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El misterio de los Fader

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Prólogo

Escribo estas páginas en un momento singular de mi existencia. Hace ya más de dieciséis años que partí de mi Mendoza natal. Me establecí en Moscú, donde la vida me deparó una transformación radical: me volví profesor de idiomas y empecé a viajar mucho. Aunque cambié la tranquilidad mendocina por la vida agitada moscovita, mi visión del mundo se mantuvo firme, pues siempre supe que Rusia era ese faro que guiaba mi camino, esta tierra eslava que tanto me fascinaba y atraía.

Fue aquí, en Rusia, donde conocí al amor de mi vida, Natalia. Ella me inspiró a escribir esta novela donde compartimos la gran aventura de viajar a Mendoza. Es mi regalo para ella, y también una forma de preservar aquellas cosas buenas de la Argentina que llevo dentro, tan distintas al país actual que no he vuelto a pisar en todos estos años.

El enigma Fader

Llevo uno de los apellidos más reconocidos de mi tierra. No creo en misticismos ni en la sangre, sino en la elección. Varias circunstancias hicieron que este apellido me sacara de aprietos en momentos cruciales. Me ayudó tanto en Argentina como en el exterior, y fue precisamente ser Fader lo que me permitió resolver una situación vital extremadamente peligrosa — historia que contaré en otro libro, si la vida me da la oportunidad. Así fue como elegí ser Fader, honrando a quienes antes que yo llevaron este nombre y contribuyeron a hacer grande a Mendoza. Por eso agradezco a mi padre, Sergio, por habérmelo legado.

Así como elegí no solo portar un apellido sino que también honrarlo, elegí ser escritor, dibujante y profesor de idiomas. El mundo es fascinante, y estoy seguro de que, de haber tenido otro apellido, quizá habría seguido otros caminos. Fueron el ingeniero Carlos Fader y su hijo Fernando quienes me inspiraron a soñar, a ver el mundo con amplitud y a creer en lo imposible.

Recuerdo cuando le dije a mi padre que quería irme a Rusia. Su respuesta fue sencilla y contundente: «Hacelo. Alcanzá tu sueño». Y así lo hice.

Mendoza, la tierra que me vio nacer

A menudo los rusos me llaman «latinoamericano». Siempre les corrijo: entiendo que cargan con un estereotipo que homogeniza a toda una región diversa. Les digo que soy argentino, aunque para ellos Argentina sigue siendo lejana, incomprensible y un tanto exótica. No obstante, incluso «argentino» me queda pequeño. Si tuviera que elegir un gentilicio que me definiera por completo, sería «mendocino». Como diría Fernando Fader, nacido en Burdeos: «yo soy mendocino por elección».

Durante mis primeros años fuera, yo renegaba de todo. Después de una década lejos de Mendoza, comencé a entender todo lo que extrañaba: el otoño mendocino, el murmullo del agua en las acequias, la brisa del atardecer, el sol escondiéndose tras Los Andes, los viñedos, los parrales, la tierra seca y firme donde se puede patear una pelota, la sencillez de su gente, con quien se puede hablar de cualquier cosa y luego, espontáneamente, ir a tomar algo así nomás.

Añoro Mendoza, pero soy consciente de que la crueldad inhumana que ha consumado la Argentina, extendiéndose incluso a las nuevas generaciones, convertiría mis recuerdos en una especie de broma de mal gusto. Por eso, con un romanticismo consciente, evoco desde la distancia temporal y física aquellas cosas bellas que me formaron. La Mendoza donde crecí y viví mis primeros años difíciles me hizo quien soy. Esa gente tranquila y soñadora que conocí en mi ciudad permanece viva en mi corazón, y de alguna manera se refleja en otras obras que he escrito.

Gracias, Mendoza. Estoy seguro de que algún día nos volveremos a encontrar.


Luis Fader

Octubre de 2025

Capítulo 1: Un encuentro inolvidable

Era un frío día de invierno en Moscú. Las calles estaban cubiertas de nieve y la pista de patinaje estaba llena de gente. Natalia patinaba sobre el hielo con elegancia en una pista de hielo no muy lejos de la calle Petrozavodskaya, en Jóvrino, un barrio norteño de la capital rusa. Llevaba un abrigo rojo y una bufanda blanca que contrastaba con su pelo castaño, el cual brillaba bajo el tenue sol de invierno. Luis la observaba desde el borde de la pista. Tenía una cámara en las manos y no dejaba de tomar fotos de Natalia mientras ella se deslizaba sobre el hielo.


Natalia lo notó y se acercó a él con una sonrisa. Sus mejillas estaban sonrosadas por el frío. Cuando llegó a donde estaba Luis, lo besó suavemente y le dijo:

— ¿Ves? Aquí empezó nuestra historia de amor.


Luis sonrió y tomó su mano. Con voz emocionada, le dijo:

— Natalia, tengo una gran noticia. Me hice rico. Ahora quiero viajar con vos por el mundo. Quiero llevarte a Mendoza, ese lugar que siempre soñaste visitar.


Natalia abrió los ojos de par en par, sin poder creer lo que escuchaba.

— ¿En serio? — preguntó con emoción — . ¿Vamos a Mendoza?


— Sí — respondió Luis — . Quiero mostrarte la tierra del sol y del buen vino.


Natalia se sintió invadida por una felicidad inmensa. Lo abrazó fuerte y le dijo:

— ¡Es el mejor regalo que podrías haberme dado! ¿Cómo te hiciste rico? — preguntó con curiosidad.

— Mejor no hablemos de eso ahora — respondió Luis, evadiendo la pregunta — . Vamos a disfrutar la vida, mi amor.


Los dos se quedaron abrazados, mirando la pista de patinaje. El frío ya no importaba, porque su amor los mantenía cálidos. Y así, en ese momento, comenzó una nueva aventura para Luis y Natalia.

Capítulo 2: Buenas noticias

Luis, todavía emocionado por la noticia de su nueva fortuna y el viaje a Mendoza con Natalia, decidió llamar a su padre, Sergio. Sostuvo el teléfono con una sonrisa en el rostro, ansioso por compartir las buenas noticias. Después de unos tonos, Sergio contestó al otro lado de la línea.


— ¡Hola, papá! — dijo Luis con entusiasmo — . Tengo una gran noticia. Natalia y yo vamos a viajar a Mendoza. ¡Finalmente la puedo llevar a la tierra del sol y del buen vino!


Sergio, sorprendido pero contento, respondió con una risa:

— ¡Eso es maravilloso, hijo! A Natalia le va a encantar Mendoza. Pero tengo otra noticia para vos.


Luis se quedó en silencio, intrigado.

— ¿Qué pasa, papá?


— Me compré una finca — anunció Sergio con orgullo — . Quiero emprender en el negocio del vino. Ya tengo planes para plantar viñedos de malbec. Será un nuevo proyecto para la familia.


Luis no pudo contener su alegría.

— ¡Eso es increíble, papá! Mendoza es el lugar perfecto para eso. Estoy seguro de que te va a ir muy bien. ¡Natalia y yo queremos ver cómo te va con ese proyecto!


Sergio se rió, satisfecho de la reacción de su hijo.

— Me alegra escuchar eso, Luis. Pero contame, ¿cómo está Natalia? ¿Cómo va todo entre ustedes?


Luis hizo una pausa, sabiendo que era el momento de compartir otra noticia importante.

— Bueno, papá, hay algo más que tenés que saber. La familia Fader tiene un nuevo integrante: Natalia Fader.


Sergio se quedó en silencio por un momento, confundido.

— ¿Natalia Fader? ¿Es tu hermana adoptiva o qué? — preguntó, tratando de entender.


Luis rió suavemente.

— No, papá. Natalia es mi esposa. En Rusia, la mujer tradicionalmente toma el apellido del marido. Nos casamos hace poco.


Sergio se quedó sin palabras por un momento, pero luego su voz se llenó de emoción.

— ¡Hijo mío! ¡Esto es maravilloso! ¡Felicidades! No sabía que tenías planes de casarte. Natalia es una gran mujer, y estoy feliz de que sea parte de nuestra familia.


Luis sonrió, sintiéndose aliviado y feliz por la reacción de su padre.

— Gracias, papá. Significa mucho para mí. Natalia también está muy emocionada de conocerlos a todos.


Después de una larga y alegre conversación, Sergio propuso:

— Bueno, cuando lleguen a Mendoza, los recibo en el aeropuerto El Plumerillo. Quiero que Natalia se sienta como en casa desde el primer momento.


— Eso sería perfecto, papá — respondió Luis — . Estamos ansiosos por verte y comenzar esta nueva etapa juntos.


Al colgar el teléfono, Luis se sintió lleno de emoción. No solo estaba a punto de cumplir el sueño de Natalia de visitar Mendoza, sino que también estaba comenzando un nuevo capítulo en la vida de su familia. Con su padre embarcándose en el negocio del vino y Natalia ahora oficialmente parte de la familia Fader, Luis supo que el futuro estaba lleno de posibilidades.


Mientras tanto, Natalia entró a la habitación, mirando a Luis con curiosidad.

— ¿Qué pasa, mi amor? Parecés muy contento.


Luis la abrazó y le dijo:

— Acabo de hablar con mi padre. No solo nos recibe en Mendoza, sino que también tiene una gran sorpresa para nosotros. ¡La familia Fader está a punto de entrar en el mundo del vino!


Natalia sonrió, emocionada.

— ¡Esto es increíble, Luis! No puedo esperar para conocer a tu familia y ser parte de todo esto.


Los dos se abrazaron, sabiendo que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Con el amor como su guía y un futuro lleno de sueños por cumplir, Luis y Natalia estuvieron listos para emprender esta nueva aventura juntos.

Capítulo 3: Un intercambio con sabor alemán

El otoño en Mendoza teñía los viñedos de tonos dorados y rojizos, y el aire fresco anunciaba la llegada de una nueva estación. El Museo Emiliano Guiñazú, ubicado en la Casa de Fader, era un lugar lleno de historia y arte. Sus paredes albergaban algunas de las obras más importantes de Fernando Fader, el famoso pintor argentino cuyos cuadros capturaban la esencia de la vida rural y los paisajes mendocinos.


En una de las salas del museo, dos hombres se encontraban. Uno de ellos, vestido con un traje oscuro y elegante, portaba un maletín de cuero negro sostenido con guantes del mismo material. Su aspecto era impecable, demasiado pulcro para el ambiente relajado de Mendoza, especialmente en esa época del año. El hombre, de complexión robusta y rostro serio, parecía fuera de lugar. Sus ojos escudriñaban la sala con cautela, como si estuviera esperando a alguien. Su acento, al hablar, delataba un origen alemán.

Cerca de una de las pinturas más famosas de Fader, titulada «El estanque», se encontraba el segundo hombre. Era un hombre de mediana edad, de complexión robusta y piel curtida por el sol. Llevaba una remera holgada que dejaba ver un tatuaje en su brazo derecho: un diseño circular con líneas entrelazadas que formaban una especie de espiral, rodeado de símbolos que representaban el sol, la luna y las estrellas. Era un «Kultrún», un símbolo mapuche que representaba el tambor ceremonial usado en rituales y que simbolizaba la conexión entre el mundo terrenal y el espiritual. A pesar de ser otoño, el calor en Mendoza parecía no dar tregua, y el hombre se abanicaba levemente con su sombrero mientras esperaba. Su aspecto era más rudo, menos refinado que el del hombre elegante, pero había algo en su mirada que denotaba experiencia y astucia.


El hombre con el tatuaje se acercaba lentamente, mirando de reojo a los pocos visitantes que recorrían la sala. Cuando llegaba frente al hombre elegante, se detenía y lo miraba fijamente.


— ¿Lo tenés? — preguntaba el hombre con el tatuaje, con voz baja pero firme.


El hombre elegante asentía levemente y respondía en un tono mezclado entre alemán y español:

— Ja, natürlich. Hier ist es.


En ese momento, ambos hombres intercambiaban los maletines con movimientos rápidos y precisos. El sonido del cuero rozándose era casi imperceptible, pero el peso de lo que contenían esos maletines parecía cargar el aire de tensión.


El hombre con el tatuaje asentía con satisfacción, como si el intercambio hubiera sido más que suficiente para confirmar algo. Luego, se daba la vuelta y comenzaba a caminar hacia la salida, pero antes de desaparecer por la puerta, se detenía un momento y murmuraba en voz baja, primero en mapuche y luego en español:

— Tüfachi tañi che. Esto es para mi gente.


El hombre elegante lo miraba con seriedad y respondía en un tono solemne, mezclando nuevamente alemán y español:

— Jetzt wird es wahre Gerechtigkeit für dein Volk geben. Ahora habrá justicia para tu pueblo.


El eco de esas palabras se desvanecía en la sala, y el hombre con el tatuaje se quedaba solo, sosteniendo el maletín con una mezcla de satisfacción y cautela. Miraba la pintura de Fader por un momento, como si buscara inspiración o consuelo en sus pinceladas, antes de salir discretamente por otra puerta.


La sala quedaba en silencio, como si nada hubiera sucedido. Los visitantes continuaban admirando las obras de arte, ajenos al intercambio que acababa de ocurrir. Pero en ese momento, algo cambiaba. Algo que, aunque invisible, podría alterar el curso de muchas vidas.

Capítulo 4: El encuentro en Mendoza

El avión surcaba los cielos, dejando atrás el frío invierno de Moscú. En clase business, Luis y Natalia disfrutaban de la comodidad de sus asientos. Natalia, con un cuaderno de dibujo en su regazo, trazaba líneas suaves y precisas. Sus hábiles y delicadas manos daban vida a un paisaje de viñedos que parecía salido de un sueño. Los trazos eran tan vívidos que casi se podía sentir el aroma de las uvas maduras y el sol acariciando las hojas.


— Nunca dejás de sorprenderme — dijo Luis, observando con admiración el dibujo de Natalia — . ¿Cómo es que una moscovita como vos puede captar tan bien la esencia de los viñedos?


Natalia sonrió, sus ojos brillando con picardía.

— Quizás es porque llevo tanto tiempo soñando con Mendoza que ya la siento parte de mí — respondió, mientras terminaba de sombrear una fila de vides.


Luis la miró con cariño, pero en su expresión había un destello de inquietud. Natalia lo notó y, dejando el lápiz a un lado, lo tomó de la mano.

— Luis, hay algo que no entiendo — dijo con suavidad — . ¿Cómo te volviste rico de repente? No me lo explicaste bien.


Luis soltó una risa nerviosa y desvió la mirada hacia la ventana del avión.

— Ah, ya estamos de nuevo con eso — dijo, intentando aligerar el tono — . ¿Qué tal si te digo que encontré un tesoro enterrado en el patio de mi casa? ¿O que gané la lotería sin comprar un boleto?


Natalia lo miró fijamente, sabiendo que estaba evadiendo la pregunta. Pero en lugar de insistir, simplemente lo abrazó.

— Está bien, Luis — susurró — . No necesito saberlo todo. Solo quiero que estemos juntos.


Luis la abrazó con fuerza, sintiendo un alivio momentáneo. Sin embargo, en lo más profundo de su mente, una sombra de preocupación persistía. Sabía que, tarde o temprano, tendría que enfrentar la verdad.


El avión aterrizó en el aeropuerto El Plumerillo bajo un cielo despejado. Las montañas de los Andes se alzaban majestuosas en el horizonte, sus picos nevados brillando bajo el sol. Natalia quedó boquiabierta al ver el paisaje.

— ¡Es increíble! — exclamó, apretando la mano de Luis — . Nunca había visto algo tan hermoso.


Luis, por su parte, sintió una oleada de emociones al pisar tierra mendocina después de 16 años. Respiró hondo, sintiendo el aire fresco y seco que tanto había extrañado. Sus ojos se humedecieron levemente al recordar los recuerdos de su infancia: los días de verano en los viñedos, las tardes de asados familiares, las risas compartidas con su padre y sus amigos. Mendoza no era solo un lugar; era parte de su identidad.


— ¿Estás bien? — preguntó Natalia, notando la expresión de Luis.


— Sí — respondió Luis, sonriendo con nostalgia — . Es solo que… hace mucho que no estaba acá. Mendoza es mi hogar, y volver después de tanto tiempo es… abrumador.


Natalia lo abrazó, sintiendo la emoción en su voz.

— Entonces esto es aún más especial — dijo — . Estoy feliz de estar acá contigo, en tu tierra.


Luis asintió, agradecido por su comprensión. Juntos, caminaron hacia la terminal, donde Sergio los esperaba con una sonrisa amplia. Al ver a su hijo, lo abrazó con fuerza.

— ¡Luis! ¡Cuánto tiempo! — dijo, emocionado. Luego, se dirigió a Natalia con una mirada cálida — . Y vos debés ser Natalia. Bienvenida a Mendoza, hija.


Natalia sonrió, sintiéndose inmediatamente acogida.

— Gracias, Sergio. Es un honor estar acá.


Sergio los guió hacia su Volkswagen Gacel, un auto clásico que parecía tan mendocino como las montañas que los rodeaban. Mientras se subían al auto, Natalia no podía apartar la vista del paisaje.

— Es como si las montañas nos estuvieran acompañando — comentó, maravillada.


— Así es Mendoza — respondió Sergio, arrancando el auto — . Las montañas son parte de nuestra vida. Y ahora, son parte de la tuya también.


Durante el trayecto, Sergio les habló entusiasmado sobre su nueva finca y los planes que tenía para los viñedos.

— Ya planté las primeras cepas de malbec — dijo, mientras conducía por caminos rodeados de viñas — . Pronto tendremos nuestro primer vino Fader.


Luis sonrió, sintiendo un orgullo inmenso por su padre.

— Es increíble, papá. No puedo esperar para verlo.


Natalia, por su parte, estaba fascinada.

— Sergio, ¿podemos visitar la finca mañana? — preguntó, ansiosa por sumergirse en este nuevo mundo.


— ¡Por supuesto! — respondió Sergio — . Mañana les muestro todo. Pero primero, vamos a casa. Mi esposa los está esperando con un asado mendocino.


Natalia, curiosa, volvió a mirar a Luis.

— Luis, ¿hay alguna diferencia entre el asado mendocino y el asado normal? — preguntó con inocencia.


Luis no pudo evitar soltar una carcajada.

— Claro que hay una diferencia, mi amor — respondió con una sonrisa pícara — . El asado mendocino es correcto, y el normal… bueno, simplemente no lo es.


Natalia lo miró con incredulidad, pero luego se rió.

— ¡Qué manera de pensar! — dijo, dándole un suave codazo — . Bueno, entonces tendré que probarlo para entender qué lo hace tan especial.


— Ya lo vas a ver — dijo Luis, guiñándole un ojo — . El asado mendocino es una experiencia que no se olvida.


— —


Al llegar a la casa de Sergio, el aroma del asado los recibió. La familia Fader estaba lista para recibir a Natalia con los brazos abiertos. Mientras compartían la comida y reían juntos, Luis y Natalia supieron que, sin importar lo que el futuro les deparara, estaban donde debían estar: juntos, en la tierra del sol y del buen vino.


Natalia probó el asado mendocino y sus ojos se iluminaron.

— ¡Es increíble! — exclamó — . Ahora entiendo por qué decís que es el correcto.


Luis sonrió, satisfecho.

— Te lo dije, mi amor. Mendoza tiene algo mágico.


Y así, entre risas, vino y asado, comenzó una nueva etapa en la vida de Luis y Natalia, llena de amor, aventuras y, por supuesto, el mejor asado del mundo. Luis, con el corazón lleno de gratitud, supo que había vuelto a casa, no solo a un lugar, sino a un sentimiento que lo había acompañado toda su vida.

Capítulo 5: En el parque

El Parque General San Martín, un lugar muy bonito y lleno de árboles en Mendoza, estaba tranquilo bajo un cielo azul. La entrada del parque tenía grandes portones con detalles antiguos. A los lados, había muchos árboles altos que hacían sombra. El aire olía a tierra mojada y a flores, y se escuchaba el canto de los pájaros. Era un lugar muy tranquilo.


Cerca de la entrada, un hombre elegante caminaba a paso rápido. Era el mismo que había estado en el museo Fader. Llevaba un traje oscuro y un maletín de cuero negro. Tenía guantes y miraba alrededor con cuidado. Se acercó a otro hombre, que estaba esperando cerca de un árbol. Este hombre era barbudo, vestía ropa vieja y parecía nervioso.

Los dos hombres comenzaron a hablar en alemán, en voz baja.


— Es zieht ein Sturm auf — dijo el hombre elegante, mirando al cielo.

(Se acerca una tormenta.)


El barbudo sonrió y respondió:

— Nichts kann schlimmer sein als der Zonda-Wind.

(Nada es peor que el viento Zonda.)


Después de hablar un poco, los dos hombres intercambiaron sus maletines rápidamente. El hombre elegante se fue sin decir nada más, y el barbudo se quedó con el maletín nuevo.


El barbudo comenzó a caminar por el parque, pero parecía preocupado. De repente, tres jóvenes lo rodearon. Uno de ellos tenía un cuchillo.


— Flaco, ¿qué llevás en ese maletín? — preguntó el joven con el cuchillo.


El barbudo intentó correr, pero los jóvenes lo detuvieron. En la lucha, el maletín cayó en una acequia. El agua se lo llevó rápidamente.


— ¡No! — gritó el barbudo, desesperado. Intentó agarrar el maletín, pero no pudo. Los jóvenes se rieron y corrieron hacia el maletín.


En ese momento, el barbudo sacó una pistola y disparó. Dos de los jóvenes cayeron al suelo, y el tercero escapó corriendo. El barbudo intentó recuperar el maletín, pero el agua lo arrastró lejos.


— ¡La puta que los parió! — gritó el barbudo, frustrado. Sabía que el maletín tenía algo muy importante, y ahora lo había perdido.


Mientras tanto, el maletín seguía flotando en el agua arrastrado por la corriente.

Capítulo 6: La Reina Inesperada de la Vendimia

El sol caía detrás de las montañas, pintando Mendoza de tonos dorados. En el patio de la casa de Sergio, el olor a carbón y carne todavía flotaba en el aire. Natalia levantó su copa con una sonrisa traviesa:

— Yo sigo prefiriendo el torrontés. Es suave, como nosotras, las mujeres.


Mónica rio y llenó su copa con un vino de color ámbar claro:


— Probá esto: White Malbec. Es Malbec fermentado sin piel, claro como el cielo mendocino… y elegante como vos.


Natalia tomó un sorbo y se sorprendió:


— ¡Es como beber el suspiro de las viñas!


Luis la tomó de la mano, emocionado:


— ¿Vamos al centro? Quiero que conozcás bien la ciudad.


Sergio frunció el ceño. No quería prestarles el auto, pero Mónica lo interrumpió con una palmada cariñosa:


— ¡Déjalos, viejo! El Gacel es tan mendocino como el vino. ¡Que vivan su aventura!


Así el Volkswagen avanzó por la Avenida San Martín. Las luces de los bares y heladerías brillaban en la noche. Al llegar al Kilómetro Cero, Luis señaló un monolito de piedra rodeado de banderas:


— Desde aquí se miden todas las distancias de la provincia. Es el corazón de Mendoza.


Al doblar hacia la Plaza Independencia, el escenario de la Vendimia brillaba con colores. Guirnaldas de uvas doradas colgaban de los árboles, y puestos callejeros vendían empanadas y alfajores bañados en dulce de leche. Un grupo de bailarines con trajes brillantes giraba al ritmo de una cueca cuyana, mientras los músicos tocaban guitarras y bombos. El aire olía a vino y jazmines.


— ¡Es una fiesta mágica! — exclamó Natalia, sus ojos reflejando las luces.


De repente, una mujer con un vestido plateado se acercó a ellos:


— ¡Necesitamos una reina YA! La candidata de la Sexta Sección se desmayó… ¿Cómo te llamás?


— Natalia Fader — respondió, sin pensarlo.


La mujer se iluminó:


— ¡Fader! ¿Como el pintor? ¡Fernando Fader es una leyenda aquí! — gritó, llevándola hacia el escenario. Luis se quedó quieto sin entender lo que pasaba.


Entre bambalinas, las candidatas con trajes de lentejuelas la rodearon. Una le colocó un manto de seda bordado con hilos dorados y una corona de uvas frescas:


— ¡Suerte, Fader! Tu apellido ya ganó media batalla.


En el escenario, el locutor anunció:


— ¡Representando a la Sexta Sección… Natalia Fader!


El nombre resonó como un trueno. El locutor añadió, teatral:


— ¡Sí, como el genio que pintó nuestra tierra! ¿Tenés algo que ver con él?


Natalia, rápidamente, señaló a Luis entre la multitud:


— No solo con el pintor, ¡sino con ese mendocino que me robó el corazón! — El haz de luz iluminó a Luis, quien se sonrojó entre las risas del público.


Cuando le preguntaron por su «barrio», Natalia improvisó con voz melódica:


— La Sexta es… pasión que late bajo las estrellas, donde el vino nace de manos que aman esta tierra. — No sabía que la Sexta Sección era conocida por sus quintas señoriales, no por viñedos.


La ovación fue enorme. Al coronarla, el locutor anunció:


— ¡Una Fader devuelve la gloria a Mendoza!


De regreso con Luis, Natalia susurró:


— Sabía que tu apellido era importante, pero esto…


— Pará un poco — la interrumpió él, acariciándole la mejilla — . Ganaste porque sos la mujer más hermosa de Argentina, de Rusia, de todo el mundo, de la Vía Láctea, y quizás, quizás del Universo. Hasta las estrellas se apagaron para mirarte.


— Me conformo solo con ser TU reina. Pero… ¿y cuando sepan que soy rusa?


— Acá sos Fader — dijo él, tomándola de la cintura — . Y los Fader somos leyenda. ¿Celebramos con vino?


— ¡En Rusia apenas bebías!


— Acá soy otro — respondió, guiñando un ojo — . Vamos, reina.


Mientras cruzaban la plaza, el sonido del agua en las acequias se mezclaba con risas lejanas. Bajo sus pies, algo pesado y oscuro — un maletín — flotaba en el agua turbia, arrastrado por la corriente del deshielo andino. Natalia tropezó levemente.


— ¿Estás bien? — preguntó Luis, sosteniéndola.


— Sí… solo el cansancio — mintió, sin notar la sombra que avanzaba bajo el puente.


En un bar cercano, brindaron con Malbec.

Capítulo 7: El pasado dando pistas

El maletín continuaba su tranquilo viaje por los canales de agua de Mendoza. Debajo de un pequeño puente de ladrillos en Godoy Cruz, donde el agua se mezclaba con hojas secas y ramitas rotas, la corriente lo empujó contra una roca. Allí quedó atrapado, medio escondido bajo la sombra del arco, como si alguien hubiera decidido detenerlo por un momento.


Desde una casa cercana, un hombre que acababa de regresar del trabajo notó el maletín atascado bajo el puente. Sin pensarlo dos veces, salió caminando rápido, arrastrando sus viejas zapatillas. Con un palo largo, alcanzó a mover el maletín y lo jaló hasta sacarlo del agua. El peso lo sorprendió. La cerradura, vieja y oxidada, se rompió con un movimiento brusco.


De pronto, una luz verde brillante iluminó todo como un relámpago. El hombre retrocedió asustado, cubriéndose los ojos, y soltó el maletín. Este cayó de nuevo al agua con un sonido apagado. Cuando pudo ver bien, el maletín ya se había desatascado y seguía flotando río abajo, llevándose consigo el misterio de esa extraña luz.


— —


A solo diez kilómetros de distancia, en el exclusivo barrio Dalvian, las calles estaban rodeadas por altos muros y hermosos jardines. Domingo Castro, el hombre robusto del museo, estacionó su camioneta Ford F-150 frente a su moderna casa. Llevaba un maletín bien sujeto bajo el brazo, como si temiera que pudiera desaparecer.


Al entrar al garaje, las luces automáticas se encendieron, mostrando herramientas perfectamente colgadas y una moto Harley Davidson brillante. Pero Domingo no prestó atención a nada de eso. Subió directamente a la cocina-comedor y colocó el maletín sobre la mesa de madera. Sus manos temblaban mientras lo abría.


Dentro, sobre un forro de terciopelo negro, había un objeto pequeño. Domingo lo observó en silencio, con los ojos llenos de emoción.


— Por fin — murmuró, cerrando el maletín cuidadosamente — . Por fin.


En ese momento, sintió una gran satisfacción. Años de espera, búsqueda y preparativos habían llegado a su punto final. Pero también sentía algo más, algo que solo él podía entender. Algo que cambiaría todo para siempre.


Mientras tanto, en los canales de Godoy Cruz, el otro maletín seguía su camino hacia lo desconocido, movido por el agua que, poco a poco, lo acercaba al corazón de Mendoza.

Capítulo 8: La Plaza de las Sombras

La Plaza Independencia, el corazón de Mendoza, estaba llena de gente. Había banderas, carteles y gritos por todos lados. Un grupo de personas muy diferentes se había juntado para protestar contra la construcción de un monumento a Julio Argentino Roca. Estudiantes, indígenas, historiadores y hasta algunos curiosos se mezclaban bajo el sol de Mendoza.


En el centro de la plaza, sobre un escenario, María Silvana Roca, tataranieta del famoso y polémico Julio Argentino Roca, tomó el micrófono. Ella era una mujer imponente: pelo negro recogido, un vestido simple pero elegante, y una mirada que desafiaba a cualquiera que quisiera discutir con ella.

— ¡Compañeros y compañeras! — empezó, con una voz fuerte que hizo callar a todos — . Hoy no estoy acá como la tataranieta de un hombre que algunos llaman héroe y otros, tirano. Estoy acá como María Silvana, una mujer que no puede vivir de otra manera. No puedo vivir ignorando el dolor que mi apellido ha causado en esta tierra. No puedo vivir sin luchar por la memoria de aquellos que no tienen voz. ¡No puedo vivir sin justicia!


La gente la aplaudió mucho, levantando carteles que decían: «Roca genocida» y «La masacre del desierto no se olvida». María Silvana siguió hablando, con la voz temblando de emoción:


— Este monumento no es solo una estatua. Es un símbolo de opresión, de olvido, de una historia que no quiere sanar. ¿Cómo podemos honrar a un hombre que destruyó culturas, familias, sueños? ¿Cómo podemos construir un monumento a la conquista cuando todavía hay gente que lucha por ser reconocida? ¡No lo vamos a permitir!


Los aplausos fueron muy fuertes. María Silvana bajó del escenario, todavía emocionada por su discurso. Pero antes de que pudiera mezclarse con la gente, un hombre barbudo y desordenado se acercó a ella. Era Adolfo, el mismo que había perdido el maletín en las acequias.


— María — dijo, con voz baja — . Todo salió mal. Perdí el maletín.


Ella lo miró con enojo, sus ojos brillando de furia.

— ¿Pero sos boludo o te hacés? — le gritó, sin esconder su frustración.


Adolfo bajó la mirada, avergonzado.

— No fue mi culpa. La corriente se lo llevó. No pude hacer nada.


María Silvana lo agarró del brazo y lo llevó a un lugar más tranquilo de la plaza. Entre los gritos de los manifestantes, su voz sonó clara y fuerte:

— ¿Sabés lo que significa ese maletín? No es solo un objeto. Es la prueba que necesitamos para cambiar todo. Si cae en manos del enemigo, estamos perdidos. ¿Entendés? ¡Perdidos! ¡Yo te pagué por el maletín, pedazo de inútil!


Adolfo asintió, pero se veía desesperado.

— Lo sé, lo sé. Pero el agua se lo llevó. No sé dónde está ahora.


— Entonces encontrálo — dijo ella, apretándole el brazo con fuerza — . No importa cuánto tiempo lleve, cuánto esfuerzo cueste. Ese maletín es nuestra única esperanza. Si lo perdés, no solo perdemos la batalla, perdemos la guerra.


Adolfo miró hacia la acequia que pasaba cerca de la plaza, como si pudiera ver el maletín flotando en el agua sucia.

— Lo voy a encontrar — prometió, con más seguridad que antes — . No importa qué tenga que hacer. Lo voy a recuperar.


María Silvana lo miró un momento más, como si quisiera ver si decía la verdad. Luego, asintió lentamente.

— Bien. Porque si no lo hacés, no solo nos fallás a nosotros. Le fallás a todos los que lucharon y murieron por lo que creían. Y eso, Adolfo, es algo que no podés permitirte.


Mientras Adolfo se alejaba, metiéndose entre la gente, María Silvana volvió a mirar hacia el escenario. Los manifestantes seguían gritando consignas, pero ella sabía que la verdadera batalla no estaba en la plaza Independencia. Estaba en las sombras, en los secretos que guardaban esos maletines, y en las decisiones que tomarían en los próximos días.


El sol empezaba a esconderse, pintando el cielo de colores dorados y rojos. En algún lugar de Mendoza, un maletín seguía su camino, arrastrado por la corriente, mientras las vidas de todos los involucrados estaban en peligro.


Y en el corazón de la plaza, las palabras de María Silvana sonaban como una advertencia: «No podemos permitirnos perder».

Capítulo 9: Fama y Misterios

En la sala de la casa de Sergio y Mónica, el televisor brillaba con una luz azul que iluminaba sus caras. Mónica estaba sentada en el sofá, con un mate en las manos. Sergio, en su sillón favorito, miraba las noticias con atención.


La primera noticia fue impactante. El presentador hablaba con voz seria:

— Tragedia en el Parque General San Martín. Un hombre, todavía sin identificar, se defendió de un robo y mató a tres delincuentes. Este hecho ha causado mucha discusión en la ciudad. Algunos quieren que lo castiguen por usar demasiada fuerza, pero otros lo ven como un héroe contra la delincuencia.


Mónica levantó una ceja, sorprendida.

— Che, ¿viste eso? — le dijo a Sergio, señalando la pantalla — . ¿Quién será ese tipo? ¿Un justiciero o un loco?


Sergio se encogió de hombros, pero se veía preocupado.

— No sé, pero esto va a causar problemas. La gente está cansada de la inseguridad, pero tampoco podemos andar matando a cualquiera.


Antes de que pudieran seguir hablando, la noticia cambió. Ahora aparecía Natalia, con su corona de reina de Mendoza y su manto brillante, sonriendo frente a las cámaras. El presentador anunciaba con emoción:

— ¡Natalia Fader, la nueva reina de Mendoza Capital! La joven, de origen ruso pero con un corazón mendocino, conquistó a todos con su carisma y su amor por nuestra tierra.


Mónica se rió.

— ¡Che, este Robert no puede estar solo ni un momento sin hacer algo loco! — dijo, mirando a Sergio — . Primero se casa en secreto, ahora trae a una reina a la familia. ¿Qué sigue? ¿Un premio Nobel?


Sergio sonrió, pero antes de que pudiera responder, la puerta se abrió y entraron Luis y Natalia. Traían bolsas de compras y parecían felices, aunque un poco cansados.


— ¡Ahí están los famosos! — dijo Sergio, levantándose — . Ya son famosos, ¿eh? Acaban de llegar a Mendoza y ya están en la tele, Robert.


Luis hizo una mueca, aunque sabía que el apodo era inevitable. Desde chico, en la familia lo llamaban «Robert», por su segundo nombre, Roberto. Era un apodo que nunca lo abandonó.


— Papá, dejá de llamarme Robert — protestó, pero con una sonrisa — . Ya no soy un chico.


— Bueno, Robertito — respondió Sergio, guiñándole un ojo — . Menos mal que esta vez salís en la tele por algo bueno y no por meterte en quilombos, como aquella vez que…


Luis lo interrumpió rápidamente.

— ¡Eh, eh, eh! No hace falta recordar eso — dijo, mirando a su padre con advertencia.


Natalia, curiosa, miró a Luis.

— ¿Qué pasó aquella vez? — preguntó, sonriendo.


Luis se rascó la nuca, incómodo.

— Nada importante — mintió, mirando hacia otro lado — . Cosas de cuando era adolescente.


Mónica, divertida, intervino.

— Sí, claro, «de la adolescencia». Tenía 19 años… Pintó un grafiti en el monumento a San Martín que salió en todos los diarios del país. ¡Hasta lo entrevistaron en la tele! ¿Te acordás, Sergio?


Sergio asintió, conteniendo la risa.

— ¡Cómo olvidarlo! "¡Fuera la logia británica de la Argentina!», decía tu obra maestra. Y abajo, tu firma: Fader. Para que nadie dudara de quién era el autor…


Luis se cubrió la cara con las manos.

— Era una protesta contra… bah, ni me acuerdo.


Natalia lo miró con admiración burlona.

— ¿Y eso de la logia británica? ¿A qué te referías?


Luis se rió incómodo.

— Eeeh, después te cuento — dijo, desviando la mirada.


Mónica se rió.

— Pero, mirá, hasta hoy la gente se saca fotos con tu pintada. Lo llaman «el mensaje rebelde de la Generación 2000».


Sergio aprovechó para cambiar de tema.

— Bueno, dejemos el pasado atrás. Lo importante es que ahora tenemos una reina en la familia — dijo, guiñándole un ojo a Natalia — . ¿Y cómo se siente la reina de Mendoza?


Natalia sonrió, todavía riéndose de la historia de Luis.

— Se siente increíble. Aunque no sé si estoy a la altura de tanta responsabilidad.


— Bah, tonteras — dijo Mónica, acercándose para abrazarla — . Vos naciste para esto, Natalia. Y si Robert te metió en esto, al menos que te trate como una reina.


Luis levantó las manos en señal de rendición.

— ¡Lo hago, lo hago! Aunque a veces creo que ella es la que me trata como a su súbdito.


Todos rieron, y por un momento, la casa se llenó de un ambiente cálido y familiar. Pero mientras reían, en la televisión, que seguía encendida, aparecía otra vez la imagen del hombre que había matado a los delincuentes. La discusión en la ciudad crecía, y aunque nadie en la sala lo mencionó, la sombra de ese misterioso justiciero parecía flotar en el aire, como una señal de que algo más grande estaba por pasar.


Luis, sin querer, miró hacia la ventana. En algún lugar de Mendoza, un maletín seguía su camino, y con él, los secretos que podrían cambiar todo. Pero por ahora, decidió disfrutar del momento. Después de todo, ¿cuántas veces se tiene una reina en la familia?

Capítulo 10: La cena lujosa

La mansión de un hombre misterioso dominaba los viñedos de Luján de Cuyo como un castillo feudal. Sus altos ventanales enmarcaban la noche mendocina, iluminados solo por el titilar de las estrellas y el resplandor de las velas que ardían sobre la larga mesa de ébano. El hombre elegante — siempre impecable, siempre con sus guantes de cuero negro — ajustó discretamente el nudo de su corbata mientras saboreaba un *Malbec* añejo. Su anfitrión, sentado al otro extremo de la mesa, cortaba un trozo de *bondiola* con precisión quirúrgica, como si cada movimiento fuera calculado.


— «Es ist erledigt», dijo el hombre de los guantes, rompiendo el silencio. (Está hecho.)


El misterioso no alzó la vista, pero sus dedos se inmovilizaron sobre el cuchillo.


— «Alle?»

(¿Todos?


— «Ja. Die Koffer wurden übergeben. Aber…» El hombre elegante dudó, su voz perdiendo por primera vez su seguridad de acero. «Ich weiß nicht, ob es richtig war.»

(Sí. Los maletines fueron entregados. Pero… no estoy seguro de haber hecho lo correcto.)


Un reloj de péndulo marcó la hora en algún rincón de la mansión. El misterioso dejó el cubierto y alzó lentamente la mirada. Sus ojos, pálidos como la ceniza, perforaron al visitante.


— «Gerechtigkeit kennt kein Zögern.»

(La justicia no conoce vacilaciones.)


El hombre de los guantes apretó los puños bajo la mesa. Sabía que aquella operación era irreversible. Los maletines ya estaban en movimiento, y con ellos, los planes tejidos durante décadas. Pero algo en el aire — quizás el olor a tierra mojada que entraba por la ventana abierta — le recordó a la acequia donde uno de ellos se había perdido.


El misterioso se levantó y caminó hacia el ventanal. Afuera, sus viñedos se mecían bajo el viento como si la tierra misma susurrara advertencias.


— «Es beginnt jetzt.»

(Comienza ahora.


Y en la penumbra, mientras los dos hombres brindaban con vino envenenado por la ambición, el maletín que flotaba en las acequias de Godoy Cruz seguía su camino, llevando consigo un secreto capaz de derrumbar imperios.

Capítulo 11: La Finca de los Sueños

El sol de finales de febrero en Mendoza pintaba el cielo de tonos dorados y anaranjados, mientras el Gacel avanzaba por el camino de tierra que llevaba a la finca Fader. Los Andes, majestuosos e imponentes, se alzaban en el horizonte como guardianes eternos. Sus picos nevados brillaban bajo la luz del sol, contrastando con el azul intenso del cielo. Las montañas parecían estar más cerca de lo que realmente estaban, como si quisieran abrazar a quienes las contemplaban. El aire fresco y seco llevaba el aroma de la tierra y las uvas, anunciando la cercanía de los viñedos.

Natalia, con los ojos brillantes de emoción, no podía apartar la vista del paisaje.

— ¡Es increíble! — exclamó, apretando la mano de Luis — . Nunca había visto algo tan hermoso. ¡Voy a dibujar estas montañas!


Luis sonrió, orgulloso de su tierra.

— Mendoza tiene algo mágico — dijo — . Y esto es solo el comienzo.


Al llegar a la finca, la vista era aún más impresionante. Los viñedos se extendían por todas partes, formando un mosaico de verdes y dorados. Las hojas de las vides brillaban bajo el sol, y los racimos de uvas maduras colgaban pesados, listos para la cosecha. Había viñedos de malbec, la uva emblemática de Mendoza, con sus bayas oscuras y jugosas. También había filas de cabernet sauvignon, con sus hojas rojizas y uvas de piel gruesa, y algunas parcelas de chardonnay, cuyas uvas doradas prometían vinos blancos frescos y afrutados. Las acequias, canales de riego que serpenteaban entre los viñedos, llevaban el agua cristalina de los deshielos andinos, alimentando las raíces de las vides. Los surcos, cuidadosamente trazados, seguían el ritmo de la tierra, como si fueran parte de un diseño natural.


La casa de la finca, una construcción de estilo colonial con paredes de adobe y techos de tejas rojas, se alzaba en medio del paisaje como un refugio acogedor. Sus ventanas grandes y balcones de madera invitaban a disfrutar de la vista. El jardín, lleno de flores y árboles frutales, completaba la escena, dando un toque de color y vida al entorno.


Sergio y Mónica, emocionados por mostrarles el lugar, decidieron dar un paseo por los viñedos.

— Vamos a ver cómo están las uvas — dijo Sergio, guiñándole un ojo a Luis — . Ustedes disfruten del paisaje.


Luis y Natalia se quedaron cerca de la casa, abrazados dulcemente mientras contemplaban el paisaje. El sonido del agua corriendo por las acequias era relajante, como una melodía que acompañaba la tranquilidad del lugar. Natalia apoyó su cabeza en el hombro de Luis, sintiéndose en paz.

— Es como un sueño — dijo maravillada — . No puedo creer que estemos aquí.


Luis la abrazó con más fuerza, sintiendo que el mundo se detenía por un momento.

— Este es un lugar único — dijo — . Donde podemos soñar.


Sin que ellos lo notaran, el maletín que había estado viajando por las acequias pasó de largo, arrastrado por la corriente. El agua lo llevó hasta una de las acequias que terminaba en uno de los viñedos de la finca Fader. Allí, el maletín se atascó entre las piedras, semiabierto, como si esperara a ser descubierto.


El atardecer llegó, tiñendo el cielo de tonos rojizos y morados. Los Andes, ahora siluetas oscuras contra el horizonte, parecían despedirse del día. Sergio y Mónica regresaron del paseo, y juntos, los cuatro se dirigieron a la casa para disfrutar de una cena familiar. La finca Fader, con sus viñedos y su magia, los recibía con los brazos abiertos, prometiendo darles una acogedora estadía.


Mientras tanto, en la oscuridad creciente, el maletín seguía atascado en la acequia, esperando a que algo o alguien lo descubriera. Y en la quietud de la noche, un zorro curioso se acercó, olfateando el objeto extraño. Con un movimiento rápido, el zorro mordió el maletín, abriéndolo por completo. De su interior, cayó un frasco con una sustancia resplandeciente, que se vertió en el agua de la acequia, iluminando por un instante el viñedo con un brillo sobrenatural.


Algo había cambiado en la finca Fader, y nadie, ni siquiera el zorro, podía predecir las consecuencias de aquel misterioso derrame de sustancia resplandeciente.

Capítulo 12: El pasado que persigue

El puerto de La Boca, Buenos Aires, finales del siglo XIX. El aire olía a salitre y a madera húmeda, mezclado con el humo de las chimeneas de los barcos que llegaban y partían. El sol de la tarde se reflejaba en las aguas turbias del Riachuelo, iluminando el bullicio de trabajadores, marineros y comerciantes que se movían entre los muelles. Entre la multitud, un joven alemán de aspecto serio y vestido con un traje oscuro y algo gastado bajaba lentamente de un barco. Llevaba una maleta de cuero en una mano y un sombrero en la otra. Su mirada era firme, pero en sus ojos se podía percibir una sombra de inquietud.


Los agentes de migración lo observaron con desconfianza desde el momento en que pisó tierra. Su aspecto, aunque pulcro, no encajaba del todo con el de los inmigrantes comunes que llegaban en busca de trabajo. Uno de los agentes, un hombre robusto con bigote grueso y uniforme arrugado, se acercó a él con paso decidido.


— Usted, joven — dijo con voz autoritaria — . ¿Nombre y procedencia?


El joven alemán se detuvo, ajustó el sombrero en su cabeza y respondió con un acento marcado pero claro:


— Karl Fader. Vengo de Hamburgo, Alemania.


El agente lo miró de arriba abajo, escudriñando cada detalle de su apariencia.


— ¿Y qué viene a hacer aquí, señor Fader? — preguntó, cruzando los brazos.


— Soy ingeniero naval — respondió Karl, manteniendo la calma — . Vine a trabajar en los astilleros. Tengo experiencia en la construcción de barcos y en la mejora de sistemas de navegación.


El agente frunció el ceño, claramente escéptico.


— ¿Ingeniero naval, dice? — repitió, como si dudara de la veracidad de sus palabras — . ¿Y tiene documentos que lo acrediten?


Karl asintió y abrió su maleta, sacando un fajo de papeles cuidadosamente doblados. Los entregó al agente, quien los revisó con detenimiento. Los documentos parecían genuinos, pero la desconfianza del agente no disminuyó.


— Venga conmigo — ordenó, señalando hacia una pequeña oficina cerca del muelle — . Vamos a hacerle algunas preguntas más.


Karl lo siguió sin protestar, pero en su interior sentía frustración y preocupación. Sabía que su llegada a Argentina no sería fácil, pero no esperaba un interrogatorio tan severo.


Dentro de la oficina, el ambiente era opresivo. Las paredes estaban cubiertas de mapas y carteles con regulaciones migratorias. Un escritorio de madera oscura ocupaba el centro de la habitación, y detrás de él, otro agente de migración, de aspecto más severo, esperaba con los brazos cruzados.


— Siéntese — ordenó el primer agente, señalando una silla frente al escritorio.


Karl obedeció, colocando su maleta a un lado. Los dos agentes se sentaron frente a él, y el interrogatorio comenzó.


— ¿Qué lo trae exactamente a Argentina, señor Fader? — preguntó el segundo agente, con una mirada penetrante.


— Como ya le dije, soy ingeniero naval — respondió Karl, manteniendo la calma — . Vine a trabajar en los astilleros. Tengo experiencia en la construcción de barcos y en la mejora de sistemas de navegación. Creo que puedo contribuir al desarrollo de la industria naval aquí.


— ¿Y por qué eligió Argentina? — insistió el agente — . ¿No hay trabajo en Alemania?


Karl respiró hondo antes de responder.


— En Alemania hay trabajo, pero quiero explorar nuevas oportunidades. Argentina es un país en crecimiento, y creo que aquí puedo desarrollarme mejor.


Los agentes intercambiaron miradas, claramente incómodos con sus respuestas. El primer agente tomó la palabra de nuevo.


— ¿Y qué sabe usted de la situación política aquí? — preguntó, con un tono que sugería que esperaba una respuesta equivocada.


— Sé que Argentina es un país joven, con mucho potencial — respondió Karl, evitando mencionar cualquier tema delicado — . Mi interés es puramente profesional.


El interrogatorio continuó durante varios minutos, con preguntas cada vez más incisivas. Los agentes parecían decididos a encontrar alguna inconsistencia en sus respuestas, pero Karl mantuvo la compostura, respondiendo con precisión y calma.


Justo cuando la tensión en la habitación parecía llegar a su punto máximo, la puerta se abrió bruscamente. Un hombre de mediana edad, vestido con un traje elegante y con una presencia imponente, entró en la oficina. Los agentes se pusieron de pie inmediatamente, sorprendidos.


— Señor General — dijeron al unísono, con una mezcla de respeto y nerviosismo.


Era Julio Argentino Roca, el futuro presidente de la Nación. Con una mirada fría pero curiosa, observó a Karl, quien seguía sentado, sin saber cómo reaccionar.


— ¿Quién es este joven? — preguntó Roca, dirigiéndose a los agentes.


— Un inmigrante alemán, señor Presidente — respondió el primer agente — . Dice ser ingeniero naval, pero estamos verificando sus intenciones.


Roca asintió lentamente, sin apartar la mirada de Karl.


— Déjenme a solas con él — ordenó, con un tono que no admitía discusión.


Los agentes intercambiaron miradas de sorpresa, pero obedecieron sin cuestionar. Salieron de la oficina, cerrando la puerta detrás de ellos.


Roca se sentó frente a Karl, estudiándolo con atención.


— Karl Fader, ¿verdad? — preguntó, con una voz más suave de lo que Karl esperaba.


— Sí, señor Presidente — respondió Karl.

— Usted dice ser ingeniero naval. ¿Qué sabe de barcos?


Karl respiró hondo y comenzó a hablar. Durante los siguientes veinticinco minutos, la conversación fluyó con naturalidad. Karl habló de sus experiencias en los astilleros de Italia y España, de sus ideas para mejorar la navegación en los ríos argentinos, y de su visión para el futuro de la industria naval en el país. Roca lo escuchó con atención, haciendo preguntas ocasionales pero sin interrumpir.


Al final de la conversación, Roca asintió lentamente, con una expresión que mezclaba aprobación y curiosidad.


— Usted es un hombre interesante, señor Fader — dijo, levantándose de la silla — . Creo que Argentina puede beneficiarse de sus conocimientos.


Karl se puso de pie, sintiendo un alivio momentáneo.


— Gracias, señor Presidente — respondió, con una inclinación de cabeza.


Roca lo miró por un momento más, como si estuviera evaluando algo en su mente. Luego, sin decir una palabra más, salió de la oficina.


Karl se quedó solo, sintiendo que el mundo a su alrededor había cambiado en cuestión de minutos. Sabía que su encuentro con Roca no había sido casual, pero no podía evitar preguntarse qué implicaría para su futuro en Argentina.


La imagen de Karl y Roca conversando en la oficina se desvaneció bruscamente, dando paso a una escena completamente diferente. Ahora, Karl se encontraba en medio de un campo abierto, bajo un cielo grisáceo y amenazante. A su alrededor, soldados argentinos avanzaban con rifles en mano, mientras grupos de indígenas huían en desbandada. Los gritos de dolor y los disparos resonaban en el aire, creando un caos ensordecedor.


Karl intentó moverse, pero sus piernas parecían estar atrapadas en el suelo. Observó cómo Roca, montado a caballo y con un uniforme impecable, daba órdenes con frialdad. La matanza era indiscriminada, y Karl observaba la escena con horror e impotencia.


De repente, un grito desgarrador lo sacó de la pesadilla.


Karl se despertó sobresaltado, cubierto de sudor frío. Estaba en su mansión de Mendoza, en nuestra época. Simplemente había tenido una pesadilla. Una de las que tan frecuentemente sueña de vez en cuando. Pesadillas que le recordaban que había hecho alguna vez algo muy malo cuyas consecuencias seguían resonando en el latir de su corazón inmortal.


Karl decidió levantarse de la cama en plena madrugada. No podía dejar de pensar en la noticia de la reina de la Vendimia de capital de su mismo apellido. Decidió llamar a sus asistentes para pedirles que investiguen más en el tema.

Capítulo 13: El Secreto de las Montañas Azules

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