Playa quieta
Ella llegó a las Islas Canarias por primera vez, aunque se moría de ganas por hacerlo desde hacía mucho tiempo. Se alojó en Las Américas según la recomendación de un viejo amigo suyo y pronto, con una prisa y energía inherente, ya recorrió a lo largo y ancho todos los lugares equivocados de la isla “canina”. Todo le parecía super estupendo. Tuvo un montón de impresiones y de fotos. Los selfies se subían a la red con gran regularidad, pero luego ella se aburrió tan inesperadamente e intensivamente que pasó en el hotel casi toda la semana, como si tuviera fiebre que le había quitado las fuerzas, y dejó a los suscriptores sin ningún conocimiento de que hacía. En algún momento incluso se preocupó seriamente en su salud mental y se puso a consumir en abundancia la bebida favorita de los conquistadores: el ron. Solo cuando le quedaban cuatro días antes de regresar al continente para recobrar la sobriedad y centrarse en el trabajo, como lo demandaban las circunstancias, ella de nuevo se sintió llena de energía. La diferencia era que aquella energía recobrada ya no la llevaba a buscar los entretenimientos ruidosos, sino que la inspiraban a concentrarse en sí misma y pasar el resto del descanso en completa privacidad, disfrutando de la armonía con la naturaleza. Siempre se hacía amistades nuevas con la facilidad sorprendente, así se puso las gafas de sol para no ser reconocida por ninguno de sus amigos recién hechos y comenzó a salir a escondidas por las noches para pasear de incógnito por el área. Incluso adquirió zapatillas de deporte livianas, una camiseta y pantalones cortos para caminar por las piedras con mayor comodidad, aunque siempre se vio a sí misma muy conservadora y había seguido la regla estricta de que una verdadera mujer francesa no debería en ningún caso salir sin vestido y tacones.
Especialmente le encantaba pasear por las playas nocturnas de Adeje, cerca de algún pueblo de pescadores cuyo nombre nunca recordaba. Le gustaban el terraplén elegante que sumaba las playas en una entidad única y las puestas de sol increíblemente hermosas. Allí, acompañada con el susurro de las hojas de palmeras y el golpeteo de las olas, pasaba ratos largos mirando al océano y al sol que se estaba ahogando en las olas poderosas, y contaba, sin nada para hacer, las pequeñas embarcaciones que balanceaban sobre aquellas olas, pareciendo ser unas gaviotas blancas. Pero los últimos días idílicos fueron interrumpidos por la convención de los surfistas. En enero en la isla había de celebrarse un gran evento anual y por eso todos los caminos que llevaban a las playas pronto fueron atascados por autobuses desde Europa y el área mismo de Las Americas fue abarrotado por muchedumbres locos casi desde todo el mundo que gritaban, hacían mucho ruido y, sujetando algún tipo de tablas bajo los brazos, iban buscando la muerte en el océano profundo.
Alguien local, puede que un músico callejero de la Milla de Oro, una vez le contó a ella sobre los hippies y los aficionados a la meditación que se habían tomado como su sitio favorito una de las playas salvajes con arena volcánica negra en alguna parte de la costa oeste.
— Es literalmente una faja de tierra de unos cincuenta metros, señora –le narraba, tocando las cuerdas de nailon y extrayendo los motivos españoles–. Ni siquiera se puede aproximarse desde el océano. En el agua de allí se esconden piedras afiladas y bancas de arena. Quizás es el lugar más privado de toda Tenerife.
Según él, llegar a aquel lugar no sería fácil incluso para los guías que sabían todo sobre la isla, es que la cuenca estaba bien ocultada entre las rocas inabordables, pero este tío afirmaba que conocía el camino secreto hacia el océano, un sendero estrecho y serpenteante de la montaña, y le decía que por cincuenta euros pudiera andar allí en bicicleta con cualquier que lo deseara. Pero entonces esa propuesta de visitar juntos un sitio desconocido le pareció a ella demasiado arriesgado. Pero dado a las circunstancias nuevas el lugar escondido de miradas indiscretas la atraía, haciendo olvidar del instinto de autoconservación, y ella decidió preguntar al músico más detalles. Ese a menudo pasaba tiempo tocando la guitarra, mientras estaba sentado descuidadamente en un banco bajo una palmera cerca de una la cafetería, por lo que no fue difícil encontrarle.
— ¡Si aquel sitio también está invadido por estos surfistas, el otoño siguiente voy a votar por los nacionalistas! –confesó ella, luchando con el viento de enero.
Justo en aquel momento una multitud de personas con tablas de surf salieron del hotel y pasaron corriendo, aparentemente apuradas por la posibilidad de atrapar una gran ola.
— ¡Qué está diciendo, señora! –El músico tomó su último comentario como una broma–. Le aseguro que este es un lugar ideal para aquellos que intentan encontrarse a sí mismos. Mañana al primer grito de gallo nos embarcamos juntos en una búsqueda de silencio. Será un gran viaje.
Para discutir los detalles de la ruta y conocerse mejor ellos decidieron detenerse en el café para unos cinco minutos y ella se quedó muy contenta no solo por queso de cabra frito con mermelada de pulpo y vinagreta, sino por la conversación.
— Aquí sirven mi café favorito, señora –sorbió con entusiasmo de la taza–. Quizás es el mejor en Tenerife, igual de bueno que el de Strasse.
Tomó otro trago disfrutando del sabor y ella de forma inequívoca determino con la experiencia de una mujer madura un gran potencial amoroso de ese tipo divertido.
— Pues, ¿no habrá nadie en esta playa?
— Si tendremos suerte, señora. Tal vez habrá un par de carpas. Después de todo no soy el único quien conoce el camino tan apetecido… Pero puedo asegurarle que todas estas personas se quedarán fuera de nuestro espacio, sin hacer preguntas o algunas insinuaciones estúpidas… Ellos van a meditar, y respecto a nosotros, pondremos una gran toalla blanca sobre la arena negra y nos entregaremos a los sueños.
Ella le miró con una pregunta. La palabra “entregaremos” salió de sus labios calientes de café con un toque sexy, y ella lo captó y sintió un sabor agradable de algo ya olvidado, pero no se volvió sospecha como lo habría hecho antes, pero le devolvió la sonrisa. Al fin y al cabo, ese chaval era unos veinte años más joven y le agradaba su compañía.
— Nos entregaremos a los sueños… –repitió ella con fascinación, saboreando cada sílaba–. Bien dicho, Diego.
— Vamos a permanecer en silencio, escuchando el susurro de las olas –continuó tentarla, chasqueando los labios–. ¿Usted no está en contra, señora, si voy a tomar una taza de café más?
Ella asintió ansiosamente al camarero.
— ¿Qué puede decirme de Las Americas? –preguntó ella un poco más tarde, mirando a los ojos negros de su interlocutor peculiar.
— Pues, ¿qué le digo? Este lugar, señora, solía ser un desierto. Aquí no había ninguna ciudad turística. Mi bisabuelo trabajaba aquí elaborando sal a partir del agua del mar… Luego unas personas emprendedoras crearon aquí un cuento de hadas, trajeron un montón de arena del Sahara. Es difícil de creer que cuando era pequeño casi me cayó bajo el brazo de una excavadora. Este estaba a punto de cortarme por la mitad. ¡Mire, señora! –y el narrador de repente se levantó el suéter desgastado y comenzó a jactarse, mostrando sus abdominales marcados en los apenas se podía notar la cicatriz de la apendicectomía–. Desde entonces mi madre, gratitud a San Antonio, dice que nací bajo buena estrella.
A la turista un poco desalentó esa mención de la madre que debía haber sido la mujer de su edad y ella incluso comenzó a mirar a su alrededor para entender si alguien la miraba con ojos críticos, creyendo que se estaba contratando un puto. Pero nadie les prestaba ninguna atención y ella incluso quitó las gafas.
— Todo pasará bien, señora –continuó disipando sus dudas–. Lo principal es saber pedalear…
— No te preocupes, sé como montar una bicicleta –le aseguró–. Mi ex esposo dos veces ganó el maillot de la montaña en el Grande Boucle y me enseñó algo durante veinte años de nuestro matrimonio.
— No estoy cuestionando sus habilidades, pero el camino es super empinado… Por eso le advierto de inmediato que usted deberá ser paciente, pero esto valdrá la pena…
Ella ya había pagado la factura y es ese momento estaba disfrutando del excelente chapo frío que el camarero le trajo para el camino.
— Las dificultades no me dan miedo, Diego. Existen para superarlas, y yo tengo más que suficiente paciencia para hacerlo.
— ¡Bien, señora! –dijo él alegremente y le extendió su mano para despedirse de ella de una manera amistosa.
Curiosamente, ella no quería separarse de este joven despreocupado, y ella le miraba, tratando de entender si tenía algunos defectos. Pero aparte de la juventud, en este chaval no había nada vicioso y ella, satisfecha, prefirió despedirse de él con un beso en la mejilla. Al menos ese fue la única persona que le mostraba algo de comprensión.
Temprano en la mañana, según lo acordado el día anterior, ella vino al puesto de alquiler de bicicletas y equipo para montarlos, pero su guía no se presentó y ella lo esperó hasta la noche, moviéndose de un café a otro y maldiciendo esta palabra española favorita “mañana”. Sin embargo, luego él vino también, explicó que había tenido una buena razón para demorar y que mañana seguramente irían a la playa quieta.
— Váyase a casa y no se preocupe, señora –le dijo, besándola de nuevo en la mejilla.
No durmió bien toda la noche, tenía sueños llenos de erotismo barato, y a la mañana siguiente ya estaban montando las bicicletas a lo largo del océano. Él estaba adelante y ella un poco detrás, a veces echando vistazos a sus nalgas infladas y observando la facilidad con la que pedaleaba.
“Probablemente va al gimnasio de vez en cuando” –decidió, sintiendo en la siguiente subida que ya se estaba cansando y decidió que al regresar al continente iría a cambiar su entrenador.
Quería gustarle al Diego, gustarle como una persona, sin ningunas implicaciones saturadas sexuales o coqueteo. No había sentido esta emoción particular desde hacía mucho tiempo, impresionar a los hombres nunca era difícil para ella y este papel de una segundona no le daba ningún beneficio apreciable y la deprimía mucho. Varias veces ella intentó alcanzar Diego en la pista, pero cada vez él huía hábilmente de esa persecución compulsiva y se reía despreocupado. Estaba enojada, pero no se rendía, esperando el viento favorable o algún error de Diego, y siendo una mujer sofisticada estaba inventando una terrible venganza. A veces, sobre todo en los descensos serpenteantes, Diego se apartaba mucho de ella, mientras en los tramos llanos mantenía burlándose la corta distancia y cada vez que su compañera se le acercaba significativamente él se aceleraba.
Ese paseo espontáneo en bicicleta le recordó a ella su juventud lejana, y como si fuera una muchacha se quitó el casco y se soltó el pelo rápidamente atrapado por el viento de la costa. Parecía los viajes con su marido cuando los fines de semana ellos juntos fueron a andar en bicicletas de París a Reims para montar por los viñedos extensos y disfrutar del aire más puro de la Champaña. La diferencia era que durante aquellos viajes ella siempre estaba por delante e incluso cuando Jules se hizo famoso después del Tour de Francia él siempre le cedía el primer lugar.
Siempre recordaba a su ex esposo cuando los tiempos eran especialmente difíciles como si por inercia buscara su protección y simpatía. Después del divorcio la comunicación entre ellos casi se terminó, excepto los pocos casos cuando arreglaban algo en presencia de su abogado. Sí que ella le desplumó a Jules, pero las cosas podrían haber sido aún peores para él…
“Oh, pobre y patético Jules” –dijo con cierta amargura cuando un coche redujo la velocidad a su lado, haciendo sonar bocinas y parpadeando con los faros.
Dentro del coche vio a una compañía de
unos jóvenes gay en chaquetas rosas y con orejas de liebre echas de espuma en sus cabezas. Todos estos chiquitos conejitos se pegaron contra las ventanas y le mostraron a ella signos de su aprobación, como si la apoyaran en esta maldita carrera larga. Diego, burlándose, se levantó un poco, moviendo activamente las caderas y tomó mucha velocidad. Sí, se veía muy diferente en ropa deportiva y sin una guitarra.
De repente a ella se le ocurrió la ridícula idea de regresar antes de que fuera demasiado tarde y hasta que no alejaran mucho Las Américas. ¡Al diablo con los cincuenta euros y la arena virgen de color negro! Ella no conocía nada sobre este hombre y no sabía que ese tenía en mente. ¿Y si era un maníaco que atraía ricas idiotas a las montañas, o incluso peor, era un liberal con todos esos gustos perversos y en su mochila divertida que llevaba detrás de sus anchos hombros tenía un látigo con bolas de metal y un juego de esposas de policía?
— Diego, ¿cuánto más? –llamó al compañero, pedaleando con esfuerzo.
Él miró hacia atrás, mostrándole su cara roja empapada y sonrió, señalando con condescendencia hacia un aparcamiento improvisado cerca de la valla.
— He dicho ¿cuánto tiempo más tenemos que arrastrarnos allí? –preguntó ella, mientras echar un vistazo al agujero de púas cubierto de polvo que crecía en las rocas y se asombró de cómo la planta pudo sobrevivir en tales condiciones severas.
Se detuvieron, pero no se bajaron de sus bicicletas.
— Ya estamos cerca, señora –tomó un sorbo de la botella y sin mirar, como si fuera un gesto completamente inconsciente, le ofreció a la mujer esa agua, quizás mezclada con su saliva.
Ella pasó por alto esa falta de tacto. Tal vez no ese comportamiento era habitual para su guía y no había nada malo en ello. Sin embargo, su ex-marido, por supuesto, nunca se comportaría así. Era un hombre muy educado y aristocrático, todo el pedigrí de sangre azul, e incluso cuando ella pidió el divorcio y ellos discutían la cuestión de dividir los bienes, él le dejó el derecho de elegir primera.
“Después de todo, que ese español presuntuoso piense que soy feminista” –decidió, tomando el agua con avidez.
Además, tenía muchas ganas de beber y ella no dejó ninguna posibilidad para nadie más. Diego sonrió. Estaban en un espacio abierto con vistas al océano y el viento allí era particularmente furioso. Involuntariamente ambos echaron un vistazo a la costa sinuosa. Era el momento de marea baja, la onda se había alejado mucho de la orilla y en algún lugar desde el horizonte estaba regresando una nueva onda grande… La mujer de repente imaginó que alguien ya se estaba volando sin miedo en una tabla bajo las gaviotas en el cielo.
— Sí, para los surfistas es un paraíso –dijo Diego al notar su mirada indignada y sonrió–. ¡Pero no se preocupe, señora!” En el lugar a donde nos dirigimos le esperan solo las ondas y nada más.
De nuevo se pusieron en marcha y sin que ella lo notara se adentraron en las montañas por un camino estrecho sin pavimentar. Diego, como siempre, se veía infatigable. A ella también la subida no le parecía difícil y cuando salieron de la carretera ruidosa, incluso tuvo tiempo para disfrutar del canto de los pájaros del bosque y estaba mirando con curiosidad los árboles que crecían densamente a lo largo del sendero, comparándolos con los castaños franceses. Pero luego, cuando el ascenso empezó a requerir muchos esfuerzos y ellos tuvieron que bajarse de la bicicleta y subir a pie, pisoteando la hierba degradada, ella volvió a sentir aquella emoción revanchista e intentó cortar el camino por los senderos secundarios. Pero de esa manera solo hizo su propia vida más problemática, mientras que el guía no miraba para atrás y no la daba la mano en los tramos difíciles. No estaba acostumbrada a ese tipo de esfuerzo y por eso le empezaron a doler los músculos de los pies y la espalda, y ella de nuevo recordó a Jules. En tales momentos la llevaba en sus brazos.
— Diego, ¿tienes novia? –de repente preguntó ella por alguna razón.
— Sí, señora. Vivimos en la casa de sus padres aquí cerca.
— ¿Y a qué se dedica?
— Está estudiando, como todos.
La conversación no fue bien y ella prefirió no preguntar más a su guía ningunas cosas personales. Parecía que el sol llegó al cenit, pero sus rayos apenas penetraban entre las copas densas de los árboles. El camino se volvió cada vez más bifurcado, incluso a veces se dividía en tres, pero el guía elegía la vía sin duda alguna, solo una vez tuvieron que volver a la intersección anterior y girar a la izquierda hacia el descenso. En esta oscuridad misteriosa ella de repente pensó que ellos se habían desviado completamente.
— Me parece que la bici que me han dado es completamente desgastada. Cruje como un lecho de los recién casados.
— Y a mí me gusta la mía –se rio Diego, montó su bicicleta enseguida y se dirigió a la deriva bastante plana y artificialmente hecha de piedra.
— ¿Quizás cambiemos? –ella le insinuó explícitamente.
— ¡Qué va, señora! Este es de cinco velocidades y me temo que usted no pueda manejarlo en las curvas. Soy responsable por usted.
Por un lado allí realmente había un precipicio peligroso con una valla baja, tan baja que equivalía a una parodia, y por el otro lado se elevaba una pared rocosa alta y escarpada y las ramas de los árboles que arrastraban por la piedra les tocaban las cabezas, así que incluso tenían que agacharse. Apareció una señal de advertencia, ese decía que no se podía continuar en coche, pero de verdad solo un idiota para se arriesgaría pasar por allí incluso en moto. Ya no pedaleaban, solo reducían la velocidad. A lo largo de la pendiente las ruedas se giraban sin su ayuda, el sonido de las olas se hacía más claro y el viento que llegaba por parte del océano soplaba más fuerte. Luego alcanzaron la parte saliente de la montaña y vieron unas cabañas abandonadas hechas de piedra y cuevas excavadas en la arenisca. Como se podía juzgar por los trapos colgados en las cuerdas extendidas y la presencia de las bolsas de basura, allí vivía gente vivía. Sorprendida, ella miró a Diego.
— Los apartamentos más lujosos de la isla, señora –se rio–. El océano aquí está cerca del peñón, salgas de la cabaña y puedes respirar profundamente… Pero la playa a la que dirigimos nosotros está un poco más lejos. ¡Está detrás de aquella roca!
Ella miró la cadena negra rocosa que estaba en su camino hacia el lugar deseada y suspiró profundamente. Ya no tenía fuerzas para nada y luego estaba esta arena en la que ataban mientras iban hacia las cuevas.
A la entrada de una de las cuevas estaba sentada de rodillas una pequeña niña de piel negra, ella jugaba en la arena con su muñeca. A su lado había un árbol navideño artificial decorado no con juguetes u oropeles, sino con fotos y recortes de revistas con imágenes de perros de diferentes razas. Todo eso se movía y susurraba en el vientre, como si quisiera atraer la atención, y la mujer incluso le preguntó a Diego en voz baja:
— No sabía que este es el año del perro.
— No, no –él sonrió–. Es que la niña sueña con tener perro.
La chica también sonrió, mostrando sus encías desdentadas. Diego la saludó con cariño y la pidió en español que llamara a algún adulto para que ese cuidara las bicicletas. Ella asintió y siguió jugando con su muñeca. Los ciclistas desmontaron de las bicicletas. Para alcanzar la playa tendrían que escalar tras las piedras negras. Diego chasqueó los dedos, mostrando a su cazadora por silenciosa que necesitaban agradecerle un poco a la chica, y ella encontró en los bolsillos de los pantalones cortos unos cuantos billetes arrugados.
— No te darán cambio –notó Diego cuando ella entregó el dinero a la chica.
La niña inmediatamente dejó de jugar, cogió el dinero y corrió adentro de la cueva. Pronto salió un flaco hombre blanco de pelo largo, estaba vestido de ropas rotas. Él levantó la mano en un gesto amistoso y Diego también le respondió con la mano. Ellos se intercambiaron unas frases sobre el tiempo.
— ¿Cómo se ganan la vida? –preguntó ella al guía un poco más tarde.
— Se puede comprar hierba aquí.
— ¿Les conoce bien? ¿El hombre es su padre?
— Pues no, no muy bien. Pero es una isla pequeña, señora. Cada uno conoce a todos–, evadió contestar otras preguntas.
Ella miró con curiosidad a su alrededor, explorando la vida de las personas que vivían allí. Su atención atrajo la mesa con libros que estaba hecha a mano y colocada al aire libre. Los libros eran viejos, con páginas grasosas. Ella se detuvo y hojeó unas de ellas.
— Como puede ver, también venden libros, sobre todo para veganos y en inglés –sonrió Diego.
Bajaron un poco más cuando vieron que la chica estaba siguiéndolos y se detenía cuando se detenían ellos.
— Es casi de edad escolar –dijo la mujer.
— No hay ningún problema con eso –respondió Diego–. Mi sobrino también va a la escuela este año. Aceptan a todos, incluso los niños migrantes. No hacen diferencias.
— ¿De dónde aquí llegan todos estos migrantes?
— Estamos cerca de África. Cuando hace mal tiempo cerca de la costa a menudo aparecen balsas y barcos marruecos. Para ellos somos una especie de punto de tránsito en el camino hacia otros países europeos.
Antes de continuar el camino a su playa quieta los viajeros decidieron mojarse los pies en el océano frente a las cuevas. Allí había una franja costera de cien metros como máximo con palmeras raras creciendo en ella. La arena volcánica sucia se esparcía en las manos como pólvora. La marea aún no había terminado y en el banco de arena descubierto vieron a dos jóvenes hippie en largos vestidos sueltos que estaban recogiendo y embolsando la basura. Toda la basura, colillas, botellas de plástico y vidrio, restos de los fuegos artificiales de Año Nuevo se quedó en el agua después de haber sido arrojados por unos cruceros y luego las olas de la marea anterior tiraron todo eso hacia la costa.
En la misma seguida que las muchachas vieron a Diego, se echaron a correr hacia él para besarle unas cuantas veces, no prestaron ninguna atención a su compañera confusa, como si no les sorprendía su presencia.
“Tal vez traiga allí las mujeres frecuentemente” –sugirió, sintiendo lo que era estar celosa, mientras que ellas estaban charlando entre sí.
Ella estaba atenta a sus palabras, pero no pudo entender su español fluido, se quitó el calzado y pasó mucho tiempo caminando sobre la arena húmeda con cierta sensación de incomodidad. Las muchachas seguían hablando y riendo, mirándola de reojo. “Qué bueno es su pecho "–fue lo único que ella oyó tras el silbido del viento y eso la hizo enfadar aún más. Decidió actuar por si misma y sin esperar a Diego se dirigió a las piedras negras, sola y toda desafiante.
— ¿Qué se cree este chico insolente? –se dijo a sí misma, buscando un paso cómodo entre las piedras…
Dentro de un rato ya estaban acostados en la playa uno cerca del otro y conversaban, compartiendo sus impresiones.
La playa quieta les parecía un cuento de hadas que merecieron por superar el camino largo y agotador, era un lugar maravilloso, bello y desierto, nadie y nada les molestaba, excepto las ráfagas de viento, pero aún ellos eran delicados y les atacaban de manera tan cuidada como si pidieran permiso.
— Es un lugar donde se quiere quedarse para siempre, mirando al océano en espera de una gran ola a llegar –confesó, sacando el paquete de los cigarrillos Esse y el encendedor.
Diego no fumaba, pero esa vez cogió el cigarrillo ofrecido.
“Muerte dolorosa” –ella pensativamente leyó la inscripción aterradora que había en el paquete de cigarrillos. Solía ver todo eso con gran escepticismo, porque la cantidad de los fumadores a su alrededor no se reducía y la hacía pensar que tales eran no más que una parte de un truco de marketing de las tabacaleras. “Dame el con ceguera… ¿Y hay cáncer de garganta?” –hacía bromas con los vendedores y ellos, teniendo como orientación todas esas fotos terribles, rápidamente encontraban lo que necesitaba. Pero en aquel momento en la playa la inscripción hecha en grandes letras gritonas le hizo pensar involuntariamente en que la vida era finita y que a cualquiera criatura, incluso la más feliz del mundo, le esperaba su final…
— No eres un fumador –ella le dio una sonrisa triste, cuando Diego se puso a toser por no estar acostumbrado al tabaco.
Tratando de no toser, agitó sus manos y fumó otra calada. Esta vez lo hizo con confianza y ojos entrecerrados.
— No tienes que sufrir sola –dijo pensativo.
Fue aquel momento sagrado de la reconciliación cuando involuntariamente empezaron a tutearse y todos los resentimientos pasados se dejaron por detrás de las piedras negras. Tuvieron suerte. La playa estaba desierta, solo ellos dos estaban acostados en la arena, contemplando el lienzo azul del océano. Excepto que ella sentía la presencia de alguien quien los observaba, escondiéndose detrás de las piedras grandes, y suponía que ese alguien podría haber sido aquella pequeña chica africana. Varias veces la mujer captó en sí su atenta mirada invisible, pero con cada vez se hacía más acostumbrada a esa sensación y pronto ya lo ignoraba. Mañana tendría que regresar a París y dejar para siempre la isla “canina”, y la despedida tan inusual con ese lugar le parecía bastante bueno.
Diego, como lo había prometido, puso sobre la arena negra una amplia toalla blanca. Hacía un tiempo fenomenal. El sol brillaba, rellenando todo el espacio con la luz cálida dorada. El viento fresco y salado silbaba, ya sintiendo de antemano que pronto vendría la primavera, y les arrancaba la ropa y el pelo, y los dos, excesos de emociones, estaban mareados.
¿Pero con qué en ese momento soñaba ella y con qué soñaba él en un lugar tan remoto, tete-a-tete con el océano? Una gran ola espumosa, brillando en el sol como un mil de diamantes, acabó de golpear la orilla sin llegar a ellos unos cuantos pasos. Ya se habían quitado la ropa exterior y sus cuerpos ansiosos por las caricias amorosas estaban abiertos para esa fuerza de naturaleza. El hombre quiso tocar a la mujer, y paso suavemente su dedo alrededor de su cuello y luego por el hombro. Ella no se apartó, porque ya llevó mucho tiempo esperando su ternura, él le tocó el pecho, su dedo deslizó por encima del traje de baño. Le gustaban sus toques lentos y empezó a gemir un poquito, ayudándole y mostrándole que él estaba haciendo lo correcto. Entonces él pasó su mano bajo su sostén y ella gimió de voz más alta.
“Aun así, Jules no se lo permitía…” –pasó por su cabeza cuando ella se inclinó hacia atrás, poniendo sus manos detrás de la cabeza.
Sin saber por qué, ella sonrió al cielo, mirándolo a través de las lentes oscuras de las gafas, y pronto cerró los ojos cuando la mano de su amante joven bajó en su estómago y se metió bajo sus braguitas. Los restos finales de la decencia fueron barridas por el viento que estaba enfriando en vano la excitación de sus cuerpos ardientes de pasión, mientras que la diferencia de edad y estatus social fue instantáneamente arrastrada por una nueva ola. Los dedos musicales de Diego como si tocaran algún instrumento, forjando el fuego de la pasión en las teclas del alma frustrada de la mujer y ella le acompañaba con dulces gemidos y la respiración rápida. Luego la tomó, cubriendo con su torso poderoso todo el lienzo del océano, y ella estaba retorciendo bajo su cuerpo, sintiendo con la piel ese poder destructivo y al mismo tiempo su propia resignación, era como una serpiente atravesada con precisión por una lanza. Sus labios mantenían en un contacto doloroso, él la besaba por todas partes, como si se hubiera vuelto loco, y ella le rascaba la espalda, estaba envolviendo ajustadamente su torso con las piernas… Él le decía algo desbocado, obsceno, a veces susurraba sus melodías españolas, y ella reconocía su talento indiscutible de un seductor y, aunque ese no fuera razonable, con cada movimiento furioso de sus caderas anchas se estaba enamorando de él como una completa tonta. En algún momento quiso cantarle La Marsellesa, pero no pudo recordar la letra, se olvidó incluso su propio nombre. Puso las palmas sobre sus nalgas infladas del hombre y con los ojos cerrados se sometió al destino.
De repente recordó de la niña que quizás estaba espiándoles, y se lo contó a Diego. Él tomó su conjetura por la sospecha excesa y se rio, pero se apartó e intentó cubrirles con el borde libre de la toalla ancha. Ella comenzó a acariciarlo allí con sus manos y la boca, y él también continuó acariciándola con las manos. La mujer se estremeció casi inmediatamente y se corrió. Luego él se inclinó hacia atrás como un vencedor, dejándola hacer con él lo que ella quisiera. Y todo lo que ella hizo después, al cubrirse junto con la cabeza, durante mucho tiempo permaneció siendo un misterio para la mirada externa.
Le gustaba hacerlo y cada vez se asombraba más de lo bueno que era el autocontrol del hombre. Luego, sintiendo el sabor de su semilla, volvió a sentir la melodía de sus dedos sensuales, y tenía orgasmo tras orgasmo, gimiendo y gritando fuertemente hasta que cayó, finalmente exhausta, sobre su pecho y pasó un rato largo escuchando el ritmo loco de su corazón. Una ráfaga fuerte de viento desgarró el borde de la toalla y ellos permanecieron desnudos en la palma de su dios feliz.
— Nunca antes había tenido un amante tan apasionado –susurró ella con el sonido de la ola costera.
— ¿Y su marido? –preguntó él, abrazándola por sus hombros y admirando desde arriba sus pechos con los pezones grandes y pronunciados–. Dijiste que estuviste casada por mucho tiempo…
— Pobre y patético Jules… No podía permitírselo… Siempre buscaba algo así con otra gente. Mis dos hijas adultas ya no interferían en mis aventuras y mi marido no prestaba a eso ninguna atención…
— Me interesa cómo consigues tener unos pechos tan seductores a tú edad –la preguntó de repente, tocando suavemente con el dedo su pezón izquierdo como si ese fuera una campanilla y él la hacía tintinear.
— No es un secreto –respondió. Ella se sintió agradablemente halagada por su admiración indisimulada–. Desde que era joven nunca me había quitado el sostén, incluso cuando dormía.
El sol se ocultó detrás de las nubes y llegó la frescura perceptible. Pasar un poco tiempo más en la playa, buscando el calor uno en el otro, pero ya no hablaban y pensaban en algo personal, y de verdad, todo lo que acabó de pasar con ellos en esa playa quieta y desierta les parecía increíble y ficticio. Entonces uno de ellos empezó a vestirse, probablemente fuera ella quien lo hizo primera, y él también empezó a ponerse sus pantalones deportivos ajustados.
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