaba el fuente principal del Centro Comercial Safari. Lo había visto miles de veces y no compartía la admiración de los turistas que ya tomaron unos cuantos tragos. En el bar había mucha gente. Todo el mundo se lo estaba pasando bien, algunos bailaban, pero Pablo no tenía ningunas ganas de divertirse. Eran sus últimos cien euros y todavía tenía que pasar por Botanico, ordenar alguna comida tailandesa para ablandar a su querida que le estaba esperando en casa. A ella le gustaban platos con chile.
Él pensaba que cuando volviera a casa, Sosa le recibiría como siempre, amable y obediente después de yoga. Ella le recibiría al salir de ducha, con el pelo negro mojado, vestida de ligeros pantalones de casa y una camiseta blanca, bastante transparente para ver el pecho joven, y por supuesto en las zapatillas rosas que recientemente fueron regaladas por Pablo, ya cansado del par previo. Le recibiría sin reproches y con un beso suave, cuando él le entregara un paquete con la comida de restaurante. Luego Sosa le preguntaría si había aprobado su examen de inglés, pero esto sería una pregunta hecha solamente por cortesía. Seguramente él le respondería algo rudo, ella sonreiría y diría que el año siguiente él, por cierto, tendría éxito. Luego ella tranquilamente iría a cenar ante la tele, y él, Pablo, muy borracho y enojado, también se derrumbaría sobre el sofá a su lado para mirar aquellos culebrones malditos, sorbiendo de una botella los restos de cerveza hasta dormirse en la mitad de la serie. Si no equivocaba, la última vez se durmió aun más temprano, al principio.
Pablo se dio la vuelta y miró al desconocido quien se sentó a su mesa. Podría haberle dicho que no quería ninguna compañía, pero en el Harry’s no había puestos libros, y por eso no dijo nada en contra. Pablo ya estaba al punto de irse, pero el chaval empezó a contarle sus conquistas. Quería entretener a Pablo, cuyo mal humor era obvio.
— No puedes imaginarte lo bien que lo chupa. ¡Es algo increíble, tío, en serio! –le dio a Pablo una palmada en el hombro sin ceremonia alguna–. ¡Te lo digo, realmente! ¡No te imaginas! Necesitas una noche libre, tío, mira a estas chicas. Mira, eh, creo que les gustas.
Pablo no pudo evitar echar un vistazo a la mesa donde se sentaban, tomando unas copas de vino, dos rubias guapísimas. Sus vestidos eran muy provocativos: faldas cortas, tacones altos… Todo esto no era nada nuevo para Pablo. Las rubias susurraban, riéndose de la atención que les prestaba el chaval de color con el que Pablo compartía su mesa.
Pablo pidió la cuenta y la pagó.
— ¡Vaya, tío, vaya! No te imaginas… Cuando ella chupa, te consuma, absorba tu alma de ti… –exclamaba el africano, tratando de mantener su atención.
Si no fuera por la música alta que silenciaba el alarde ridículo, todo esto sería muy incómodo para Pablo. Él jadeó y se apresuró a escaparse de allí. Por suerte, pudo tomar un taxi rápidamente.
“Quizás todos saben ya de mi fracaso en el examen. Cuarenta y cinco euros, ¿y qué? Gran cosa. Nada mortal, simplemente hay que dejar de vagar tanto por los bares y gastar dinero en taxi”.
Pablo trabajaba como profesor de matemáticas en la escuela pública de Tenerife. Cada año él intentaba aprobar un examen de inglés para conseguir el certificado. Así podría ganar una prima de 45 euros. No era mucho, pero en época de crisis cada euro contaba. Pablo solía trabajar en la escuela privada, pero allí le pagaban poco. Sin embargo, los alumnos eran más obedientes y los padres más adecuados, mientras que el trabajo nuevo era una verdadera pesadilla. No es que a él no le gustaba su trabajo, no, pero es que en la escuela nueva había muchos problemas. Especialmente con los niños migrantes que no entendían nada, no obedecían, faltaban de tacto y además de conocimientos buenos de español.
“Ya no aguanto más –pensó Pablo casi durmiendo–. Es mejor que me vaya al continente. Dicen que allí hay trabajo. Pero… ¿Qué hacer con Sosa? No podré llevarla conmigo. Sus estudios, y clases de yoga, y amigas… Todo está aquí. ¿Y que van a decir los padres sobre mi posible traslado? ¡No, no! Tenerife es el mejor lugar. ¡Oh, ese maldito examen!
Cuando Pablo regresó a casa, las luces estaban apagadas. Pasó un rato delante de la puerta, buscando llaves.
¿Acaso Sosa ya duerme? ¿O es que apagó la luz para ahorrar? Las últimas facturas de electricidad son algo locas”.
Entró con cuidado en la habitación, esperando a ver Sosa durmiendo en el sofá y abrazando dulcemente la almohada, pero allí no había nadie. Se sintió muy lastimado, pero decidió evitar convertir esto en un escándalo y solo marcó el número de Sosa. Dentro de los sonidos apagados de música pudo oír la voz bien conocida.
— Pablo, no te ofendas. Estaba con mis amigas y perdí la noción del tiempo, ya es tarde para ir a la tuya, me quedaré esta noche en la casa de mi mamá. Te quiero. ¡Besos!
Pablo se sentó en el sofá. Moría de hambre y se arrepentió de no haber pasado por el restaurante tailandés, para cenar necesitaba algo más que cerveza con nada. En la cocina se hizo un bocadillo y se sirvió un té helado. Luego fue a la habitación y se sentó delante de la pantalla parpadeante. Entró en el chat. Era un chat interno que reunía a sus conocidos en Tenerife y compañeros de trabajo. Ya era tarde, la mayoría estaba durmiendo. Pablo pensó en llamar a Sosa otra vez para contarla cuánto la echa de menos, pero cambió de idea. La única persona que estaba activa en aquel momento en el chat era Elisa, la nueva profesora de historia. Pablo frunció el ceño. Recordó a esta mujer impresionante, su apariencia, su voz estricta y poderosa. Elisa tenía cuarenta y cinco años, era quince años mayor que él. Una bestia pelirroja de pelo rizado. No tenía niños, nunca se había casada y, tal vez, estaba obsesionada con el sexo. Se podía sentirlo en todo, desde su manera de caminar y hablar hasta sus vestidos.
Vivía a 5 minutos a pie de la casa de Pablo. Una vez por la semana se veían de camino al trabajo, en la parada de autobús. Ella solía asentir con la cabeza, devolviéndole a Pablo el saludo suyo, y no hablaba mucho. Por la mañana, cuando se acercaba un autobús lleno, amablemente dejaba Elisa entrar primera y observaba sus nalgas firmes moviéndose enérgicamente mientras ella subía las escaleras del bus. En tales momentos involuntariamente se preguntaba cómo Elisa sería en la cama. Ese pensamiento obsceno no se sentía bien, pero ayudaba a Pablo a distraerse del examen y de problemas que tenía en el trabajo y en casa.
Pablo justificaba su lujuria por el hecho de que todavía no era muy feliz y tenía el derecho de pensar en tales cosas hasta aprobar el examen. En frente de ella, agarrándose al pasamanos e intercambiando de frases sencillas como “hoy hace viento en el mar” o “las palmas de Tenerife son las más bonitas”, estaba admirando sin temor su cara bella y los ojos, tan grandes y azules como el océano Atlántico. Le gustaba que a veces, cuando Elisa buscaba la respuesta, ella se lamía los labios finos. La mirada de Pablo también pasaba por el cuello blanco de cisne, pero lo que le gustaba más en Elisa eran sus rizos pelirrojos, muy a menudo trenzados como si fuera una niña.
Y entonces ayer la tocó. La tocó, aunque esto no era propio de él. El autobús iba en círculo y se inclinó un poco, por ello un mechón pelirrojo rizado cayó sobre el cuello de Elisa, y Pablo lo arreglo, mientras Elisa estaba mirando hacia el horizonte. La mujer no parecía notar estos toques y Pablo, como si se hubiera electrocutado, no apartaba el mano hasta que Elisa misma le pidió hacerlo.
— ¡No, no! Déjalo.
¿Por qué él tardó tanto en apartar la mano y ella en hacerle apartarlo? Durante un rato ambos permanecían en silencio, Pablo buscaba la respuesta y no la encontraba. Posiblemente su gesto era un gesto puramente amistoso, pero ¿por qué Elisa no reaccionó a su toque en el mismo momento? ¿Por qué ella incluso cerró los ojos por un breve momento e, intentando encontrar palabras, se lamió sus labios que parecían ser dulces?
En esta hora tardía se lo preguntó a ella, sintiendo que tenía todo el derecho a conocer la verdad. Elisa contestó que él tenía dedos muy delicados y eso le gustó a ella, por eso no lo apartó inmediatamente. Pablo parecía satisfecho con esta respuesta y ya iba a dejar cerrar el chat, pero de repente ella le envió su propia pregunta.
— ¿Lo tienes grande o pequeño?
La inesperada insolencia de esta mujer espectacular y confiada le hizo a Paco salirse de su guion, irrumpió en su espacio personal y le quito su máscara de decencia que odiaba. Él sintió una fuerte excitación y atracción por la que era tan insolente con él.
— Grande –respondió honestamente.
Elisa, por supuesto, estaba al tanto de que él tenía pareja, que viven juntos y están prácticamente casados, pero esto no la detuvo de su pregunta. Se sintió desviado del camino por el que iba su, aunque imperfecta, vida familiar. Al igual que la rueda del coche delantero hace una piedra saltar y romper los parabrisas del coche que va por detrás, la pregunta dejó una grieta en su alma cansada de la necesidad de ser decente. Le adelantaban y él era guiado en ese juego inusual.
Esperaba otras preguntas provocativas y no se equivocó.
— Cuando te acuestas con una mujer, ¿qué posición prefieres? ¿Prefieres delante o detrás?
Pablo trató de recordar sus preferencias, pero estaba borracho y no pensaba en claridad.
— Ambas –contestó, aunque más prefería la de detrás. Le gustaba jalarle el cabello a la novia, enrollarlo en mano y, sintiéndola sometida a su voluntad, penetrarla.
— ¿Te afeitas allí? –preguntó Elisa.
— ¿Por qué lo preguntas? ¿Cuál es el problema?
— Me gusta el olor cuando lo meto en mi boca y es grande y alcanza la garganta, eso me da una sensación íntima, y cuanto más pronunciado es el olor, mejor. Este olor me vuelve loca, excitada, y casi al mismo tiempo que siento el sabor del semen en mi boca, una ola se apodera de mí, la logro sin manos o estimulación alguna. No puedo describirla. Es algo mágico. No te bañes hoy.
No respondió e inconscientemente abrió la bragueta. Su erección era tan fuerte que él necesitaba espacio. ¡Qué conversación nocturna tan extraordinaria!, pero ¿qué pasaría la mañana siguiente cuándo sus miradas se cruzarían en la parada de autobús como si no hubiera ninguno de todos estos mensajes vulgares?
— Me gusta una cosa más –continuó Elisa, estimulando la imaginación–, poner fresa con nata en los pezones. Un trozo de hielo también va bien. Y tú, ¿te gusta fresa con nata?
Pablo pensó que Elisa, quizás, también estaba borracha. Un derecho disponible a todos. Tal vez murió alguien a quien ella conocía.
— Hoy he tenido un día pesado–, escribió él, tratando de justificar la violencia ignorante de Elisa. Pero ella persistía.
— Ven a mí, te espero. Pero seré yo la que va a dominar.
Pablo se quedó de piedra, no pudo creer en su descaro. Quiso darle a Elisa una lección y el miembro empalmado era la sugerencia de cómo hacerlo. Empezó a vestirse con prisa. Nunca antes lo habían seducido así. Nunca antes había querido tanto a una mujer.
— ¡Yo sé dónde vives, Elisa, y yo vendré! –escribió impulsivamente–. ¡Pero seré yo el quien va a dominar!
Pablo salio a la calle casi corriendo y se dirigió hacia la casa de Elisa. Aún desde lejos vio la luz encendida de su ventana. Al acercarse, notó a Elisa quien le dio un gesto imperativo con su mano ordenándole a Pablo que subiera. Pablo sonrió. Dejó ese gesto sin responder porque estaba furioso que le provocaban y que le empujaban a engañar, y estaba donde estaba en vez de dormir en el sofá. Tenía que castigarla.
“Esa puta recordará para el resto de su vida quien soy yo, Pablo”.
Mientras iba, lo tenía en erección. Su erección tal vez nunca fuera tan prolongada. Mientras estaba subiendo la escalera, cuando tocó el timbre y cuando empujó la puerta con la pierna… Estaba duro durante todos esos momentos benditos de su vida.
— ¿Dónde estás, Elisa! –gritó amenazante cuando entró en el pasillo, quitándose la ropa y escuchando los sonidos de la noche.
En la habitación lejana, en el dormitorio de Elisa, había la luz encendida y a bajo volumen sonaba una música agresiva. El apartamento estaba impregnado de olor a tabaco y esto sorprendió a Pablo, quien sabía que Elisa no fumaba.
“Ya veo, está de juerga” –decidió.
En el dormitorio, frente a una cama enorme cubierta con una sábana escarlata, en denso nube de humo de cigarrillo él vio a Elisa. En seguida reconoció a su cabello pelirrojo, esta vez llevaba dos trenzas… y un sombrero de policía en la cabeza. Elisa era de pecho pequeño y cintura fina, con caderas y piernas bien desarrollados que se veían esbeltos y elegantes en las botas de estilo que le llegaban hasta las caderas y tenían tacón alto. Un cinturón con pistolera pesada abrazaba a su talla desnuda. La pistolera no era vacía, pero Pablo no lo tomé en serio. Mucho más le preocupaba el látigo que la mujer sostenía en la mano y la forma en que caía la ceniza del cigarrillo encendido, apretado en los labios finos de color carmín. Caía como la nieve sobre la superficie reluciente de la puntera chapada de la bota. La mujer estiró su pierna esbelta, invitando a Pablo a sentarse a su lado. Pablo vacilaba.
— Acércate –ordenó ella sin sacarse el cigarrillo humeante de la boca. Y Pablo se sintió profundamente aterrorizado…
Un chocolate para Blancanieves
Era otoño profundo. El cielo fue cubierto por una infinita niebla gris. La niebla daba vueltas como si alguien grande e invisible revolvía un ponche de huevo. La yema del sol cayó sobre el borde del bosque y se iba lentamente hacia el suelo desnudo. Pronto llegaría la noche. Blancanieves permanecía cerca de una casita de madera. Esta era una choza vieja y solitaria, con techo bajo y puerta inclinada que solía chirriar al menor contacto de la brisa. Pensó que posiblemente allí hubiera vivido la gente bajita. Aunque la casita estaba abandonada y sus alrededores eran desiertos, no se atrevió entrar sin permiso. Miraba a las ventanillas con persianas talladas de color verde, a la uva a la que se le acabaron de caer las hojas y en la que todavía permanecían unos pequeños racimos negros, tocados por el frío y los gorriones.
“Este lugar sí que debe ser muy hermoso en verano, como un cuento de hadas –admiraba Blancanieves, mirando el techo. –La chimenea de ladrillo se ha conservado bien. ¡Y qué bonita es la teja! Probablemente esté hecho a mano”.
La teja era realmente muy bonita, colocada con precisión, cubierta de líquenes y el follaje otoñal caído. En algunos lugares las vigas se curvaban desde la vejez y parecía que el tejado era un mar movido de chocolate.
La casa se hallaba a la orilla de un gran lago redondo, para acercarse al cual había que traspasar el camino empedrado y un zarzo bajo que tenía una puertecilla para que los habitantes de la casa pudieran acceder al agua. Otro camino empedrado salía desde la casa, pasaba entre dos pendientes hacia abajo y se perdía detrás de las colinas. Lo que más sorprendió a Blancanieves eran los árboles que crecían en aquellos pendientes. Altos, plantados así que formaban un patrón de tablero de ajedrez, con troncos negros que se extendían hacia el cielo junto con las ramas, también negras y largas. Desde lejos, estas plantaciones parecían a las agujas de puercoespín y se veían muy impresionantes.
— Estos árboles, ¿dan frutos o no? –se preguntó Blancanieves al ponerse al camino. Cuanto más bajaba, más cálido y carente de viento se hacía en la calle. Las calinas por ambos lados la protegían de la humedad del lago y el viento leve, pero igualmente húmedo.
A lo largo del camino por el que caminaba Blancanieves crecía una hierba verde y espesa. Parecía que alguien la hubiera cortado antes de que llegó la joven, ya que toda era de altura semejante. Blancanieves pensó que allí debería crecer muchas flores en verano. Le gustaban las flores, especialmente cuando se las regalaban los hombres. Y tan pronto como recordó a los hombres, de repente divisó a Él. Estaba parado ahí, a lo lejos en el camino, en soledad, esperando a Blancanieves. Ella se detuvo insegura, no sabía qué hacer. El extraño estaba tan lejos que ella apenas podía discernir su silueta. La oscuridad empezó a arrastrarse hacia Blancanieves, ella se asustó, sus piernas desobedecieron…
Se despertó en su cama. Por la ventana brillaba el sol caliente de Madrid. Rodrigo, tal vez, se fue por la mañana para comprar chocolate. Esto ya se había convertido en un hábito: cada mañana, antes de ir al trabajo, él iba a la tienda que estaba en la esquina para comprarle a ella un verdadero chocolate francés.
— Mmm –se lamió los labios finos, ya anticipando cómo se los lamería de placer.
Blancanieves acabó de cumplir treinta años. Ella era de Rusia. Llegó a España hace cinco años para estudiar la lengua. El país de flamenco y corridas de toros le gustó inmediatamente. Además, sabía bien inglés, y en España en aquel período evidentemente había gran demanda de buenos especialistas. Le ofrecieron el puesto de profesora de inglés en una escuela privada madrileña y, al aceptar la oferta con entusiasmo, arregló todo el papeleo necesario. Y ahí es cuando sus nuevos amigos y conocidos le dieron el nombre de Blancanieves. El apodo maravilloso pegó bien a ella. Es que tenía la piel muy blanca, asquerosamente blanca, incluso el caliente sol del sur no la afectaba. Para atenuar un poco la impresión que causaba, Blancanieves usaba varias cremas francesas de la categoría “très claire” que le regalaban constantemente por cualquier motivo o sin ningún motivo. No obstante, era una joven bella, inteligente y, cabe destacar, siempre expresaba su propia opinión. Fue una especie de chica inconformista. No le importaba absolutamente que la gente decía de ella, le gustaba actuar contra los estereotipos. Por ejemplo venía a la fiesta y no bebía vodka, aunque era rusa. Además le gustaba el chocolate, ella lo comía tanto que su novio, Rodrigo, ya debería abrir una confitería. Dondequiera que estuviera, ella celebraba los beneficios del chocolate y lo recomendaba a todas las mujeres solteras como un sustituto equivalente para los hombres. Era de pelo fino, castaño, que caía sobre los hombros estrechos. A veces se lo ataba en un moño sobre la nuca y utilizaba un lápiz o una aguja de tejer para mantenerlo en su lugar. A sus vestidos ella estaba indiferente. Ella pensaba que todas estas artimañas que las mujeres utilizaban para atraer la atención masculina de los hombres eran vulgares, a menos que tenía pasión por zapatos de cuero caros. Hablando de música, ella prefería la música italiana: los madrigales, las caccias y las ballatas, eso sí, pero no la de Celentano. Al último ella no tenía ningún interés por una película inapropiada en la que este hubo participado. A veces, Rodrigo incluso se marchaba de casa bajo algún pretexto plausible con tal de no escuchar más estos trinos de todo tipo, de los que ya estaba harto.
Cuando Blancanieves soñó con una pequeña casa a la orilla de un lago pintoresco, pasó un rato largo y apacible en la cama, sola, tratando de revelar el sentido de lo visto. Encontró unas contradicciones en su maravilloso sueño, porque en la vida real a ella le gustaban ciudades, grandes centros culturales y museos. Y aquel tipo extraño, un hombre que se presentó al final del sueño, ¿qué significaría eso? ¡No, no! Sin chocolate su linda cabecita no funcionaba bien. Cuando la puerta de entrada se abrió y la joven oyó pasos, gritó con impaciencia:
— ¿Rodrigo, eres tú? Ya me he despertado.
Pero no era Rodrigo el que vino. En su puerta apareció un alto hombre desconocido que llevaba unas gafas de sol y tenía una bolsa de cuero en sus manos. Se actuaba de manera relajada y algo llamativa. Sonrió a Blancanieves, viendo el horror indisimulado que inspiraba a la joven, y ella hasta abrió la boca.
— Rodrigo me dio las llaves –el intruso lanzó ágilmente las llaves hacia arriba y con la misma agilidad las atrapo de nuevo, haciéndolas sonar.
— ¿Por qué? ¿Qué pasó con él?
No era la vergüenza que la hizo cubrirse. A decir verdad, el sentimiento de vergüenza era extraño para ella. En gran medida, todas sus acciones orientadas a los hombres eran de carácter provocativo con elementos de superioridad. No se sabía, si su comportamiento era consciente o no, pero a menudo en las situaciones semejantes actuaba por costumbre.
El desconocido no se apresuraba a contestar. Parecía que le gustaba para dejar cosas sin decir. Solo disfrutaba de la compañía de Blancanieves y sonreía. Ella le miraba con sospecho, tratando de entender cómo pudo entrar. El hombre no parecía ni maníaco, ni ladrón. Tenía un aspecto de alguien quien iba a ir al mar, completamente despreocupado y con esta bolsa suya. Era el hombre en la flor de su vida, con un buen físico. Blancanieves tenía una debilidad particular por unos machos así. Estaba vestido de pantalones cortos, chanclas, camiseta de lino blanco con escote abierto que mostraba el pecho definido. Cuando se quitó las gafas de sol, Blancanieves pudo ver la cara. Sus rasgos no eran propios de un español.
— Rodrigo no vendrá más –por fin dijo el desconocido.
— ¿Cómo que no vendrá? ¿Quién es usted?
— Puede llamarle el Mago. Oh… casi lo olvido –dijo y hábilmente le tiró sobre la cama un envase de helado de chocolate que cayó cerca a los pies de Blancanieves–. Es su favorito, coma.
Blancanieves echó un vistazo al tarro y luego a quien lo había tirado. Estaba a punto de indignarse. Nunca impedía a nadie que la trataran de tal manera, Como si fuera un perro o incluso peor. Pero tenía que ganar tiempo para aplacar al intruso y, tal vez, podría escapar a la calle, gritar, llamar a la policía… Se vio obligada a jugar con sus reglas y se estiró por el helado. Por lo demás, en verdad quería probar el chocolate. El chocolate era un perfecto tratamiento para el estrés.
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