Sergey Baksheev
AL FILO DEL DINERO
Traductor: Oscar Zambrano Olivo
Presentación
La vida cuotidiana de Yury Grisov se rompe repentinamente. El se entera de una enfermedad incurable, de una agresión casi mortal a su hija y pierde el trabajo, casi simultáneamente. Para salvar a su hija se necesita una operación costosísima. Grisov quien es un especialista informático, además talentoso, se convierte en el misterioso Doctor. Su meta: producir una gran cantidad de dinero para su familia y castigar a sus enemigos. Él inventa unos billetes falsos para los cajeros automáticos, organiza la operación riesgosa con ellos y se enfrenta a delincuentes peligrosos. Además, la investigación policial, de la cual está encargado su hermanastro, el capitán Gromov, prácticamente la dirige él también.
Pero, donde hay dinero grande, siempre hay problemas grandes. El Doctor podrá manejarlos?
Prólogo
Yo tengo una sola meta: conseguir dinero. Pero todo el mundo anda en eso, se dirán ustedes, riéndose de mí. Eso es verdad, pero yo tengo una circunstancia particular. Necesito mucho dinero, y no tengo tiempo para ganarlo honradamente. Ya calculé la suma necesaria. Son más de cien millones de rublos. Pero el trabajo mejor remunerado, correspondiente a mis calificaciones, me va a acercar a esa suma a paso de tortuga. Y no puedo esperar. La razón es sencilla: en cualquier momento puedo decaer y morirme.
Pues sí, coño, yo estoy marcado para morir antes que usted. Y esta horrible realidad no puede corregirse. Ni usted, ni yo, ni ninguna otra persona en el planeta está en capacidad de ayudarme.
Pero está bien. En cuanto me resigné a lo inevitable, me di cuenta de lo fuerte que soy ahora. Si, ustedes escucharon bien. No tengo nada que perder, no temo a nada, lo peor que podía suceder en mi vida, ya sucedió. Por eso puedo arriesgar, arriesgar bastante. Puedo poner mi vida en el tapete de apuestas, para recoger el gran premio.
Pero no piensen que yo soy un asesino o un delincuente desalmado. No, yo trabajo sin armas. Yo tengo un plan limpio para obtener dinero. La gente que no sabe, lo consideran fantástico o loco, pero el plan funciona.
¿La demostración? El maletín pesado que tengo en mis manos. Está lleno de billetes de banco, los cuales, yo… ¿Como decirlo con más exactitud? ¿Los robé? No exactamente. ¿Los conseguí? Eso está más cerca de la verdad, pero de todos modos no refleja la esencia de mi actividad. ¿Los merecí? ¡Por supuesto! Yo tengo cuarenta años y, al menos, veinticinco de ellos estudié, trabajé, desarrollé mi cerebro, para qué en el momento crítico, él me mostrara el camino correcto. El maletín con el dinero es la recompensa por esos largos años de días grises.
Grises… Esa palabra sin rostro me ha perseguido toda la vida. Resulta que mi nombre es Yury Grisov y, por supuesto, mis compañeros de colegio me llamaban Gris. Gris… ni chicha, ni limonada, ni blanco, ni negro, en otras palabras, mediocre.
Bueno, ya demostré, ante todo a mi mismo, que ellos se equivocaban. Ahora tengo en mis manos una gran suma de dinero. Ahora no soy gris, ahora soy «El Doctor». Bajo este apodo soy conocido por mis cómplices y clientes. La policía ya lo escuchó, pero hasta ahora no saben quién se esconde tras él. Ya casi llegué a mi cometido. Cierto, la palabrita «casi», es como un nudo corredizo en mi garganta.
Resulta que, la suma que tengo en mis manos es grande, pero no es suficiente. Todavía no he llevado mi plan hasta el final y necesito arriesgarme más. Nuestro jueguito del gato y el ratón va a continuar. Yo estoy seguro que seguiré engañando a la policía, pero en este momento no se donde está el segundo forro de mi chaqueta «El Farito», por el cual me están rastreando.
En cualquier momento esto puede ser una catástrofe.
¿Quieren conocer los detalles? Espero que ustedes no sean de la policía. A propósito, cuando allá lean estas notas, lo más seguro es que yo ya no esté aquí. ¿Qué? ¿Ustedes creen que su vida va por una alfombra desenrollada y siempre será así? Ustedes creen saber que sucederá mañana, la semana que viene y creen que pueden planificar sus vacaciones para dentro de seis meses. Ingenuos. Así vivía yo, hasta que un día la fatalidad me mete una zancadilla y… Bang! ¡Al suelo!
Doloroso. Tan doloroso que ya uno no quiere vivir. Pero yo no puedo abandonar los míos a su suerte. Después del golpe del destino yo estaba en otra realidad y tuve que cambiar completamente para ponerme de pie de nuevo.
1
Cuando llegué al hospital una barrera me obstaculizaba el camino. Dejé el auto en cualquier sitio y corrí directo a la recepción, sin importarme los charcos. A mi espalda quedaba esa calle de mayo, la cual, aunque no había entrado la primavera, ya olía a lilas. Tras el umbral me esperaba ese mundo cuidadoso de la asepsia, con sus luces blancas y su insistente olor a desinfectante y detergente que lo que hace es fortalecer la ansiedad. Quizás por eso, a mi siempre se me echa a perder el estado de ánimo cuando visito un hospital, sin hablar ya de esta circunstancia particular. Rompí dos juegos de cubre-zapatos de plástico, que no querían abrirse, antes de ponerme un par en mis zapatos mojados.
Un ser humano en bata blanca (no pude determinar ni sexo, ni edad) me condujo hasta la puerta de una oficina en el segundo piso. Allí me recibió la mirada cansada de un georgiano calvo de edad madura. Era un médico quien estaba sentado en su escritorio y estaba vestido de uniforme quirúrgico con mangas cortas y un corte triangular en el pecho que dejaba ver una franela blanca y sobre cuyo cuello se veía una buena cantidad de pelos negros. Esos bucles ridículos, parecidos a alambres, se veían completamente inapropiados en una institución de salud.
Mientras yo recuperaba mi aliento, el médico me estudiaba a través de sus lentes de montura de metal. Al fin, el denso cepillo de su bigote, que llegaba hasta la comisura de sus labios, se movió y el dueño de la oficina se presentó:
— David Guelashvili, cirujano. — Con un gesto de la mano propuso sentarme y, entonces, me preguntó: — Usted es el padre?
— Grisov, Yury Andreevich, — me apuré a responder e, incluso, quise sacar la cédula, pero me contuve. La incertidumbre me atormentaba. — Que le pasa a Yulia?
— Nosotros la salvamos, pero su condición permanece difícil. — El
cirujano calló y cruzó, frente a él, sus fuertes manos peludas, donde se le veía el dibujo de sus venas.
— Pero no se calle! — Salté de la silla. — Que significa «difícil»?
El médico se tomó su tiempo. Escogió unas hojas de papel, las puso sobre la mesa, se quitó los lentes y masajeó sus ojos cansados.
— ¿Qué edad tiene su hija? — Preguntó, sin levantar la vista.
— Dieciocho.
— Un amor no correspondido?
— Que quiere decir con eso?
Exhaló fuertemente y se acomodó los anteojos sobre la nariz. Como dudando un poco, él explicó:
— Su hija bebió ácido acético. Como resultado, afectó el tracto gastro-intestinal y tuvo una deficiencia renal aguda…. Es una forma de suicidio extremadamente dañino.
La horrible palabra cortó como un cuchillo en carne viva. Yo sacudí la cabeza:
— No. Yulia no pudo hacer eso. Eso es imposible. Mi hija disfrutaba de la vida, estaba haciendo planes, en estos días iba a tener un gran éxito. ¡Para ella…, apenas todo comenzaba! ¿De dónde sacó usted esa conclusión? —
Guelashvili tomó una toalla de papel de una caja, se secó la frente y murmuró:
— Gajes del oficio.
— Eso a usted no le imp… — Me contuve. No recordaba si yo le había mencionado la profesión de mi hija.
— Si importa, por desgracia más frecuentemente de lo que uno quisiera. Yo, como cirujano, observo constantemente como se rompe una vida tranquila. La persona no ve, no oye que hay un abismo ahí cerca: un paso lateral y ya está volando. O se salva, o se destroza en el fondo… — Guelashvili miró la toalla de papel arrugada en su mano, como si ella simbolizara en lo que se transforma una vida serena después de una acción imprudente.
— No. El suicidio está excluido, — mi voz sonó indignada. — Ni siquiera podríamos pensar eso de nuestra hija. Ella, ella… Usted no la conoce.
— Entonces, alguien puso ácido en su bebida.
— Quien? ¿Por qué?
— Yo soy médico, no un policía. A la paciente la trajeron del club nocturno «Hongkong» en una ambulancia. Afortunadamente a tiempo. Nosotros pudimos hacer bastante pero el daño interno es bastante serio. —
— Donde está Yulia? Quiero verla. — Salté de mi asiento.
— Ahorita no se puede, — con un gesto me detuvo el cirujano. — La muchacha está en terapia intensiva. Y sin conocimiento.
Lentamente me senté de nuevo.
«Terapia intensiva. Sin conocimiento». No es posible que se esté hablando de mi hija con estas palabras tan feas. ¿Cuál suicidio?, vayan p´al carajo! Apenas ayer…
«Ayer», como si fuera hoy, nuestra familia era feliz. Se había cumplido un sueño de muchos años. Nos habíamos mudado de un estrecho apartamento en un quinto piso a un nuevo y cómodo townhouse. Una casita como en las revistas. La fachada de ladrillos rojos, como si la hubieran traído así desde la vieja Inglaterra. En el frente una grama bien cortada y estacionamiento para dos carros. Dos pisos decorados y un ático suplementario. Y esta maravilla a solo quince minutos de Moscú por la carretera de Novorizhsk. ¡Vive y se feliz!
Anoche, apenas hace unas horas, Katya, mi esposa embarazada, quien caminaba entre los corotos sin arreglar, en la nueva casa, con una sonrisa radiante hacía planes:
— Aquí estará el cuarto del bebé, al lado del nuestro. La habitación de Yulia estará lejos para que no moleste al niño. Ay, falta comprar muchas cosas y el ático no está listo. Menos mal que ya pusieron la cocina y con el diván en la sala podemos invitar amigos. Katya puso sus manos en el vientre redondo y me miró: — Yury, tendremos el dinero para enfrentar esto?
— Claro, ya calculé todo, — me apuré a tranquilizarla y la abracé, con cuidado, por la espalda.
Puse mis manos sobre las suyas, mi mejilla se cubrió con sus abundantes rizos castaños, miré el corte triangular de la bata a la altura de su pecho y me sentí tan bien. El embarazo tardío y no planeado generó ternura en nuestra relación y le dio un nuevo sentido a nuestra vida cotidiana. Apareció el deseo de cambiar todo. Literalmente, rejuvenecimos.
El futuro bebé creó una motivación tan fuerte que, en seis meses, resolví el problema de la nueva casa y, además, insistí en un automóvil más seguro para Katya. Tuve que sacar otro crédito para comprar un «Volvo» nuevo.
Entonces sentí el conocido y embriagador olor de mi mujer, toqué con los labios su cuello y le susurré:
— Eres tan…
— No, no. Eso no, — y se separó de mi abrazo. — Sabes que eso de los gastos me preocupa.
— No hay razones para preocuparse. La hipoteca es a veinte años, con una tasa de interés moderada. Ahorita pago un tercio de mi salario a esa hipoteca y con el tiempo, mi sueldo subirá. Estamos bien.
— Veinte años, — suspiró Katya. — Tendremos sesenta años cuando liberemos la hipoteca. Y todavía queda el crédito del carro.
— No pienses en las dificultades, piensa en el bebé.
— Durante mucho tiempo no podré trabajar, y el pequeño necesitará muchas cosas.
— Tendremos todo, yo proveeré. Ahora… — Con disimulado orgullo, moví el brazo, como mostrando la nueva casa. — Hoy tenemos fiesta. ¿Celebramos? —
— Disculpa, pero yo no preparé nada.
— No importa. Con vino y queso bastará.
— Yo no puedo beber vino. — Con disimulado orgullo, y suavemente, Katya pasó la mano por su vientre.
Cada vez que yo veía ese gesto, sentía algo en el corazón. Ella caminó hacia la sala. Verla por detrás todavía era agradable, su cintura no había cambiado. Se sentó en el diván.
— Estoy cansada. Celebraremos pasado mañana, cuando vengan tu hermano y Natasha. Ella va a ayudarme con eso. La fiesta la tiene hoy Yulia.
— A propósito, ¿dónde está ella? Salió muy elegantemente vestida. Ya es tarde. — Me preocupé por mi hija de dieciocho años.
— ¿Qué te pasa, se te olvido? Yulia va a salir en la portada de «Elite Style» — Katya se sonrió. Evidentemente se enorgullecía de su hija, tan parecida a ella cuando era joven.
— Uno se puede golpear en este desorden. — Aparté una caja con el pie, abriendo camino hacia el diván.
Sinceramente hablando, yo no aprobaba esa aspiración terca de mi hija de convertirse en modelo. Yulia es bonita, es fotogénica, eso no se lo vas a quitar, pero de muchachas así, hay un montón y el éxito llega a unas pocas. ¿Además, que es eso de comerciar con la belleza propia? La belleza es efímera. Hoy está ahí y mañana se marchita. O el standard de belleza cambia. Eso no tiene futuro.
Fíjense, yo terminé la facultad de Matemática Computacional de la UEM. Yo quería ser un científico, pero la vida me empujó a una profesión más demandada. Trabajo en programación para la actividad bancaria. Y me vale verga como me veo, lo importante es que la cabeza trabaje. Katya también estudió en la misma facultad. Después de que terminó la universidad no le interesó la programación seria, pero se convirtió en una profesional calificada en contabilidad. Yulia también es buena en Matemáticas, pero malgastó el tiempo y el dinero en la actuación, el baile y la cosmetología, la creación de su imagen, pues. La persistencia le trajo resultados, ya la notaron. ¿Pero que será de ella dentro de cinco, siete años? La nueva generación de bellezas, inevitablemente, desplazará las modelos marchitadas.
No aguanté y expresé mi descontento:
— Que?, ¿Van a fotografiarla en la madrugada?
— La sesión de fotografía para la revista es pasado mañana. Hoy, Yulia fue con las amigas al club. Tú no hagas pucheros. Es un asunto de jóvenes y hay razones para alegrarse. Tendrá tiempo para dormir bien y conservar el cutis fresco. —
— Clubes nocturnos, estilistas, fotógrafos… Mejor hubiera sido que entrara a la universidad como nosotros. —
— No gruñas. — Katya me haló por la mano y yo me senté a su lado. Se recostó de mi hombro y suspiró. — Quien sabe que es lo mejor y que es lo peor? En la vida hay tantas posibilidades diferentes. Nosotros vamos por una escalera hacia arriba… —
— Y ella quiere saltarse todos los escalones. — Con duda moví la cabeza.
— ¿Y, si de repente ella tiene éxito?
Oh, esta fe femenina en los milagros. En el fondo de su alma todas ellas son Cenicienta. Yo callé, para no discutir.
Katya me miró a los ojos y me sonrió, como avergonzada:
— Me voy a dormir, no aguanto los pies.
— Si, ve, por supuesto. Yo voy a…
Yo moví la mano como mostrándole que continuaría arreglando los corotos. Ella no aguantó para darme más instrucciones:
— Las cajas con la ropa las subes al segundo piso. Las de la vajilla la pones en la cocina. Pero no te pongas a arreglar nada, me lo vas a enredar. Mañana, yo misma lo hago.
Quien iba a discutir, así sería más fácil. Katya salió. Moví las cajas, sin cansarme de alegrarme por lo grande de la nueva casa. Hasta habría una habitación aparte para un tercer hijo. Lástima que nos tardamos con el segundo. Antes de acostarme bebí vino y me dormí con una sensación cálida en el pecho: Que bueno era todo.
Pero en la madrugada me despertó la desagradable vibración del celular. Le había quitado el sonido. En la pantalla apareció un número desconocido. El corazón se me apretó del mal presentimiento. Para responder la llamada salí del dormitorio. Llamaban de un hospital e informaban que habían recibido una muchacha de nombre Yulia Grisov y solicitaban, urgentemente, un familiar cercano.
Se me doblaron las piernas. Por varios minutos estuve aturdido. Un vacío denso, como barro, me bloqueaba las ideas. Convencido de que la conversación no había sido un sueño y, en mi mano, el pedazo de papel de envoltura, donde yo había escrito la dirección del hospital, me vestí y salí, tratando de no despertar a mi esposa.
Y he aquí que estoy sentado en la oficina del cirujano, el cual me acababa de explicar las horribles consecuencias de lo sucedido. Mi fuero interno no quiere creer que nos haya caído tamaña desgracia. ¿Por qué nosotros? Todo lo malo le sucede a los demás, en alguna parte lejos, en la televisión, en las noticias, en Internet. Mi familia está protegida contra la infelicidad. ¿Por qué a nosotros?
— Yo debo verla, ¡DEBO! — le informo al médico, mirándolo a los ojos con esperanza. — De repente no es Yulia. De repente ustedes están equivocados.
— Ok. Vamos, — aunque duda, el cirujano asiente.
En la sección de terapia intensiva, en una cama especial con barandas, yace una joven muchacha, con goteo intravenoso y tubos en la boca. Yo me acerco completamente, la considero largamente pero mi corazón ya se estremece. No hay ninguna duda, es Yulia, mi única hija. Externamente ella no ha cambiado, es tan linda como siempre, solo que tiene una palidez mortal. Pero internamente, por las palabras del médico…
Imaginarme las horribles consecuencias de haber tragado ácido me estremece. Aparto la vista de ella, retrocedo un paso y, con voz enronquecida, le pregunto a Guelashvili:
— ¿Qué puedo hacer por ella?
— Done sangre. Siempre se necesita.
2
Mi viejo «Peugeot», abandonado en el medio de los charcos, se encaprichó y no arrancó enseguida. Cuando el motor reaccionó, encendí la calefacción y, cansado, cerré los ojos. No me sentía bien. Me desconecté durante la donación de sangre y, hasta ahora, la cabeza me daba vueltas de una manera desagradable.
El tormento del dolor anímico se complementó con una nueva preocupación: ¿Como recibiría Katya la noticia sobre su hija? Los médicos le habían advertido que un embarazo tardío era particularmente peligroso y debía evitar emociones. Y como no emocionarse en esta situación. ¿Con que la tranquilizo? Poco a poco llegué a la conclusión que mejor me callaba por ahora y esperar que Yulia volviera en sí.
Aunque lo dudé un poco, decidí no volver a casa e irme directo al trabajo. Eran casi las siete de la mañana, pero no llamé a Katya para no preocuparla.
En el «Jupiterbank» yo ocupo la posición de director de la sección de seguridad informática. Mi tarea consiste en mantener la funcionalidad de los cajeros automáticos, de los terminales de pago, de los receptores de las tarjetas plásticas y de los trasmisores de transferencias electrónicas. Los empleados clave de la sección son dos, yo y el ambicioso ingeniero principal Oleg Golikov. Nosotros ocupamos la misma oficina donde hay una media docena de computadores, que nunca se apagan y con sus respectivos grandes monitores.
Oleg es un cínico mercantilista pero muy buen especialista. Y aunque hay una diferencia de edad (doce años) nos tratamos amigablemente.
— Epa, hola! ¿Y eso? ¿Tú tan temprano por aquí? — se sorprendió Golikov, mirando a su pensativo jefe por encima de una taza de té frío.
A mi no me gusta ir en traje y corbata. En invierno, prefiero los sweaters tejidos, y en verano, chaquetas sencillas y jeans. Oleg, al contrario, siempre anda encorbatado. El asocia la apariencia exterior con el éxito. Por eso tiene un coupé «Jaguar», se compra trajes italianos prestigiosos y complementa con accesorios de marca. Es verdad que hay pocos que no saben que su carro no es nuevo, qué en vez de relojes suizos, él se compra copias chinas y vive en las afueras, con sus padres, en un apartamento pequeño.
— Yo no vengo de casa, estuve por ahí anoche, me encontré a alguien… ¿Y tú? — Golikov continuó su curiosidad.
Mentalmente me vi con los ojos del colega presumido. El cuello de la camisa Polo muy gastado, sudor en las axilas, pantalones arrugados, con mal semblante. El típico perdedor para un joven como él. Todavía ayer, avergonzado, hubiera arreglado mi ropa y limpiado mis zapatos, pero después de la visita al hospital, la propia apariencia disminuyó, en la escala de prioridades, a nivel de granos de arena. A mi me molestaba otra cosa: ¿qué le iba a decir a Katya?
No quería continuar la conversación con mi molestoso colega, entonces me decidí, por fin, llamar a mi esposa. Le di la espalda a Oleg.
— Katya, buenos días, — traté de hablar alegremente al saludar a mi esposa. — No te extrañe que saliera sin despedirme. No quise despertarte. Resulta que hay algunos problemas en el trabajo y me llamaron temprano. Yulia? No te preocupes por ella. Me llamó para avisarme que se iba a quedar en la casa de una amiga… Aquella, la de siempre… Era tarde para ir a la casa y su amiga vive cerca del club. —
— Una amiga que se llama Arsenio? — Oleg intervino sarcástico. Yo estuve anoche en un club… Había unas carajitas…, tentadoras y seductoras. —
— Ok. Katya, ahorita no tengo tiempo. Te llamo más tarde. — Corté la llamada no fuera que descubriera algo falso en mi voz.
Con una mirada indiferente observé el ritual acostumbrado. Golikov colocó el portafolio de cuero sobre la mesa, se quitó la chaqueta y la colocó, con cuidado, en el respaldar de la silla. De un paquete de lavandería sacó una camisa limpia. Se quito la del día anterior y se cambió. El nudo de la corbata lo dejó flojo y subió los puños de sus mangas, justo lo suficiente, para que se viera el reloj «de marca». Por la crucecita de caballería en la esfera y en el portafolio, el conocedor podía determinar que ambos accesorios pertenecían a la casa suiza y costosa «Vacheron Constantin».
— Pasó algo? Por el teléfono hablaste de problemas, — preguntó Oleg, sacando del portafolio un paquete de manzanas verdes.
Habiendo decidido dejar de fumar, las compraba todas las mañanas. Cambió los cigarrillos por manzanas según un consejo de una revista de moda. — «Vitamina en vez de nicotina», — bromeaba. El ritual ya tenía un año de cumplirse, pero la ración diaria de manzanas había disminuido bastante.
— Eso fue para mi esposa, — sacudí la mano para no explicar más.
— No puedo creer lo que dices. Eres un mentiroso, Yury Andreevich. ¿No te habrás conseguido una modelo de piernas largas como nuestro presidente Radkevich? Su esposa se la pasa en el extranjero, pero aquí, él no pierde el tiempo. ¿Viste la hembra que tiene? Agarra ahí —
Oleg me lanzó una manzana. El lanzamiento era parte del ritual, pero hoy estaba atontado y no atajé la manzana. Esta me pegó en el pecho, se cayó y rodó por el piso.
— No la he visto, ni quiero verla, — mascullé, y levanté la manzana.
— Pero esa carajita yo no la rechazaría. En cualquier momento se la quito al presidente. — Un mordisco hizo crujir la jugosa fruta, masticó y se sonrió, soñadoramente. — Quizás me levante algo mejor. —
Yo no quise seguir esa conversación vacía y traté de concentrarme en el trabajo. Fue inútil. Pronto me convencí que hoy no podía mejorar ese programa complicado. El dolor anímico no me permitía concentrarme. Me molestaba todo: el zumbido característico de los computadores, el ruido del aire acondicionado, el chirrido de las sillas y hasta la manzana mordida que caía en mi campo de visión.
Yo me dediqué a una tarea rutinaria, las que normalmente hacía Golikov. Comprobación de canales de comunicación, análisis de cifras del momento, búsqueda de operaciones dudosas. Traté de ocupar el cerebro en algo para apartar las ideas autodestructivas sobre la tragedia familiar. Poco a poco los problemas técnicos llevaron lo otro a un segundo plano. De repente una discrepancia cayó en mis ojos.
En voz alta comenté lo que vi en el monitor:
— Un error. A los terminales llegó una cantidad y en la cuenta hay una suma menor. —
— Donde? — preguntó Golikov, arrastrando su sillón hacia mí. — Ah, ¿eso? No es ningún error, ahorita lo arreglo. Muévete. —
— Que estás haciendo? — Fruncí el ceño cuando vi como Oleg hacía cambios en la tabla de las transacciones bancarias.
— Mi trabajo. Meto el coeficiente corrector secreto, de acuerdo a las instrucciones del presidente. Así. Ahora las sumas en las cuentas coinciden y no hay que hacer ninguna comprobación. —
— Algo de ese coeficiente como que no entendí. —
Golikov se sonrió.
— Yury Andreevich, no seas ingenuo. Para que crees tú que Radkevich puso esos dudosos terminales de «Jupiter pago» si nosotros ya tenemos cajeros automáticos.
— Expansión del negocio. —
— Claro. Pero, ¿cuál negocio? — Los ojos de Oleg brillaron con malicia y bajó la voz: — Por los terminales hay una comisión no contabilizada. El presidente me baja el porcentaje apropiado y yo ajusto la contabilidad para que todo salga bonito. —
— Y por qué a mí no me dijeron nada? —
— Porque tú eres muy recto y yo soy flexible. — Golikov sonrió condescendiente e hinchó su pecho. — Para que te metiste en eso?, esta no es tu zona. —
Me agarré la cabeza con ambas manos y, recordando a mi hija, le dije:
— Déjame tranquilo. —
— Tuviste una pelea ayer? — Oleg dijo, compasivo. — Sal. Relájate. Tómate un café fuerte. Te puedo dar una aspirina. —
— No quiero nada! — grité y, entonces agarré la manzana mordida y la lancé al bote de basura.
Después de ver el lanzamiento, la papelera volcada y la fruta por el suelo, Golikov comentó: — Tú eres un basquetbolista malo. —
Movió la cabeza y fue a corregir las consecuencias del lanzamiento errado. Yo me quedé solo con mis malos pensamientos sintiéndome peor que nunca. La vida y el trabajo me mostraron, de un trancazo, su lado desagradable. Largo rato estuve sin tocar el teclado y el monitor se apagó. El espejo negro del monitor me mostró mi rostro endurecido y los contornos oscuros de la oficina, como si el mundo y yo hubiéramos caído en la penumbra. Ya fue insoportable mirar esa pantalla negra.
Golpeé algunas clavijas y en la ventanita que apareció en el monitor puse mi clave y abrí las tablas de movimientos por cuentas. Había que hacer algo para que esas ideas opresivas no me afectaran más. Mi memoria visual recordaba los números perfectamente. Al fin y al cabo, yo soy matemático y no un poeta. El flujo de números que correspondían a cantidades de dinero, me metió en un embudo mental obligándome a compararlas y analizarlas. A la hora yo había encontrado toda una serie de operaciones dudosas.
— Otros errores. Algo no está bien, — mascullé y copié las sumas de dinero y los números de cuenta en un archivo separado.
— Que pasó ahora? — Golikov expresó su desagrado y se acercó hacia mí, dudoso.
Imprimí la hoja y le expliqué:
— Mira. En las relaciones diarias están las transferencias, pero en el resultado final del mes, no. —
Oleg empujó su silla con rueditas y se acercó a mí. Su mirada era punzante e irónica. Hizo sonar sus dedos cerca de mis oídos, como si me hubiera quedado dormido, para despertarme.
— Epa, idealista, despiértate! Piensa: ¿con que estamos trabajando? ¿Débitos-créditos? Esos se manejan fácilmente. Nosotros no somos el Banco Central en quien todo el mundo confía. Radkevich escogió otro nicho para el negocio.
— Tomar el dinero y hacernos los locos? —
— Hasta ahí no hemos llegado. Nuestro banco presta servicios de un tipo particular. —
— Cuales? —
— En dos palabras: el dinero ilegal hay que lavarlo, los funcionarios corruptos tienen que cobrar los sobornos y ponerlos en cuentas off shore. ¿Hay una necesidad? Habrá una sugerencia. —
— Cobrar y esconder. —
— Por fin se comprendió. —
Me sentí insultado:
— Hace meses trabajo en programas con obstáculos para ladronzuelos, y ahora esto… —
— Pero que te pasa? — Oleg empezó a disgustarse. — No eres el mismo de antes. —
— Algo sucedió. —
— Que? —
Yo no quería hablar de mi hija. Para una persona ajena era solo una información curiosa, pero para mí era un dolor constante.
— Esto sucedió! — Golpeé, con la palma de la mano, la página impresa.
Con aspecto sombrío, Golikov me miró fijamente, como si me viera por primera vez. Desafiante, le respondí su pregunta silenciosa:
— Que? ¿No te gusto? —
— Olvídalo. —
Oleg tomó de debajo de mi mano la hoja de papel con los números de cuenta, volvió a su mesa y, concentrado, mordió su manzana. Inclusive su espalda expresaba desdén. Tiró el pedazo de manzana como si fuera una colilla de cigarrillo y salió de la oficina.
«Va a chismear», — pensé, indiferente.
Pasados veinte minutos, yo me reí de mi perspicacidad: me llamaron desde donde Radkevich.
El camino a la oficina del director no tomaba mucho tiempo. Solo subir un piso.
— Ah, eres tú, Yury. Entra. — El propietario del banco me saludo particularmente amistoso.
Radkevich no me propuso sentarme, él mismo salió de detrás de su mesa para recibirme. Él es un poco mayor que yo. Yo sabía que su primera fortuna la había hecho traficando alcohol clandestino. Ese negocio riesgoso templó su carácter, le dio seguridad, pero le destrozó sus nervios. Estos últimos años Boris Mikhailovich Radkevich se había concentrado en el negocio bancario, menos ganancioso, pero respetable y cómodo. Ahora él podía apartar mucho tiempo para su pasión principal: los caballos de raza. Decían que él tiene unas caballerizas en alguna parte fuera de la ciudad. La expresión de la cara del banquero cambiaba levemente, dependiendo de las situaciones. Estaba acostumbrado a dar órdenes a sus subordinados y expresar un respeto reservado a los más fuertes de su mundo.
Viendo al presidente, me convencí una vez más, de a quién quiere parecerse Golikov. Trajes, zapatos, reloj, automóvil de marca. Solo que los de Radkevich si eran de verdad, y se actualizaban más frecuentemente.
En las paredes de la amplia oficina había colgadas, fotografías de caballos. Fotografías de estilo, en blanco y negro, impresas en tela.
— Bellos animales. — Radkevich se detuvo al lado de uno de los cuadros. — A los caballos los aman y los valoran, les crean condiciones tales, que lo pueden envidiar muchos animales de dos patas. —
Radkevich se sonrió de su chiste sardónico, pasó su mirada a mi persona y se ensombreció.
— Pero todo semental, inclusive el más costoso y espléndido, tiene su dueño. Y este decide cual va a montarse y cual va a tirar de una carreta. —
— Yo no supe que responder. El presidente hizo una pausa y entonces señaló al siguiente cuadro:
— Mira que trío tan expresivo. Animales mágicos. Se siente la potencia, la velocidad, parecen que fueran una unidad. Y mira esta pequeña cosa al lado del ojo. Es una gríngola. Es una cosa muy útil, el caballo solo ve hacia adelante y no se distrae hacia los lados. Si uno necesita doblar, el jinete le indica la dirección con un golpe de fuete. ¿Tú comprendes a que me refiero?
Yo ya había entendido, sin embargo, respondí:
— A mí me gustan más los caballos de fuerza bajo el capot. —
La mirada de Radkevich se congeló.
— Tú eres un buen especialista, Yury. Te valoro y te creo buenas condiciones. ¿No es así? —
Me sentí obligado a asentir. Fue él quien había autorizado mis créditos para la nueva casa y el auto. Y no era ofensivo con el salario.
Radkevich sonrió y me dio unas palmadas en el hombro.
— Te voy a dar un consejo. Dedícate a lo tuyo y no mires para los lados. Radkevich sacó de su bolsillo la página que yo había impreso con las tablas de las cantidades dudosas y, expresivamente, la rompió en pedacitos. — Nos estamos entendiendo? —
Otra vez asentí.
— Una cosa más. — Radkevich decidió regañarme. — Ponte una camisa limpia en la mañana. Eso mejora tu ánimo y el de los que te rodean.
Que fácil es dar consejos. Si esta receta funcionara me cambiaría la camisa cada hora.
3
Temprano en la noche llegué a mi casa y me sentía como un escolar culpable de haber sido reprobado en un examen y sin decirle a los padres. Me movía torpemente, evitaba la mirada directa de mi esposa y simulaba estar cansado. Después del desorden que había el día anterior en la casa, la sala y la cocina resplandecían del arreglo hecho. Katya trabajó excelentemente con las cajas y la envidié: tenía algo a que dedicarse.
— Por fin llegaste. ¿Por qué tardaste tanto? — me encontró en la cocina y estaba preocupada. Se secó las manos, apartó un mechón de cabellos de su frente y le bajó el volumen al televisor con el control remoto. — Y Yulia está críptica. La he llamado varias veces y ella me envía mensajes. —
— Que escribe? — pregunté y mi voz falsa me asustó.
Pero Katya no me oyó. Con una mano tomó el teléfono de la mesa y los dedos de la otra se movieron, negligentemente, hacia la estufa.
— Yo ya cené. Tú, sírvete lo que quieras. —
Ella marcó el número de teléfono de nuestra hija, se tensó por la espera y en su frente lisa apareció una arruga de preocupación. Inesperadamente, junto con los timbres de respuesta en su teléfono, ella oyó los repiques en el bolsillo de mis pantalones. Su ceja derecha se movió hacia arriba y su mirada interrogante se clavó en mi rostro avergonzado.
¡Mira que idiota! Como se me pudo olvidar quitarle el sonido. Ya no podía hacer nada, bajé la cabeza y puse el celular blanco en la mesa, el cual le habíamos regalado a Yulia hacía poco en su cumpleaños.
Hubo que confesar:
— Yulia no puede hablar. Fui yo quien te escribía. —
Después del trabajo fui de nuevo al hospital. Mi hija había recuperado la conciencia, estaba atiborrada de analgésicos y sus encantadores ojos, los cuales amaban los fotógrafos, habían envejecido diez años. Y lo peor era que en vez de una excitante languidez en ellos lo que había era una oscura desesperación.
— Quien te hizo eso? — Con un nudo en la garganta le pregunté.
Ella no podía hablar ni mover la cabeza. Impotente, lo único que pudo hacer fue batir los párpados: no sé. Y lloró. Le apreté la mano y tampoco pude aguantar las lágrimas. No sabía como consolarla, el temblor de mi voz y mi aspecto desolado solo la descompondrían.
— Aguanta. — le dije, pero enseguida le agradecí a la enfermera que me estaba sacando de la recámara.
Cuando vio el teléfono de la hija en mis manos, Katya, lentamente, se sentó. Su mirada concentrada me atravesó de tal manera que yo me sentí como una persona desconocida.
— ¿Qué pasa? — preguntó ella.
Dolorosamente, escogí las palabras:
— Todo está en orden. Casi. Lo peor ya pasó. Yulia está en el hospital, pero no te preocupes. —
— Que sucedió? —
Me costó mucho trabajo contarle todo y que Katya no se desmayara. Y después me costó más trabajo mantenerla en la casa y tranquilizarla.
— Ahorita no es el momento, no nos van a dejar entrar. Yulia está durmiendo. Esperemos hasta mañana. — Insistí. Katya lloraba en mi hombro.
Al día siguiente fuimos juntos al hospital. Katya se dirigió hacia nuestra hija enseguida. A mí me detuvo en el pasillo un preocupado David Guelashvili
— El cirujano habló en voz baja, pero sin admitir objeciones.
— Déjela que vaya sola. Usted y yo tenemos que hablar. —
— Yo la tranquilicé como pude. Tiene siete meses de embarazo y lloró toda la noche. ¿Puede ser que alguien la acompañe? — Traté de desprenderme.
— Por eso no se preocupe, tenemos personal experimentado. — El médico llamó a una enfermera, le dio instrucciones y a mí me condujo a su oficina. Puso un vaso con agua frente a mí, se sentó al otro lado del escritorio y cruzó las manos. — Le tengo dos noticias. —
— Una mala y una buena? Primero, la buena, — Me animé a decir, presintiendo algo negativo. — Una mala, usted sabe, después de lo de ayer… —
— Su hija está estabilizada y no está en peligro de muerte. Pero para el completo restablecimiento del organismo se necesitan donantes de tejido y operaciones muy costosas. Si quiere un consejo, eso es mejor hacerlo en Alemania. Aquí hay buenos cirujanos, no se crea, pero el aspecto jurídico con los donantes de órganos está un poco enredado y quizás haya que esperar mucho tiempo. —
— Entiendo, entiendo… ¿Y de cuánto dinero estamos hablando? —
— Yo voy a preparar los documentos médicos necesarios y los enviaré a la clínica alemana. Veremos que responden. —
— De todos modos. Usted debe tener las cifras. —
— Desgraciadamente, está lastimado todo el tracto gastrointestinal. Se necesitará más de una operación. Creo que la suma debe estar entre los ciento cincuenta y doscientos mil euros. — El cirujano calló. — En nuestro hospital existe una fundación benéfica. El fondo está limitado y hay muchos que están esperando por trasplantes. Yo, en su lugar, me apuraría. —
Comprensivo, yo asentí:
— Si, claro. Yo trabajo en un banco, pediré otro crédito. No veinte, sino treinta años trabajaré para el dueño. —
Guelashvili apretó los labios y me miró por encima de sus lentes, como si yo hubiera dicho una tontería.
— Hay otra cosa, — dijo.
— Una mala noticia? — Recordé el comienzo de la conversación y traté de bromear: — Si un cometa choca contra la tierra… —
Yo me corté ante la mirada no divertida de Guelashvili.
— Usted donó sangre ayer. Nosotros la examinamos y … — El médico abrió una carpeta para consultar el resultado del análisis, como si el diagnóstico pudiera cambiar. — A usted se le encontró el virus VIH. —
Se hizo una pausa larga. Yo no comprendí, inmediatamente, que se trataba de mí. Hasta ahora solo habíamos hablado de la situación de mi hija. Esta desgracia puede repercutir en mi esposa embarazada, pero yo… Yo soy un tipo, yo puedo aguantar. Canas y angustias mentales no molestarán. Lo único importante es que Yulia se recupere y el embarazo de Katya llegue a buen término. ¿De que estamos hablando? ¿Escuché mal?
— Usted dijo: VIH? —
— Virus de Inmunodeficiencia Humana, — claro y pausado, dijo el médico.
— Yo tengo ese VIH? —
— El virus fue captado en su sangre. Por supuesto, haremos un examen de comprobación, pero yo estaba obligado a advertirle desde ya. —
— No, no es posible. Yo no soy un drogadicto… Yo soy un padre de familia. — Mis ideas se revolvieron. Yo vine por un problema, ahora me desconciertan con otro, completamente diferente. — No entiendo, no entiendo nada. —
— Beba agua. —
Obedientemente vacié el vaso y miré al doctor. Yo no había escuchado mal, esto no era un sueño ni un chiste. Ante mí estaba el mismo médico, en la mesa el resultado del análisis donde estaba mi apellido. Ahí estaba escrito que yo estaba mortalmente enfermo. ¿Cuáles veinte, treinta años? Todos los planes se fueron pa´l carajo. No llego ni al año que viene. ¿Y cómo voy a vivir yo ahora? Me encogí, me sentía como un monstruo, a quien todos evitan.
El médico se inclinó hacia mí desde su lado de la mesa, me miró a los ojos y me dijo, suavemente:
— No entre en pánico, concéntrese en su respiración. Inhalar-exhalar, inhalar-exhalar. Y cuente: uno-dos, uno-dos… —
Poco a poco se me fue aclarando la mente. Pregunté:
— VIH, eso es SIDA? —
— No, no… — Guelashvili se recostó del espaldar de su asiento. Lo más desagradable ya lo había comunicado. A él volvió la convicción profesional. — El VIH es una infección crónica que se desarrolla lentamente. Por regla general, bajo tratamiento, se puede controlar por años. Todo depende del modo de vida y el seguimiento riguroso de los medicamentos. En ese período la persona infectada se siente bien, se ve saludable y, frecuentemente, ni siquiera adivinas su problema. ¿A propósito, cuando se hizo el examen de sangre la última vez? —
— No recuerdo. Hace tiempo. —
— El virus no aparece enseguida. A los tres meses, a veces hasta los seis meses después del contagio. —
— Y ¿cómo? ¿Como pude contagiarme? —
— El VIH pasa de persona a persona. Ante todo, por el tracto genital durante los contactos sexuales no protegidos. O a través de la sangre: aplicación de drogas intravenosas con una aguja infectada, inyecciones, transfusiones de sangre… —
— Espere. ¿Y mi sangre? ¿La transfirieron a mi hija? — Yo salté para correr adonde Yulia.
— No, como se le ocurre. Para eso existen las pruebas. Siéntese y tranquilícese. Ahora usted debe analizarse y recordar como pudo haberse contagiado. Y, por supuesto, cambiar de raíz su comportamiento, para no ser una fuente de propagación de la infección. —
— Katya. Mi esposa. — Reaccioné.
— Ella está embarazada. A todas las embarazadas se le hace prueba de VIH. Esperemos que no…, claro, hay un período escondido. Yo me encargo de hacerle las pruebas. —
— Pero coño! ¿Por qué yo? ¿Que hice? — Puse las dos manos en mi cabeza. — Sin tiempo para nada. ¿Cuánto me queda? —
— Usted no está enfermo todavía, solo tiene el virus en la sangre. —
— Pero el SIDA no se cura. —
— No entre en pánico. Usted no tiene SIDA. —
— No comprendo. Usted me estaba hablando del VIH. —
— Entienda una cosa sencilla. — El doctor se puso pedagogo. — A usted se le detectó un virus, el cual, su organismo todavía controla. El SIDA es el estado final del desarrollo de la infección VIH. Él no aparece rápido. Eso depende de muchos factores. Le voy a dar un folleto. Ahí está explicado de manera muy sencilla. —
Tomé el folleto y leí el título: «Con el VIH se puede vivir», pero ahí enseguida, lo doblé y lo guardé. A pesar del título tranquilizante, me asustó.
— Por ahora no me haré el análisis de sangre de comprobación y no le diga a Katya, por favor. —
— Por ley, esa información es estrictamente confidencial. No tengo derecho de comunicarle a nadie su status de VIH infectado: ni a su esposa, ni a sus familiares, ni a amigos, ni a colegas. Usted es quien tiene que actuar en ese sentido. —
Recordé las palabras de Guelashvili en el primer encuentro: un paso a un lado y te caes. Yo sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Yazgo en el abismo.
— Bueno… — De repente tenía al cirujano a mi lado. Me sacudió por los hombros e hizo detener el mareo que yo sentía. — Tómese este par de tabletas. —
— Que, ¿ya comenzamos? —
— Tómeselas tranquilo. — El médico lleno un vaso con agua y me dio las dos píldoras. — Este schock es normal. Usted todavía se está forzando. Tome un par de días libres en el trabajo. —
— Pero entonces, todos sabrán que me pasa algo. —
— Ok. Continúe a trabajar. Viva como si no pasara nada. Si siente sensación de pánico, respire como le dije. —
— Es todo? —
— Por ahora sí. Eso funciona. —
El médico se puso a hablar caminando por el corredor: de la batería de exámenes, de los análisis complementarios, de la escogencia de medicinas, mientras yo contaba las inhalaciones y exhalaciones: uno-dos, uno-dos… Algo no me permitía pasar de dos. Hasta mis queridos números me abandonaban.
4
La enfermera trajo a una decaída Katya a la oficina. Yo me apuré a abrazar a mi mujer que sollozaba, solo para que ella no notara el miedo en mis ojos. Pero Katya estaba extremadamente deprimida y solo pensaba en la hija. Con esperanza ella miraba al médico y este la tranquilizaba prometiéndole hacer todo lo posible. Guelashvili mencionó algo sobre la curación en Alemania y le dijo que ya había discutido los detalles conmigo. Con mi mejor rostro, yo asentí hacia Katya, mostrando con la mirada, que todo estaría en orden. Ella creyó, no en mis gestos infantiles, sino en su intuición maternal.
Yo llevé a Katya al auto y me puse al volante. Cuando íbamos al hospital, de antemano yo sabía que ella no podía conducir, pero yo no podía suponer que yo mismo estaba cerca de un schock.
— Pero que fue? ¿Por qué? — De vez en cuando Katya se decía a sí misma. — Como vamos a vivir ahora? —
Esas mismas preguntas me atormentaban, pero si mi esposa pensaba exclusivamente en su hija, yo me las dirigía a mí mismo.
— La van a curar, conseguiré el dinero, — murmuré, pero me di cuenta que poco convincentes sonaron mis palabras.
— Yo daría todo, con tal de que Yulia… — Katya se cortó y se puso a llorar.
A mí también se me salían las lágrimas, pero pude contenerme. Inhalar-exhalar. Uno-dos.
Dejé a mi esposa en casa y me fui al trabajo. Entrando al banco, me sentí encogido. Me pareció que todos me miraban de manera distinta y que, a propósito, se apartaban como de un leproso. ¿Será posible que ya tenga escrito en el rostro que estoy mortalmente enfermo?
— Grisov, te ves mal, — Oleg Golikov confirmó la sospecha. — Ayer llegaste primero que todos, hoy estás retrasado. ¿Alguna vez miras el reloj?
Sin esperar respuesta, ironizó:
— La gente feliz no mira el reloj. ¡Ataja! —
Oleg me lanzó la manzana cotidiana, pero yo, oprimido por esos pensamientos horrorosos, no reaccioné en absoluto. La manzana golpeó el teclado, hizo iluminarse el monitor y rodó por el suelo. Y cada golpe haría aparecer, a los dos días, una marca fea en la superficie del bello fruto, lo cual sería el comienzo del daño en la fruta. Eso trajo asociaciones horribles a mi mente y yo ya me veía con daños en mi organismo.
— Un asunto malo, — Golikov comentó sombríamente y clavó su mirada en el monitor. Viendo que yo continuaba postrado, involuntariamente murmuró: — Si, tenemos un problema. —
Yo no me movía, y entonces Golikov subió la voz:
— ¿Me estás escuchando, Yury Andreevich? —
— Que pasa? — reaccioné.
— Hay que chequear la interfase de los cajeros automáticos, temprano hubo una falla incomprensible, — respondió Oleg y volteándose no quiso explicar más.
Yo entré en la red interna del banco, leí los correos, vi los códigos de errores y traté de concentrarme en el trabajo. Sin embargo, mi mente estaba completamente llena de preguntas desagradables. ¿Cuándo me contagié? Y, ¿de quién? ¿Cuánto tiempo me quedaba de vida? Y de repente me entró una esperanza: ¿y si otro examen daba negativo? Dios mío, que esté sano. Me pondría a rezar, aunque nunca lo he hecho.
Si ese estado de ánimo se ponía insoportable, me concentraba en la respiración. Este método me ayudaba a apartar la inquietud. A quitarme mis propios terrores, meterme en el trabajo. Mis dedos comenzaron a recorrer el teclado, conseguía cliquear en los comandos. Pero la frágil tranquilidad enseguida se rompía por la preocupación por la hija. Su curación va a ser larga, y se va a necesitar mucho dinero, el cual solo puedo conseguir yo. Y, si de repente, mi enfermedad se desarrolla rápidamente y me tumba el SIDA. ¿Qué pasará con Yulia, con Katya y con nuestro hijo no nacido todavía?
Inesperadamente alguien me tocó el hombro. Yo volteé y vi el rostro estupefacto de Oleg. Tocó con su dedo mi monitor en los sobrecitos rojos intermitentes de las comunicaciones urgentes.
— ¿Qué te pasa Grisov? ¿Tú no lees los correos internos? El flujo de quejas colapsó el servicio de atención al cliente. Se bloquearon todos nuestros cajeros automáticos. ¡Todos! —
— Justamente me estoy dando cuenta de eso. — Vi el programa abierto y me sorprendió. Yo había cambiado algunas instrucciones en el programa, las había corregido, pero no recordaba, exactamente, que era.
— Mira, ¡lee! Nuestros colectores no pueden recoger los recibos, las tarjetas de acceso no funcionan. —
— Las tarjetas de acceso, — repetí como un eco y abrí la gaveta del escritorio para buscar la tarjeta plástica especial con la cual se puede recoger y testear todos los sistemas de los cajeros automáticos.
— Déjame ver. — Golikov me separó del monitor y comenzó a cliquear el teclado. Aquí está el error. Tú sobrecargaste el programa y ahí empezaron los fallos. ¿Qué cambios le hiciste? —
— Yo? Creo que ninguno. —
Yo, inútil, le daba vueltas en mis manos a la tarjeta plástica.
— ¿Crees? ¡Mira! De tú computadora salió el cambio. —
— No me acuerdo. — Dije sinceramente.
— Pero lo sabes. — Oleg sacudió la cabeza en desaprobación.
En mi mesa repicaba el teléfono de servicio. El indicador mostraba el número «1» lo que quería decir que llamaba el propio dueño del banco. Sentí náuseas. Ya tenía varias horas poniéndole atención a mi organismo en busca de alguna reacción hipocondríaca y mi organismo respondió a la espera provocadora. De mi estómago venía el vómito y salí corriendo al baño.
Golikov me acompañó con la mirada asombrada y, cuidadosamente, levantó el auricular.
— ¿Que pasa Grisov? ¿Qué mierda están haciendo? — Nuestro presidente Radkevich no escatimaba las groserías.
— No es Grisov, es Golikov. —
— Donde está tu jefe? ¿Porque no me responde el teléfono? ¿Qué pasa ahí? Los cajeros automáticos no están funcionando. —
— Boris Mikhailovich, la falla fue por culpa de Grisov, —
— ¡Eso no fue una falla, lo hicieron a propósito! Tengo pérdidas y ustedes no hacen un coño. —
— No es mi culpa, por mi trabajo respondo yo. Pero Yury Andreevich…
— Que estás queriendo decir? Habla claro. —
— Él sobrecargó el programa de control de los cajeros. Después de eso empezaron las fallas. —
— Por qué? ¿Fue un error? —
Golikov comprendió que ahí le surgió una oportunidad. No es pecado utilizar el error de su superior, si eso lo hace ocupar su sitio. Él habló rápidamente, bajando la voz y mirando, atentamente, la puerta:
— Boris Mikhailovich, temo por Grisov. No está bien de la azotea. Literalmente. Ayer llegó pálido, medio ido, y hoy está igual. Le pregunté cuales cambios había hecho en el programa y él lo no recuerda. Realmente no lo recuerda, los ojos vacíos. Tengo la impresión de que a Grisov le empieza a patinar el coco. Véalo usted mismo. Él podría hacer algo. —
— Ya lo hizo. ¿Puedes arreglar eso? —
— Puedo tratar. —
— Trata. Habla con otros empleados y le dices a Grisov que venga a hablar conmigo, inmediatamente.
Cuando volví del baño, en un estado horrible, encontré al colega en mi puesto de trabajo. Oleg, sin separarse del monitor, me informó:
— Radkevich te llama. Que vayas ya. —
— Justamente, yo también quería hablar con él, — murmuré yo, sumergido en mis problemas.
Tan pronto entré en la oficina del presidente, Radkevich me lanzó una mirada irritada y frunció el ceño con disgusto a la vista del pálido y desvencijado empleado.
— ¿En qué estás pensando, Grisov? —
— Quería hablar con usted. Necesito un préstamo. —
— Préstamo? —
— Doscientos mil euros. Mi hija… Aunque sean ciento cincuenta. —
— Que? — Radkevich saltó de su asiento. — Respóndeme una pregunta: ¿tú actualizaste hoy el programa de control de los cajeros automáticos? —
— Mire… — Yo me enredé.
— Que hay que mirar? A mí me dijeron que por tu culpa perdí plata. Y eres tan insolente que vienes a pedirme dinero. No, ¡no es una simple insolencia, es una burla! —
— Disculpe, a mí hoy… —
— A mí no importa que te pasó hoy! Ayer hablamos, aparentemente estuviste de acuerdo y entonces, hoy me saboteas. —
— No. —
— Eso no te lo acepto! —
— Trataré… —
Con desprecio, Radkevich me miró a la cara.
— Estás drogado? —
— Dos pastillitas nada más, tranquilizantes. — Respondí, pero me arrepentí de haberlo hecho.
— Pastillitas, o sea… — El banquero sacudió la cabeza y movió la mano como espantando algo. — No me toques más la computadora. Estás libre. Completamente libre. Estás despedido a partir de hoy, Grisov. —
— Pero como… — Ante mis ojos apareció mi hija enferma, y ante los de Radkevich la suma en el gráfico de las pérdidas.
— Vete! — Gritó.
Yo abandoné la oficina como en un sueño. ¿Será que mi enfermedad se ve en mi rostro? Apenas hoy me entero y ya es una pesadilla. ¿Y ahora que va a pasar?
En mi sitio de trabajo me recibió un cortés y disminuido Golikov.
— Mira viejo, me llamaron para decirme que no te permitiera acercarte a los computadores. Debes recoger tus cosas y… — La mirada de Oleg, elocuentemente, se dirigió hacia la puerta. — Disculpa, es orden de Radkevich.
Y solo en ese momento comprendí lo irreversible. Me están despidiendo. No voy a recibir ningún préstamo, y los préstamos viejos no voy a poder pagarlos. Nos quitan la casa, el carro, y todo eso, legalmente. Mi hija no tendrá la curación necesaria, mi esposa me odiará y seré un pobre y enfermo.
Una empleada de la oficina de personal trajo unos papeles para que yo los firmara.
— Yo tengo derecho a una compensación, — le recordé.
— Este no es el caso. — La mujer se sonrió levemente y recogió los documentos.
— Por qué no? En el caso de despido me deben… —
Pero la amable mujer ya había abandonado la oficina. Golikov había bloqueado el acceso a todos los computadores, excepto el suyo, y se enfrascó en su trabajo, como si yo no estuviera ahí. Me sentí impotente: soy un sobrante, están botándome. Y en ese momento sentí una gran indignación. ¡Ah, ¿sí?! No tengo nada que perder y pronto muero. Por eso puedo hacer lo que quiera. Por ejemplo, romperle la jeta al presidente.
Escribí en una hoja de papel el salario de tres meses, subí corriendo el piso y entré como una tromba a la oficina de Radkevich.
— Hicimos un convenio donde yo tengo una compensación de tres meses de sueldo. — Le puse la hoja de papel en el escritorio y me acerqué al director.
Éste respondió suavemente con una sonrisa torcida y sin esconder la burla:
— Métete ese convenio por el trasero. —
Le lancé el puñetazo por encima del escritorio, pero Radkevich, ágilmente, se cubrió con la lámpara de mesa. El golpe llegó a la pantalla de mesa y el vidrio se rompió, hiriéndome la mano. Cuando vi la sangre en mis nudillos me tranquilicé. Mi propia sangre me recordó el virus incurable que me consumía desde adentro.
— Vete pa´l carajo, ¡engendro! — gritó el banquero. — Me voy a encargar de que no te contraten en ningún banco. ¡Haz de cuenta de que tienes una etiqueta negra encima! —
La mención de una etiqueta me golpeó. El VIH es una etiqueta negra con la cual la sociedad estigmatiza a los desgraciados.
Comencé a retirarme. En el camino cayó en mi mirada la fotografía del trío de caballos la cual utilizó el dueño de la oficina para mostrar las gríngolas útiles para dirigir al caballo. Arranqué el cuadro de la pared y estuve a punto de estrellarlo contra el piso, pero en el último momento me di cuenta de que los caballitos me caían bien. Entonces salí con el bello poster en las manos.
A mi oficina no volví, me fui de una vez hacia la puerta. En la entrada del banco me detuvo el vigilante. El debía comprobar que el funcionario despedido no se llevaba algo valioso y confidencial. En mis manos solo estaba el poster.
— No puedes llevártelo, — negó con la cabeza el vigilante.
— Si claro, yo me salí de la yunta y tú, golpeado con el fuete, recibes tu ración particular de avena. — Le tiré el poster y salí del edificio.
El vigilante, confundido, olvidó pedirme el pase de entrada.
5
«Las desgracias no vienen solas», recordé el infeliz dicho. Se sobreentendía que las desgracias vienen por pares, aunque en mi caso particular, la cuenta continúa. La tragedia con mi hija, mi propia enfermedad, la preocupación y ahora esto: el viejo «Peugeot» no quiere prender. Claro, esto es una tontería en comparación con lo demás, ¿pero es que acaso necesito más contratiempos?
Oye Dios, siquiera en las cosas pequeñitas, ¡ten piedad! Pero es obvio que el todopoderoso no me escuchaba.
Le di al arranque hasta que la batería se descargó completamente dejé el carro y me fui al metro. La caminata monótona se correspondía bien con el procedimiento del médico: Inhalar-exhalar, uno-dos, inhalar-exhalar… Solo así pude tranquilizar mis nervios destrozados. No estaba apurado, caminé varias estaciones, de vez en cuando me sentaba y descansaba y llegué tarde a casa.
En la entrada de nuestro townhouse, al lado del «Volvo» de mi esposa estaba estacionado un «Ford» policial. «Llegó Sasha, pensé.
Mi hermanastro, Alexander Gromov, era capitán de la policía y prefería utilizar el automóvil de servicio. Mi mamá se casó primero con el profesor de Física, Grisov. De ahí nací yo. Después se casó con el oficial de policía Gromov. De ahí nació Sasha. Nuestros padres eran tan diferentes que Sasha y yo no nos parecíamos en nada. Yo era el mayor y a mí siempre me tuvieron como un alumno aplicado y tranquilo. Mi mamá se enorgullecía de mis éxitos en la escuela y siempre me ponía de ejemplo para mi hermano. Sasha era tres años menor y no mostraba mucho entusiasmo por la escuela, pero se destacaba por la seguridad en si mismo.
— Por fin apareciste! ¿Dónde estabas metido? Ni siquiera respondías el teléfono. — Desde el pórtico me regañó mi hermano. — Estábamos preocupados.
Alexander, su esposa Natasha y Katya se sentaron alrededor de la mesa en la cocina. Las mujeres se veían pálidas y deprimidas. Gromov, como siempre, estaba bullicioso y gesticulando demás. Él llenaba cualquier espacio, sobre todo si estaba bebiendo. Habíamos planificado celebrar nuestra nueva casa, pero la vida nos echó a perder los planes. El encuentro resultó triste.
— El carro se me accidentó, — me justifiqué.
— Siéntate, — Gromov golpeó la mesa a su lado y llenó dos copas de vodka. Se tocó el pecho con el puño y dijo: — Tengo un peso en el alma, hermano. Me imagino como estarás tú. Bebe, te hará bien. —
Él vació la copa de un golpe, con el rabo del ojo vio como Natasha acercaba su copa a los labios y, llevando un poco de choucrute a su boca, señaló con un dedo húmedo hacia la embarazada Katya:
— A ti, ni se te ocurra. —
Lentamente, vacié mi copa, pero no sentí ni sabor, ni bienestar. Me apretaba el pecho, como si me pusieran tornillos. No quería comer, ni beber.
— Te enteraste de algo? — le pregunté a mi hermano, cuando ya había tragado y alargó el brazo hacia la botella.
— Estamos trabajando en eso. Encuestas, interrogatorios…, todo como se debe. —
— Y entonces? — me empezaban a fastidiar esos pretextos.
— Por ahora sin suerte, como siempre en esas taguaras. Aunque el club «Hongkong» es pretencioso y caro, no tienen cámaras en el interior, para no molestar a los visitantes. Solo tienen una en la entrada. La vigilancia no controla lo que toman ni lo que huelen. Si se ponen exigentes, la gente se les va. —
— Revisaron el bar? —
— Alcohol puyado no hay, porque muchos se hubieran envenenado. Allá todo es simple y de más grados. — Gromov bebió y arrugó la cara, más por el disgusto que por el vodka.
— Cuéntame, — le exigí.
Sasha se inclinó hacia mí, para tratar de hablar en voz baja, pero su susurro fue más bien teatral y lo escuchó todo el mundo en la cocina.
— Encontramos una botellita de ácido acético bajo el sillón donde estaba Yulia. No tenía huellas digitales. Si hubiera sido ella misma…, habría tenido las de ella.
— Pero no pudo haber sido ella, — me disgusté. — Quien llevó el ácido? —
— Justamente, cualquiera puede comprar eso en un supermercado. Y en el club todos andan por todos lados. ¿Tú has estado en lugares así? —
— Hace un montón de años que no. —
— Eso es una penumbra, la música a todo volumen, la gente empujándose de un lado a otro, muchos drogados. Tú preguntas, y nadie vio nada, nadie sabe nada. ¿Como cayó Yulia allá? —
— Sabes… — Me callé.
Katya se puso a llorar y Natasha se apuró a llevársela. Gromov hizo una mueca y un gesto incomprensible con las manos: como diciendo, los nervios femeninos no son lo mío. Miró la botella de vodka vacía, la puso en el suelo y sacó una nueva de la nevera. Cuando se sentó de nuevo, golpeó con el pie la botella vacía y esta, con ruido, rodó por el piso. Nosotros no intentamos recogerla…, ¡que ruede lo que le dé la gana!
— ¿Y qué dice Yulia? — preguntó Gromov mientras abría la botella.
— No puede hablar. Tiene un tubo en la garganta. — respondí, apenas aguantando el disgusto.
— Que vaina, — Gromov asintió tranquilamente. Bebió, apretó el puño y lo movió, amenazando al espacio: — Encontraremos al bastardo y lo pondremos preso! Lo importante es que tú aguantes y Katya no haga tonterías. Bueno, tú sabes. —
Después de la siguiente copa, el tenedor recorrió el plato con el resto de la cena y, levantando la voz, el capitán de policía decidió cambiar el pesado tema. Puso una mano en mi hombro, a lo hermano:
— El «Peugeot» está jodiendo otra vez? Cambia esa carcacha. Cómprate uno bueno. —
Me sonreí y comencé el listado:
— Le compré un carro nuevo y seguro a Katya. A crédito. Ella lo necesita. Tenemos veinte años para pagar esta casa. Todavía hay que arreglarla, arriba no tiene divisiones, el niño pronto nacerá y serán más gastos. — Después de eso me sentí molesto, y quité la mano ajena de mi hombro. — No se trata de eso! Yulia está mal, hay que operarla en el exterior. Eso es mucha plata y tú me hablas de un carro nuevo. —
— Que vaina, — Gromov utilizó su expresión preferida. — Pero tú tienes un trabajo excelente y media vida por delante. Tú eres el jefe de tu sección. ¡Jefe! Y yo apenas soy capitán. A esta edad. Si yo fuera el jefe de sección… —
— Si, gran cosa, soy jefe. —
Quise decirle que me habían botado del trabajo, pero a último momento, me contuve. Mi hermano le contaría a su esposa y esta a Katya. Esto sería un golpe complementario para la embarazada y ella ya tenía los nervios de punta.
— Y tú sabes como se obtienen los ascensos en la policía? — Sasha ya estaba medio borracho. — Tienes que tener un padrino, o destacarte en un asunto. Como resolver algo grande, agarrar un malandro y que la prensa te hable de eso. —
— Bueno, ¡agárralo! — le espeté, teniendo en cuenta el intento de asesinato de mi hija.
— Estoy trabajando en eso, — Gromov asintió. — En nuestro cuadrante aparecieron unos delincuentes que están robando cajeros automáticos. Te imaginas como hacen: apagan las cámaras. ¿Como? No se sabe. Maltratos visibles, no hay. Los alambres están completos. La cámara no ha sido tapada. Si resuelvo ese asunto, puedo pasar a la dirección «C». «C», de ciberdelincuencia. Allá se gana más. —
— Yo te estoy hablando de Yulia, — me disgusté de verdad.
— Ahí hay un problema. Tampoco hay cintas de video. ¿Como se puede trabajar sin eso? —
— Con el cerebro, con los puños, con la fuerza. — Ya yo estaba arrecho, no solo con la policía, sino contra todo el mundo.
— A propósito de fuerza. Una vez se llevaron todo el cajero, otra, lo abrieron a mandarriazos. —
— Otra vez estás hablando de los ladrones. Para que abrirlos, es suficiente… — Metí la mano en mi bolsillo, toqué la tarjeta de acceso a los sistemas, la cual no me quitaron y se me salió: — Retrasados. —
— No, — Sasha no estuvo de acuerdo. — Cada vez piensan en algo nuevo. Para agarrar a esos tipos hay que actuar rápido, en caliente. A propósito, tú eres el especialista en esos cajeros automáticos, esas cosas electrónicas. Dime, como pueden… —
El repique del celular cortó la habladera de Gromov. Se puso el aparato al oído y, a medida que escuchaba, sus hombros se expandían, sus ojos se abrían irradiando emoción. Desde niño yo conocía ese brillo: hacia adelante, tumbando todo, sin pensar.
— Voy para allá! — exclamó hacia la bocina, saltando del lugar.
— Que pasó? — me preocupé.
— Quemaron un cajero automático, y apagaron la cámara otra vez. —
Con paso inseguro, Gromov se dirigió a la salida, tomó la chaqueta y sacó las llaves del carro. Traté de detenerlo:
— No puedes manejar, estás borracho. —
— Quien me va a parar? Yo estoy de servicio. —
— Estás loco. —
— Hay que perseguirlos en caliente, si no se van, — estaba inquieto el capitán de la policía.
— Mírate en un espejo. —
Lo empujé hacia el espejo de la puerta. De la respiración etílica se cubrió de vapor la superficie del espejo.
— Natasha me va a llevar. — dijo, con más sentido común.
— Vamos, te llevaré yo, — le propuse, ya que solo me había tomado una copa de vodka.
Yo no quería quedarme solo con Katya. Quizás se daría cuenta de mi ánimo abatido y empezaría a preguntarme y yo tendría que mentir y escabullirme. Mejor volver cuando ella estuviera durmiendo.
— Ok. ¡Vamos! — Sasha me palmoteó el hombro. — Como tú eres el técnico, verás las benditas cámaras y sabrás. Tú eres el experto. Las mujeres… Natasha se irá en taxi.
6
Durante los primeros minutos de manejo del «Ford» policial, sentí cierta rigidez en mi cuerpo. Me molestaban el radar, colocado sobre el panel de instrumentos, el radio portátil a mi derecha, el monitor extra en el centro y un montón de botones incomprensibles en la dirección.
Gromov, impaciente e inquieto en el puesto del pasajero, hacía comentarios:
— ¿Qué te pasa, acaso crees que llevas a tu esposa embarazada? Prende las luces del techo y dale gasolina. —
— Donde está? —
— Aquí! Y la sirena no está demás. —
El capitán pisó unos botones, sobre el techo del carro se prendieron unas luces roji-amarillas intermitentes y empezó a sonar la sirena. La música lumínica de la policía golpeaba los nervios, divertía el amor propio y ayudaba a ir a más velocidad ya que los otros carros se apartaban rápido. Sasha indicaba el camino e insistía en ignorar los semáforos. Yo sentía una rara sensación y por primera vez en mi vida, abiertamente, infringía la ley. Iba al volante como embriagado, subía la velocidad, me comía la luz roja, pero no sentía ningún reproche de conciencia. Al contrario, las adversidades que me abrumaban desde hacía dos días, pasaron a un segundo plano y yo me sentía un poquitico mejor.
Después que pasó el cosquilleo de los nervios por la carrera (lo digo por mí, mi hermano como si nada), llegamos a una calle ancha vacía, donde se construía una gran urbanización. El cajero automático que trataron de robar estaba en el vestíbulo de una agencia bancaria cerrada. Encontrar el lugar del crimen no fue dificultoso, ya ahí había una buena cantidad de carros de bomberos y policías.
Gromov saltó del carro apenas me detuve y, a grandes pasoso, se dirigió hacia el banco, haciéndole señas a un teniente que sobresalía.
— Petujov, reporta. —
El flaco teniente se acercó al capitán y empezó a hablar atropelladamente:
— Camarada capitán, durante el transcurso de las acciones operativas que … —
— ¡Resume, Petujov! —
— Los ladrones apagaron la cámara, inyectaron gas en el cajero, se escondieron tras la puerta y le pegaron candela. — El teniente señaló un cilindro vacío en el techo del banco.
— Se disparó hasta allá? —
— Lo hubiera visto! —
Me dio curiosidad y me acerqué. El lugar, con los vidrios rotos, olía quemado y el cajero se veía bastante dañado. Los pedazos de billetes quemados nadaban en un charco espumoso.
— Se llevaron el dinero, — Gromov sacudió la cabeza y, en voz alta, preguntó a Petujov. — Hay testigos? —
— Los vecinos vieron una furgoneta blanca alejándose, — puntualizó el teniente.
— En cual dirección? —
— Aquí hay un solo camino, — el teniente mostró con la mano. — Hacia el otro lado es calle ciega, por la construcción.
— Ya avisaron a los nuestros? —
— Ya hay varias patrullas en el caso. —
— Patrullas, — torció el gesto el capitán. — Te apuesto a que no encuentran nada. Voy a tratar de resolver aquí. —
Después de la carrera nerviosa sentí deseos de orinar y me dirigí hacia los arbustos. El seto recién plantado separaba una casa nueva del territorio de la construcción. Los arbustos estaban más abajo de la cintura y yo decidí ir más hacia la oscuridad, para que no me vieran desde el camino. Pasando por la entrada en el arbusto, con asombro vi un billete de mil pegado en las ramas. Lo tomé y vi que estaba quemado y olía a humo.
¿Como llegó aquí? ¿Lo lanzó la explosión? Dudoso, ya que hasta el banco hay cincuenta metros y no hay viento.
Busqué con la vista, y vi, no muy lejos en la tierra, otro billete de esos. Caminé un poco más y me petrifiqué. Bajo los arbustos estaba escondida una silueta oscura. Mi corazón me palpitó fuertemente y me quedé sin respiración. A tres pasos de mí yacía un tipo. No era un borracho, ni estaba muerto. Eso lo comprendí de inmediato porque la persona que yacía tensa, me miraba con atención y con simpatía. Hicimos contacto visual. Ambos callamos.
Este es uno de los ladrones, pensé con temor. No pudo escaparse antes de que llegara la policía y decidió esconderse aquí. ¿Qué hago?
— Yury, que estás haciendo por allá? — Gromov me llamó.
No me moví, pensando que el ladrón podría estar armado. Un brusco movimiento y ese me puede tomar de rehén. Estaba atrapado, no me atrevía a moverme: adelante estaba la construcción, detrás, la entrada entre los arbustos. El delincuente no me permitiría retroceder ya que podía exponerse.
El inquieto Gromov adivinó para que ya había ido a los arbustos y a él también le dieron ganas, entonces gritó:
— Te voy a acompañar. —
El ladrón se movió. ¿Irá a sacar el arma? Mis piernas casi se doblan, no me podía mover. Ahorita monta el percutor…
Pero, en lugar del sonido mecánico, escuché un suave susurro:
— Yury Andreevich. Está lista. —
Un frío me recorrió la espalda. El orden de las palabras y la entonación eran perfectamente conocidas por mí. La alarma se cambió por recuerdos. Diez años atrás yo enseñaba programación en la Casa de la Juventud para la creación científico-técnica. Los alumnos que terminaban la tarea primero se dirigían a mí con la expresión «está lista». Ellos se movían en su asiento y empezaban a explicar su éxito.
— Yury Andreevich. Está lista, — repitió el ladrón.
Me incliné para verle mejor los ojos al personaje acurrucado y lo recordé. Tras los arbustos se escondía uno de mis mejores alumnos. No recuerdo su apellido, pero la confianza en si mismo y su mirada atrevida se me grabaron en la memoria. El muchacho agarraba la teoría en vuelo, proponía soluciones originales, pero tenía problemas con la asistencia a clases.
Los pasos de mi hermano estaban cerca, ya estaba sobre la grama, acercándose a los arbustos. Ahora puedo no preocuparme por un ataque del ladrón, la policía está a dos pasos. Yo dudé. Una palabra mía y en mi ayuda, vendrían, además de mi hermano, los policías armados que están en el banco. El delincuente no podrá escaparse. Será curioso saber hasta donde llegó el talentoso muchacho. Ahora no me parece peligroso, sino indefenso.
Una palabra mía… Ahí están sus ojos suplicantes.
Apretujé los billetes quemados en la mano y los metí en mi bolsillo. Inesperadamente, para mí, salí de los arbustos y obstaculicé el camino a mi hermano.
— Yo puedo revisar como apagan las cámaras. —
— Ve a verlas, yo ya voy. —
— No entres ahí, hay sucio de perros, — detuve a mi hermano, y restregué, contra la grama, la suela de mis zapatos.
— En todas partes hay mierda. Bueno, vámonos a la división. — Gromov miró por encima de los arbustos, dudó un poco y agarró el celular. — Los ladrones pudieron escaparse por la construcción. Buscaremos a los perros olfateadores.
— Es una pérdida de tiempo. Mira la tierra está húmeda y ninguna huella.
— Es verdad. Tú eres inteligente, y los ladrones son retrasados mentales.
Gromov escupió y caminó rápido hacia el banco, lo alcancé. Me molestó la observación de mi hermano sobre las cualidades mentales de mi antiguo alumno.
— Por qué retrasados mentales? No cualquiera puede bloquear esas cámaras, — le pregunté.
— Exageraron con el gas, inyectaron más de lo necesario. Todos los billetes están quemados, tratan de utilizarlos y ahí los agarramos. No me extrañaría que hubieran salido heridos también y se dirijan a un primeros auxilios. —
En las manos del capitán sonó el celular. Era Petujov. Yo puse atención para oír al teniente:
— Encontramos la furgoneta blanca. Es una camioneta de servicio mecánico en las carreteras. En ella están dos hermanos gemelos de apellido Noskov, uno gordo y el otro flaco. —
— Petujov, estás escuchando lo que estás diciendo? Los morochos tienen que parecerse. —
— Pero estos son morochos y diferentes. —
— Los registraste? —
— No tienen dinero y, equipos gasíferos, tampoco. Solo parecen un par de pendejos. —
— Que dicen de que los vieron? —
— Pasaban por aquí y oyeron la explosión, se detuvieron un momento, pero entonces, decidieron irse. Vieron a un tipo en sudadera con capucha que iba corriendo. —
— Hacia dónde? ¿Hacia la construcción? —
— No, en sentido opuesto. Al llegar a las casas dobló a la derecha. —
— Había que empezar por ahí. ¿Descripción? —
— Contextura media, jeans oscuros, morral en la espalda. —
— Ya es algo. Escribe el reporte, yo organizaré la investigación. Después vas a revisar las enfermerías, el ladrón pudo haber salido herido por la explosión. ¿Me comprendiste? Estamos en contacto. —
Yo observé, con asombro y orgullo oculto como, después de las órdenes de Gromov, los policías salieron corriendo en dirección opuesta a donde se escondía mi exalumno, el ladrón. O sea, lo salvé. Yo continuaba a infringir la ley, la cual yo siempre había seguido. La persecución era inútil, yo había engañado a la policía y le di al delincuente la posibilidad de escaparse. ¡E hice todo eso sin pensar!
7
Profundas reflexiones sobre los complicados golpes del destino me mantuvieron despierto mucho tiempo en la noche. El joven vago consiguió escabullirse de una decena de policías con el dinero robado y por mi cabeza, respetuosa de la ley, pasa un infortunio tras otro. ¿Por qué el mundo es tan injusto? Yo no infringí la ley y él pasa a través de ella. Y, mi hermano, el servidor del orden público, dispuesto a manejar borracho por un beneficio personal. Para él no es tanto atrapar a los delincuentes como ascender en la policía. Cada quien piensa en si mismo, y no le importan ni la sociedad ni las leyes.
Me dormí al amanecer y cuando desperté, decidí que yo no estaba obligado a vivir por las reglas comunes. Mi vida pende de un hilo. Yo estoy condenado a muerte, inclusive sin salir de casa. ¿Cuánto dinero me queda? No estoy seguro de que llegue hasta el año que viene, entonces para que andar con cuidado y poco a poco. Los sueños normales: el año que viene me aumentan el sueldo y dentro de tres me ascienden a un cargo mejor, lo que traen son lágrimas de rabia y no una alegría oculta. ¿Para que planificar un futuro lejano si en cualquier momento puede caer la cortina negra? Bang! Ahora me ven, ahora no me ven. Terrible. Por eso, ahora, yo puedo arriesgarme, lo peor ya me sucedió.
Reconociendo mi triste situación, llegué a la conclusión de que yo debo actuar de otra manera.
Lo primero que hice fue hurgar entre las cajas de la mudanza recién desempacadas para buscar los CD computacionales. Todos esos disquitos tenían sus etiquetas con su nombre que ya había olvidado para que servía. Mientras desayunaba, yo iba colocando cada disco en el laptop para comprobar el contenido.
Katya se atareaba, alrededor de la estufa, con paquetes y envases. De repente todo quedó en silencio, sus brazos cayeron y mirando hacia el frente, desconcertada, dijo:
— Ella no puede comer nada, nada. Yulia… — Impotente, Katya cayó en la silla y se puso a llorar.
Miré la bolsa con los productos que se iban a llevar al hospital y sugerí:
— Quizás pueda beber jugo por el tubito. —
— No, ni siquiera jugo, — con aflicción, Katya lloró, agarrándose y sacudiendo la cabeza.
— Tranquila, piensa en el bebé. —
— Para ti es fácil dar consejos. —
— Yo también me preocupo. —
— ¡Si, ya veo! No te separas de la computadora, — inesperadamente, ella estaba iracunda. — Que te distrae? Y al trabajo vas a llegar tarde. —
— Voy contigo al hospital. —
— Puedo ir sola. Mejor vete al trabajo. Ayer llegaste tarde, hoy también. Te pueden botar. —
Bajé la vista, me tomé el té y salí de ahí, rápido. El reconocimiento honesto de mi despido ya me estaba alcanzando. En algún momento se lo diré, pero no hoy. Primero tengo que intentar realizar mi nueva idea. Coloqué el laptop en el maletín, también los CD y llamé al taxi.
En vez de al trabajo, fui al lugar donde el día anterior habían robado el cajero automático. Me acerqué al «McDonald´s» cercano. Ahí podría conectarme a internet y estar horas sentado, si quería. En uno de los discos encontré lo que estaba buscando, la base de datos de mis exalumnos de la Casa de la Juventud. Además del apellido, en el disco estaban sus direcciones electrónicas, teléfonos, fotografías y la lista de sus tareas hechas. En particular, la misma base de datos era un ejemplo de un trabajo exitoso hecho por los alumnos.
En una de las fotografías vi los mismos ojos negros del día anterior y enseguida lo reconocí: Fedor Volkov. Entonces tenía quince años, ahora tiene veinticinco y, en la mirada, la misma ambición juvenil y la auto convicción vulnerable.
Coloqué sobre la mesa el billete, medio quemado, de mil rublos que había hallado en los arbustos, lo fotografié y envié la imagen a la dirección electrónica de Volkov. Claro que el muchacho podía no haber utilizado ese correo hacía tiempo, pero el encuentro con el exprofesor lo haría recordar.
Y efectivamente, la respuesta llegó rápido.
«Gracias. Me salvó»
«Tenemos que vernos. Te espero», respondí yo.
«Donde está usted?»
«Adivina».
Esto era una prueba para la perspicacia general y el nivel de
comprensión computacional. En la fotografía del billete caía un borde de la bandeja del «McDonald’s» y por la dirección IP se podía saber en cual zona estaba.
No pasó una hora para que, a la mesa donde yo estaba, se sentara Fedor Volkov. Uno a otro nos estudiamos con atención. Fedor estaba cauteloso, su visión periférica trabajaba más de lo usual y sus manos las mantenía en los bolsillos de la chaqueta contra viento.
— Un poco ruidoso aquí, ah? — observó.
Le advertí:
— Con el rabo del oído escuché que la policía busca a un tipo en chaqueta gris contra viento. —
Volkov se quitó la chaqueta y se sentó sobre ella. Se quedó en franela. En su muñeca derecha tenía un tatuaje colorido.
«Quien se puya para divertirse, tiene VIH», pensé con tristeza. No me sorprendería que se fume su hierba y sea indiscriminado con las chicas. Si alguien preguntara: ¿quién de los dos tiene el virus?, todos apuntarían al chamo. Pero, desgraciadamente, una vida familiar juiciosa no es garantía contra una insidiosa enfermedad.
La mirada desconfiada de mi exalumno se suavizó un poco.
— Yo estoy muy agradecido con usted, Yury Andreevich. —
— Llámame Doctor. —
— Ah, ¿tenemos un plan? Entonces yo soy Zorro. —
— Pero tu apellido hace pensar otra cosa. —
— Usted tampoco se parece a un doctor. —
Ambos sonreímos. Era mi primera sonrisa desde el momento de la llamada nocturna desde el hospital.
— Bueno, Zorro, cuéntame ¿Qué hiciste después de la escuela? — le pregunté.
— Usted, por casualidad, ¿no trabaja para la policía? El tipo de uniforme lo llamaba por su nombre. —
— Es mi hermano. El es policía. —
— Hermano? — Zorro se levantó. — Yo, como que me voy.
— Siéntate! — Lo detuve. — Entiende esto: a él yo no lo voy a ayudar. Ahora, yo solo trabajo para mí mismo. —
Zorro digirió rápidamente lo escuchado, se relajó y me tendió la mano:
— Colegas. — Después del apretón de mano, volteó su cabeza hacia el mostrador: — Ya que estamos aquí, voy a comer algo. —
Me acerqué a él y le advertí:
— Pero que no se te ocurra pagar con los billetes quemados. — los ojos de Zorro mostraron sorpresa. Le expliqué: — Todos los puntos comerciales están alertados. —
Zorro volvió a la mesa con un café y una hamburguesa. Comió un poco y comenzó a relatar:
— Yo ingresé en la universidad tecnológica en la especialidad de seguridad informática. Hice dos cursos, pero después me aburrí. Para que perder tiempo si el diploma lo puedes comprar. —
— Y lo compraste? —
— La impresión es perfecta, no puedes diferenciarlo de uno verdadero. Pero trabajar… — Zorro hizo una mueca. — Eso, de estar en una oficina desde la mañana hasta la tarde en una oficina, no es para mí. —
— Y ahora destripas cajeros automáticos? —
— Esa es la última diversión que tengo. —
— Y es provechosa? —
— Depende. Ayer agarré cuatro kilogramos. La explosión fue ruidosa y mientras recogía el dinero, los Apóstoles se pintaron. La policía llegó rápido y tuve que esconderme ahí cerca. —
— Los Apóstoles? — Recordé la conversación de Gromov por teléfono: — ¿Los gemelos Noskov en la furgoneta blanca, el flaco y el gordo? —
— Pedro y Pablo. En la escuela se burlaban de ellos, y a mí se me ocurrió ponerles los Apóstoles. Desde aquel tiempo somos amigos y me respetan. Ayer ellos arrastraron a la policía tras ellos. —
— Fue pensado así? —
— No, fue casualidad, pero afortunado. —
— Tú eres sortario. — Yo bajé la voz para que no nos escucharan: — Pero cuatro kilos de billetes quemados no te ayudarán. Caerás cuando los saques. —
— Los cambio de nuevo en cajeros. Y gracias otra vez. —
— No resulta. El cajero automático no acepta un billete dañado, el tamaño ya no coincide. —
En los ojos de Zorro apareció la sospecha de nuevo:
— ¿Doctor, para que me llamó? ¿No será para hacerme un tratamiento psicológico? —
— Para advertirte. Y proponerte algo. —
— Espero que no sea confesarme. —
— Los Apóstoles realmente trabajan en mecánica? —
— Trabajan en toda vaina. Son buenos en todo. —
— Mi carro no prende. —
— Su especialidad, — aseguró Zorro. — Donde está? —
Me gustó su disposición para actuar inmediatamente. Le indiqué la dirección del «Jupiterbank», donde se había quedado el «Peugeot» y le entregué las llaves.
Zorro se rio:
— Las llaves no son necesarias. Déjeme llamarlos para que vayan allá enseguida. Los llamó, les explicó todo y me preguntó: — Le traen el auto para acá? —
— No sería malo, — asentí. — Estás seguro de su experticia? —
— Son los Apóstoles, — dijo Zorro, con ironía. — Cuéntelo como nuestro agradecimiento, por lo de ayer. —
— Gracias, pero no era de eso de lo que yo quería hablar. — Miré hacia los lados como un conspirador y le hice la pregunta importante: — Como haces para bloquear las cámaras de video? —
— Que pasó? ¿La policía todavía no lo descubre? —
— Todavía están tratando de adivinar. —
Zorro se envaneció:
— Ese es un aparato que yo idee, yo lo llamo «blockout». Lo pongo a un metro de la cámara o del cable y desaparecen las imágenes. —
Recordé que Volkov, todavía jovencito, reparaba, fácilmente, cualquier computadora o juego electrónico. A él venían, incluso profesores, hasta que el muchacho empezó a cobrar por las reparaciones. Podía hacer maravillas.
Me interesó como trabajaba el aparato:
— Obstruyes la señal de video? —
— Ese es el nivel primitivo. Intercepto la señal y puedo poner ahí lo que yo quiera, hasta pornografía. —
— Me imagino la reacción de los vigilantes. Podrías hacerte famoso. —
— Por ahora déjeme bloquear las imágenes, como un tonto inútil. —
— Eso es inteligente, — asentí yo y reflexioné.
Zorro es inteligente, calculador, arrogante, pero actúa torpemente. Demasiado ruido para un resultado mínimo. Para el delito elegante le faltan conocimientos especiales acerca del funcionamiento de los cajeros automáticos. Y yo soy el especialista en ese asunto.
— Zorro, quiero comprobar tu «blockout» en vivo. —
Volkov, de la sospecha, frunció el ceño:
— ¿Que pasa Doctor? ¿Qué tiene en mente? —
— Una conexión real a un cajero automático concreto. —
— Ja! ¿Y después qué? —
— Tú me ayudas a restablecer la realidad. Yo me llevo lo mío. —
— Del cajero? — Zorro se rio. — Y como piensa usted abrirlo? —
— Ese no es problema. Pero esta vez, en lugar de bloquear la imagen, hay que poner una fotografía. —
— Doctor, estoy confundido. Me huele a servir de carnada. —
— Tu parte es bloquear la cámara. Del resto me encargo yo. —
Zorro se reclinó en su silla, de nuevo miró a su exprofesor considerando si debía confiar en él.
— Y cuando tiene la intención de hacer eso? — le preguntó.
— Tenemos tiempo mientras los Apóstoles me arreglan el carro. —
— Ahorita? — se extrañó Zorro.
— Desde hace un tiempito me estoy apurando para vivir, — me sinceré.
— El cobarde inventó los frenos, ¿es así? — Zorro guiñó un ojo. — Nunca hubiera pensado que usted… —
— Quiere decir que estás de acuerdo? —
Volkov levantó las cejas y empezó a razonar:
— El blockout lo tengo en el carro, pero se debe encontrar el cajero apropiado, donde se pueda montar sin problemas. —
— Ya te resuelvo eso. —
En el laptop abrí, en la página del «Jupiterbank», la ventana de las direcciones de los cajeros automáticos. Tuve que exprimirme la memoria para recordar la sucesión de la carga de efectivo en ellos: ¿cuáles son los cajeros automáticos que llenan hoy?
Yo escogí uno de ellos y volteé el laptop hacia Volkov:
— Mira este. Allá podemos llegar en quince minutos. —
— Usted cree eso? — dudó Volkov.
— Créeme, allá hay dinero para agarrar. —
Zorro me miró a los ojos, vio mi resolución y aprobó con la cabeza:
— Voy a tomar un café para llevar, en el camino resolvemos los detalles.
El carro de Zorro era un «Subaru» con volante a la derecha, con los guardafangos arrugados y las puertas raspadas. Con escepticismo ponderé el feo aspecto del auto:
— ¿Y para que tienes tus amigos mecánicos? —
— La dirección y el motor están bien, también sus cuatro cauchos y la aceleración, pero la carrocería… — Zorro se cortó un poco, — Pero no me preocupo si tengo que irme rápido. Tome asiento. —
El cajero automático que yo había escogido estaba a la entrada de una mueblería. Adentro, prácticamente, no había clientes. Cuando iba pasando, Zorro pegó a la pared una cajita roja, parecida a las que tienen el botón de alarma de incendio, y entró a la tienda. Decidí no abrir el cajero enseguida y lo alcancé en el interior.
— Me dijiste que el aparato no se veía, — le susurré inquieto.
— Para esconder algo mejor lo pones a la vista. — Con cara de aburrido, Zorro iba mirando los sillones.
Tuve que estar de acuerdo con él. Sin embargo, el color rojo de la cajita, simbolizaba para mí el infierno que tenía que atravesar. Detrás de él hay otra vida, extrema y riesgosa.
— ¿Ya está funcionando el blockout? — me puse nervioso.
— Le tiemblan las rodillas? Podemos volver al carro. —
— No…, pero… Hay dos cámaras: una en el techo y otra directamente en el cajero que graba la cara del que está ahí. Quiero estar seguro… —
— En lugar de a usted, Doctor, están viendo otra cara. Como usted lo pidió. —
Recordé la foto que había escogido en internet y me tranquilicé. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. La enfermedad me liberó de muchos convencionalismos. Ahora puedo hacer lo que considere necesario, vivir duro, sin esperar la vejez. ¡Vamos!
Volví al cajero automático y puse la tarjeta de acceso, la cual tomé por casualidad de la oficina y puse la clave. En la pantalla apareció el menú. Perfecto, no han bloqueado la tarjeta. Escogí la operación: Carga de efectivo. Sonó el gancho de apertura…, yo hale la pesada puerta y el cajero se abrió. Adentro había pacas de billetes de mil y cinco mil.
Por lo menos había millón y medio de rublos y procedí a sacarlos.
8
La mayoría de los empleados subordinados prefieren no caer bajo la mirada del jefe, pero Oleg Golikov era de la opinión contraria. Él estaba convencido de que para recibir un ascenso debía ser visto por las instancias superiores. Todavía mejor, debía ser útil al jefe no solo en el trabajo, sino en la vida diaria, ¡jalar mecate pues! Una vez, Oleg había ayudado, calculadoramente, al chofer de Radkevich, a configurar el nuevo teléfono inteligente, a conectarse á internet, y enseñarlo a utilizar las nuevas aplicaciones. El chofer le contó eso al jefe. Y resultó: cada vez que aparecía un problema técnico, llamaban a Golikov. Las novedades tecnológicas se vuelven ayudantes irremplazables cuando hay una persona que las domina.
Una semana atrás Oleg había sido testigo de una conversación curiosa. Él había configurado la conexión entre todos los aparatos electrónicos de Radkevich y esa vez, a la oficina del banquero entró una muchacha elegante con apariencia de modelo.
— Estoy que ardo, me sacaron de la portada, — ella dijo, con indignación. — Van a poner a otra muchacha. Me lo habían prometido y en el último momento me sacaron. ¡Cabrones! —
— Oksana, no te preocupes por esas tonterías, — Radkevich se adelantó para abrazar a la muchacha.
Ella despreció el abrazo:
— Para ti es una tontería, pero para mí, es la cima de mi carrera. Calcula tú, yo le conté a todas mis amigas y alguna perra me… —
— Discretamente, Golikov salió de la oficina, pero a través de la puerta semiabierta oyó la esencia de la pelea. A Oksana Broshina, quien trabajaba como modelo, le prometieron ponerla en la portada de «Elite Style», la revista de moda, pero a último momento, la cambiaron por otra chica. Oksana trató de utilizar las conexiones de Radkevich para resolver la situación. El banquero llamó a alguien, averiguó, pidió, pero en definitiva le propuso a la chica otra revista. La amante se ofendió y salió, disparada como un cohete de la oficina.
Boris Mikhailovich apareció en la puerta de la oficina, le hizo una seña a Oleg y le dijo:– Hacia dónde fue? Muéstrale la salida. —
Golikov alcanzó a Oksana, la acompañó a la calle y, casi a la fuerza, la sentó en un café cercano. Se sentía inflado con la compañía de esa belleza en un lugar público. Él no ahorró en cumplidos, mostró comprensión y estuvo de acuerdo en que, la advenediza que destruyó el sueño de Oksana era una alpargatuda en comparación con ella.
Oleg comprendió enseguida que le había caído una oportunidad que no debía desperdiciar. Se ganaría unos puntos con el jefe, si demostraba que podía resolver cuestiones delicadas como esa. Y Oksana estaba tan buena, que él trataría de servirle a cambio de un agradecimiento futuro. Oleg le juró que iba a pensar en algo para ayudarla si ella, después, le mostraba alguna gentileza. Con estas palabras, él la miró, lánguidamente, y le apretó la rodilla bajo la mesa. Oksana no le apartó la mano. Y así, quedaron. Un inspirado Golikov le aseguró a Radkevich que él resolvería el problema. El banquero se sorprendió y, vagamente, dijo: «Bueno, si lo haces…»
Y Golikov lo pensó.
Ahora estaba sentado en la oficina del presidente, sintiéndose vencedor. Un problema bancario sirvió de pretexto formal: alguien había vaciado un cajero automático. Pero la noticia importante él la diría al final de la conversación, ya que las últimas palabras son las que se recuerdan mejor. Ellas son las que dejan la mejor impresión del encuentro.
— Boris Mikhailovich, sucedió un incidente desagradable, — Golikov empezó, suavemente.
— Que pasó? —
— De uno de nuestros cajeros desapareció un dinero. Como casualmente, abrieron el que se llenó hoy de efectivo. —
— Los muérganos los siguieron. ¿Cuánto se llevaron? —
— Ahí viene lo extraño. En el cajero faltan 393300 rublos. — Golikov puso le hoja de papel con la cuenta sobre la mesa. — El resto del dinero no fue tocado, y eso es cerca de un millón. —
Radkevich, dudoso, agarró el papel con las cifras.
— No hay errores aquí? ¿Como se pueden llevar esa suma? Los billetes más pequeños son de quinientos rublos. —
— Es correcto. El ladrón dejó un vuelto. —
— Como? — Radkevich tiró el papel. — Me quieres decir que un tarado abrió el cajero, tomó menos de la mitad de lo que había y además ¿dejo vuelto? —
— No es tan tarado el tipo, — negó con la cabeza Golikov. — Además no hay señales de violencia. Y lo más extraño… —
— Que más? —
— Nosotros revisamos la cinta de video. No hay daño en los cables, ni en la cámara, pero en vez de la imagen corriente, durante lo sucedido era la foto de un caballo lo que salía. —
— Como que de un caballo? — Ya el banquero estaba al borde.
— Mire. —
Radkevich tomó la fotografía. En su mano tenía una fotografía en blanco y negro, parecida a las que tenía en las paredes de su oficina. En ella había un potro encabritado, sin brida y sin silla, lanzado a la libertad.
Radkevich adoraba los bellos caballos, en la vida real y en las fotografías, pero esta vez arrugó el rostro, como si viera algo indecente. Él recordó la última conversación con Yury Grisov. Cuando salió, arrancó uno de los cuadros y tiró en la mesa una hoja de papel donde había escrito el monto de su compensación. Boris Mikhailovich buscó en sus papeles la exigencia del empleado despedido. La suma en las dos hojas de papel coincidían.
El banquero apartó la explosión de ira y, hasta con respeto, dijo entre dientes:
— Se salió con la suya. Buen punto. — Arrugó los papeles y los lanzó a la papelera. — Como abrieron el cajero? —
— Lo más probable, con una tarjeta de acceso. La falsificaron o la robaron. Hay que investigar a los empleados que pueden tener esa tarjeta… —
— Todavía no te diste cuenta, quien lo hizo? ¡Tu antiguo jefe! —
— Grisov? — Una chispa de venganza brilló en los ojos de Golikov. — Llamemos a la policía. —
— Para que sospechen de ti también? —
— A usted, yo nunca… —
— Eso es poco. Tú tienes que estar adelante en el trabajo. Bloquear las tarjetas de acceso, preparar nuevas, cambiar los códigos y claves, lo que se necesita pues, para que no vuelva a suceder. —
— Sonó el celular, que estaba en el escritorio del banquero. Radkevich y Golikov vieron la fotografía de Oksana en la pantalla. Radkevich no quería responder, pero lo hizo, haciéndole señas a Golikov para que saliera y dijo:
— Te dije, gatita, que yo mismo llamaría… —
— La advenediza no apareció y me llamaron! — alegre, lo cortó Oksana Broshina. — voy a salir en la portada de «Elite Style»! ¡Gracias, gracias, gracias!
A Radkevich le cambió el humor:
— Pero claro, yo por ti, siempre… —
— Eres un amor. ¡Te beso, te abrazo y todo lo que quieras! —
— Paso esta noche por allá. — El banquero prometió, seductor.
— Pero no hoy, gatico. Hoy no puedo, me voy a preparar, mañana son las tomas. —
— Entonces… —
— Después, después, yo te llamo. ¡Un beso! —
Radkevich apagó el celular y, curioso, miró a Golikov, quien se había quedado en la puerta, arriesgándose, porque ya sabía la noticia que comunicaba Oksana. Esa era la impresión conclusiva con la cual Golikov contaba. Él no había tenido tiempo de comunicar, él mismo, la agradable noticia. Ahora, su mirada era expresiva: «Yo lo prometí, modestamente cumplí».
— Espérate. — Radkevich llamó a Oleg con el dedo índice y, bajando la voz, le preguntó: — Lo conseguiste. ¿Como? Yo escuché que la otra chica había desaparecido. —
— Lo importante es el resultado, ¿no? — arrogante, miró al jefe a los ojos.
Se miraron uno a otro, como si quisieran leerse los pensamientos. Entonces Radkevich levantó la bocina del teléfono de servicio y llamó a la oficina de personal:
— Cambien el aviso de búsqueda de un director del departamento de seguridad informática por uno de ingeniero especialista. Ya el director lo tenemos, es Oleg Golikov. Preparen la orden para su nombramiento y me la traen para firmarla.
Radkevich miró, interrogadoramente, al subordinado: — Es justo? — Este asintió en silencio y se retiró.
Cuando volvió a su puesto de trabajo, Oleg, inspirado por su victoria, marcó el teléfono de Oksana Broshina.
— Hola, bella. ¿Mi parte la cumplí, cuando nos vemos? —
— Que apuradito. — juguetona, respondió la modelo.
— Tú tampoco querías esperar al próximo número de la revista. —
— Ok. Nos vemos después de que yo me vea en la portada. —
9
Mi corazón se me salía del pecho. No debía correr, levantaría sospechas. Pero me apuré para llegar al carro de Zorro, colocado, inteligentemente, un poco lejos del cajero automático. Vaciar el cajero no resultó tan difícil. Lo importante era dominar los nervios, lo demás era asunto de técnica. Técnica moderna, en el sentido literal de la palabra. El «blockout» y la tarjeta de acceso con los códigos hicieron su trabajo.
Zorro y yo llegamos al «Subaru», simultáneamente, desde lados diferentes. Fedor se sentó frente al volante y puso la cajita roja en sus rodillas. Yo me senté al lado.
— Hay algo que no entiendo Doctor, ¿hoy es su día de actividad benéfica? — Fedor me juzgaba, moviendo los ojos. — Pudo haber tomado más!
— Yo agarré lo que me pertenece. —
— Ahí quedó un millón! —
— Vámonos de aquí. —
Zorro soltó una palabrota, aceleró y condujo callado algunos minutos. Después, de mala manera, preguntó:
— Ahora, ¿para dónde? —
— Detente, ya nos alejamos suficiente. — Yo conté la mitad del dinero y se la extendí a Zorro. — Esta es tu parte. —
— Gracias, benefactor. — Zorro puso el dinero en su bolsillo y guardó el blockout en la guantera. — Y el caballo en la foto? ¿Es su firma? ¿O es un amuleto? —
— Es un regalo para un conocedor de caballos. Espero que le haya gustado. —
— No se rajó usted? —
— No te decepcionaré. —
— Entonces vamos al próximo cajero, mientras no hayan bloqueado la tarjeta de acceso, — propuso Zorro.
— Por ahora es suficiente. —
— Y yo pensé que ahora éramos compañeros y decidiríamos en conjunto. —
— Estás pensando en la dirección correcta. ¿Estás preparado para gastar el dinero ganado en una sociedad? —
— Que sociedad del carajo? —
— Para comenzar, hay que alquilar un sótano con dos salidas. Comprar una máquina tipográfica para imprimir tarjetas de presentación y otras tarjetas. La lista te la envío ahorita por el correo. —
Un archivo que había preparado en la mañana en «McDonald´s» se lo envié desde mi teléfono. Zorro lo abrió en su teléfono inteligente, comenzó a leer y sin esconder su escepticismo:
— Computadora, impresora láser, papel, tintas… Usted se volvió loco Doctor. ¿Usted quiere gastar lo obtenido en imprimir tarjetas? —
— Y por qué no? — Hice una pausa y expliqué: — Si son tarjetas especiales referidas a símbolos de dinero. —
Zorro se apartó:
— Imprimir falsificaciones y metérselas a las viejitas en los mercados? En todos los negocios revisan los billetes. —
— Tienes razón. En los billetes actuales hay cerca de veinte marcas de protección. — Yo se lo demostré, volteando y doblando un billete de cinco mil rublos. — Lo más complicado es el papel especial. Cualquiera se da cuenta al tacto: es denso, crujiente, los dedos sienten el relieve. Ese papel lo hacen con algodón puro. Y hay marcas de agua, microimpresiones, banda magnética, tinta especial, que cambia de color con cambios de ángulos de visión. —
— No necesito esas lecciones, se sobreentiende que no haces un carajo con tratar de falsificarlos. —
— Hacerlos exactamente no se puede, — estuve de acuerdo.
— A eso me refiero. Sacamos uno o dos papeles y nos agarran. —
— No me escuchaste bien. Las marcas de protección son muchas, pero el cajero automático solo comprueba cuatro o cinco de ellas y los terminales de pago, menos. Y yo, por cierto, se cuáles. —
— Está bien, pero cinco marcas de protección no son pocas, de todas maneras. Y con nuestra imprenta, — Zorro frunció el ceño y mostró la lista de objetos en la pantalla de su teléfono. — sacamos un cuadrito bonito? —
— Otra vez no escuchaste. —
— Transmítalo, pues. —
— Tú tienes billetes verdaderos parcialmente quemados. Con marcas de protección que podemos utilizar. — Yo hablaba pausadamente para darle a mi interlocutor la posibilidad de comprender mi idea. — De cada uno se pueden hacer diez. Para el cajero automático basta una parte de la banda magnética. ¿Entiendes? —
— De un billete se pueden hacer cuantos? — Zorro comenzaba a agarrar la idea.
— Papel especial y tinta especial no se necesitan. Vamos a utilizar fragmentos de los billetes verdaderos. —
— La idea es interesante. Estoy listo para intentarlo. Solo que la ganancia de hoy no es suficiente para la compra del aparataje. —
— Hay que añadir unos rublos. Vamos. —
Le mostré el camino y le pedí que se detuviera frente a una agencia grande del «Sberbank».
— Este es el lugar? — Los ojos de Zorro estudiaron la situación. — Hay mucha gente, no se puede bloquear la cámara. Mejor nos vamos. —
— Vamos a comprobarlo. Espérate aquí. — Salí del carro.
— Y el blockout? — preocupado, gritó Zorro, pero yo no le puse atención y me dirigí al banco.
Yo estaba seguro de que, el próximo cuarto de hora, Fedor Volkov estaría sentado como sobre alfileres y pensando: «En que me metí? ¿No sería mejor irme?» Seguramente se le vendrían ideas como que, yo me arrepentí, que me sentiría intocable y que yo lo traicionaría. Cuando salí del banco vi el destartalado «Subaru» en el mismo sitio, entonces me sentí agradecido a Fedor. Los nervios del tipo son fuertes, se puede trabajar con él.
Zorro, incrédulo, miró mi rostro de hielo. Entré al carro y le extendí una paca de billetes:
— La cantidad que falta.
— Que? — Se le salían los ojos.
— Tengo una cuenta ahí. Saqué mi plata. —
— Pudo habérmelo dicho. — gruñó mi compañero. Zorro abrió la puerta y recogió el blockout que estaba delante de la rueda. — Ya lo iba a aplastar, por si acaso. —
Su cuidado y precaución también me gustaron. Esas son cualidades necesarias para mis planes. Entonces fui a lo concreto, como si lo hubiera pensado bien y decidido hace tiempo:
— Empezamos un negocio juntos. ¿Las ganancias?: cincuenta-cincuenta. Nuestro capital inicial se forma del dinero en efectivo y la propiedad intelectual. Yo pongo este dinero y tú, los billetes quemados. Yo, mis conocimientos sobre la parte técnica de los cajeros y los billetes. Tú, tu blockout. Y lo más importante. Nuestro negocio es secreto, por lo tanto, ningún contrato y nada de habladeras. — De acuerdo? —
— Un pacto de caballeros? Ok. —
Nos dimos las manos. Le entregué el dinero. El sopesó el paquete y preguntó:
— Cuando empezamos? —
— Ya lo escuchaste, estoy apurado por vivir. Busca el sótano y compra los aparatos. Empieza ahora mismo. —
— Yo pensé que hoy celebraríamos nuestro acuerdo. —
Lo miré de tal manera, que él levantó las manos en señal de sumisión, pero desconcertado por mi impaciencia.
— Yury Andreevich, que estaba haciendo usted hasta ahora? —
— Nadaba con la corriente, hasta que caí en el torbellino de agua. Ahora decidí montarme en la lancha rápida para ir adonde me de la gana. —
— Chévere. —
— Y, no se te olvide, Fedor, a partir de ahora, yo soy el Doctor y tú, Zorro. —
No pudo responder enseguida porque repicó su teléfono. Escuchó, asintió y pegándose el celular en el pecho, se dirigió a mí:
— Arreglaron su «Peugeot» y lo llevaron a McDonald´s. Quiere agradecer, personalmente, a los Apóstoles? —
— No es conveniente que me vean. Dales las gracias y que se vayan. —
— El agradecimiento, de parte de quien? —
— Del Doctor. —
Ya me estaba acostumbrando al apodo.
10
Tomé el tenedor, mi mano quedó suspendida un momento sobre el cuenco con la ensalada. Normalmente, Katya y yo comemos la ensalada del plato común, pero decidí no hacerlo más. Claro que yo leí el folleto sobre el vivir con VIH, donde afirman que el virus no se transmite por la comida, pero eso es en teoría. Se trata de la persona más cercana a mí, la mujer amada, la que lleva a mi hijo en su vientre. Ya nos habían dicho cual era el sexo del bebé y yo me culpaba solo por una cosa, que no habíamos pensado en aumentar la familia los diez años anteriores. Si yo contagio a Katya, no lo quiera dios, entonces al future bebé lo espera la misma suerte. No, lo que sea, pero no eso.
Yo acerqué la ensalada a mi plato. Si ella me preguntaba sobre eso, le diría que me había resfriado y que no quería contagiarla. Pero Katya no estaba pendiente de esos escrúpulos. Ella terminó de comer rapidamente y siguió, atareada, golpeando la tableta con las puntas de los dedos, buscando algo en internet.
— Es poco, — dijo, apartó la tableta y llevó los platos sucios al fregadero.
Empezó a correr el agua y a oírse el roce de la esponja dura sobre los platos. Yo le eché un vistazo a la pantalla de la tableta y vi ahí la calculadora.
— Que estás calculando? — Sentí curiosidad.
Katya respondió de buen ánimo. Se sentía que estaba, particularmente, interesada en eso.
— En la cuenta tenemos ahorrado para la remodelación del ático. —
— Por ahora no remodelaremos, — corté, apartando la vista. Ella todavía no sabe que la cuenta está vacía. Si le digo en que estoy planificando gastar el dinero, entrará en pánico.
— Yulia debe ir a tratarse a Alemania. En la cuenta no hay dinero suficiente, pero si vendemos el «Volvo»… Yo vi los datos del carro, está nuevo, tiene pocos kilómetros, podríamos ganar… —
— De que estás hablando? El auto está en garantía, el banco se quedaría con todo el dinero. —
Hizo una mueca de desconcierto, después me propuso:
— Y si engañamos al banco? —
Katya cerró la llave del agua y volvió a la mesa. Tenía puesto un mono deportivo que ya era muy viejo. Podría comprarse ropa especial para embarazadas. Me daba vergüenza que ella economizara en ropa por nuestras deudas. Tomé su mano.
— No podemos engañar al banco. Tenemos que tener su aprobación para vender el carro. —
— Y la casa? —
— Más aún. En la declaración de propiedad hay unos gravámenes incluídos. Nosotros soñamos con esta casa. —
— Trata de llegar a un acuerdo con el banco. —
— Yo no puedo estar pidiendo eternamente. —
Katya me miró como si yo me negara a la curación de nuestra hija. Se disgustó:
— Hay que hacer algo. No me encuentro, me retuerzo pensando como salvar a Yulia y tú… —
— Yo también me estoy rompiendo la cabeza. —
— Pide un adelanto de tu sueldo. O un crédito con un período de gracia. Katya cambió la ira por la dulzura, me abrazó desde atrás, pegando su mejilla a mi frente. — Tú trabajas en el banco hace mucho tiempo, ahí te aprecian, explícales la situación, te comprenderán. —
— Otro préstamo, — Me sonrojé sin saber que decir, — no me van a dar. Yo acordé con el banco un período de veinte años. —
— Pero se trata de nuestra hija. Yo puedo ir contigo, les suplicaré. ¿El Radkevich ese, no es un ser humano? —
Me salí del abrazo femenino y casi dije, como esta personita buenecita me botó del trabajo sin ningún beneficio. En el último momento me contuve, bajé la cabeza y prometí:
— Conseguiré el dinero, vas a ver. —
— Cuando? Yulia no puede esperar. —
— Actuaré rápido. —
Mi rostro no reflejaba optimismo y Katya no esperó para reprocharme:
— ¡Si, lo vas a conseguir! Por ahora solo gastas. Hoy reparaste el «Peugeot». —
— Me lo hicieron unos amigos, de gratis. — respondí, desafiante.
— Para cobrarte después. —
De repente realicé que, a partir de hoy, tengo un círculo de amigos completamente nuevo, en nada parecidos a los colegas anteriores. En esencia me metí en una aventura riesgosa con personajes que no conozco. No tienen nombre ni apellido, solo apodos: Zorro, Apóstoles. Y ahora no hay ningún Yury Andreevich Grisov, sino un abstracto Doctor.
Para apartar las ideas desagradables, me levanté de la mesa y prendí la tetera:
— Bebamos té. ¿Dónde está mi taza? —
— Agarra cualquiera. —
Yo siempre agarraba la primera que veía, pero ahora decidí insistir:
— Los Gromov me trajeron una para Navidad, ¿recuerdas? Me la trajeron de Egipto. —
— En alguna parte está. Después la busco. —
— La quiero ahorita. —
Mi esposa me miró como reprochándome: que quisquilloso.
— Yo creo que está en la caja de regalo todavía. —
La busqué, la encontré y bebí té ahí. Ahora voy a hacer así siempre. Esta es mi taza, no se puede confundir y, además, es muy grande para Katya. Me tranquilizó esa idea.
Antes de acostarme miré, con aprehensión, la sala de baño de nuestra habitación. Teníamos en común el inodoro, la ducha, el lavamanos y, al menos, teníamos toallas diferentes. Estiré mi mano hacia los cepillos dentales. Tres cepillos parecidos en un vaso, solo se distinguían por algún colorcito. ¡Eso era peligroso! El mío era azul oscuro, el de ella, azul claro, pero no me podía confiar. Las encías sangran a veces, y podría suceder lo irreparable.
Me eché agua fría en la cara. Debía poner otro vaso para mi cepillo, pero entonces no podría evitar las preguntas. ¡Cuanto había cambiado mi vida, ese virus maldito se metía hasta en los detalles!
Me cepillé los dientes y rompí el cepillo. Mañana voy a comprar uno nuevo, pero completamente diferente a los que quedan.
Yo tomé el laptop con la intención de acostarme tarde, de tal manera que Katya estuviera dormida. Pero no dormía, todavía preocupada. Ella puso su cabeza en mi hombro y me pegó su hinchado y tibio vientre. Yo la abracé y, entre los dos, latía el corazoncito del futuro bebé.
— Yury, seguro vas a conseguir el dinero? — me preguntó con mucha seriedad.
— Claro, — le dije, tratando de que mi voz sonara segura.
— No podemos perder tiempo. —
— Lo haré lo más rápido posible. —
— Para las operaciones de Yulia se necesita mucho dinero. —
— No te preocupes, para la casa, yo hallé el necesario. —
Agradecida, me besó en la mejilla.
— Si quieres…, si te hace falta… — Katya se volteó, dobló sus piernas y pegó sus nalgas de mi cuerpo. — Pero ten cuidado. —
Yo me separé. Sentí terror, pensé en las pesadillas que me recorrían internamente. Virus invisibles y perjudiciales recorren mi organismo y no estoy en condiciones de luchar contra ellos. Soy una bolsa caminante llena de virus. El peligro más inmediato para mi esposa y mi hijo. Que me joda yo, ya viví suficiente, pero el bebé que está por nacer no debe sufrir.
No, desde hoy, nada de sexo. Lo mejor sería dormir separado o, por lo menos, con diferentes cobijas. Pero tendría que decir que estoy infectado. ¿Con cuales palabras? ¿Como explicarle a Katya? ¿Qué va a pensar ella? ¿Como decirle eso en su condición? Sus nervios ya están en el límite por lo de la hija y si le hablo de la fea enfermedad…
Nooo! Eso la destrozaría. Mejor esperar. Hay que resolver un problema, al menos. Debo conseguir el dinero para la operación de Yulia. Y yo haré lo que sea para la curación de mi hija.
— Mejor durmamos. — le dije e, instintivamente, me separé de ella.
11
Yo me acerqué a la dirección indicada y, sin salir del carro, observé los alrededores. Dicen que demasiada precaución te lleva a la paranoia, pero esta es la menor de las amenazas que se ciernen sobre mí. Cuando ya tenía todo el entorno controlado saqué mis conclusiones.
En la planta baja del anexo al conjunto de edificios de apartamentos había un supermercado pequeño. A estas residencias se podía acceder desde todos lados. Un poco más allá en la calle había una parada de autobús y la entrada a una estación del metro, adonde se dirigían los habitantes de los edificios cercanos. El típico y enorme conjunto residencial estaba dividido, en la mitad, por una carretera ancha. Un lugar de mucha gente, que se apura hacia alguna parte y, donde nadie le pone atención a nadie. Para un pequeño laboratorio es una buena escogencia. Solo tengo que convencer a Zorro que no estacione el «Subaru» destartalado cerca del abasto y, que cada vez, lo estacione en un nuevo lugar, para que nadie se acostumbre a verlo.
Como fue acordado por teléfono, encontré a Zorro, dentro del supermercado, en la estantería de vinos. Él miraba las botellas sin demasiado interés. Me paré a su lado como un parroquiano casual.
— Hola, Doctor, — me susurró Zorro, sin mirarme. — Nuestra oficina está bajo nuestros pies, la entrada está detrás del abasto. —
— ¿Trajiste el aparataje, no se te olvidó nada? — le pregunté, secamente.
Zorro, esperando un cumplido, tomó mis palabras como un reproche. Torció el gesto:
— Tengo dos días moviéndome de un lado a otro, primero busqué el lugar, luego, los aparatos. Tuve que comprar muebles, ahí no había ninguno.
— Baja primero. No cierres la puerta, — le ordené y pasé a otro lugar del abasto.
Zorro salió. En la cestica eché café instantáneo, galletas de avena y azúcar y me dirigí a la caja. En mi alma cosquilleaba un sentimiento de renovación agradable: toda la vida yo había sido un simple tornillo en una gran estructura, como una cajera que saca facturas. Ahora soy el dueño. El ciudadano utilitario Grisov se convirtió en el inflexible Doctor, cuya grisitud quedó en el pasado, y en el futuro, como dice el dicho: sin mirar atrás. Además, con el cambio de nombre hay un cambio de perspectiva, estoy convencido de eso.
Sin embargo, la alegría se me vino abajo, apenas miré la «oficina» en el sótano.
— Y donde está la salida de emergencia? Ya te lo dije, nosotros no vamos a jugar jueguitos. —
— Esto es lo mejor que encontré. Usted me dio dos días para buscarlo. Trate de hacerlo usted, — Zorro se disgustó.
Parece que estoy forzando la barra. El muchacho trabajó bien, pero alabarlo es temprano todavía y no vale la pena pelear por pequeñeces.
— Ok. Ya pensaremos en algo. Ahora, — le eché una mirada a las cajas con las cosas: — Tenemos mucho trabajo hoy. —
A las tres horas ya habíamos acomodado los estantes y mesas, los aparatos, los materiales y líquidos químicos en el orden necesario. Zorro se secó el sudor de la frente y, con gusto, se sentó en el cómodo sillón. Me lavé las manos y recordé:
— Olvidaste comprar el dispensador de agua, papel higiénico y servilletas. —
— Eso no estaba en la lista. Lo que… —
— Hace falta algo para la producción de las tarjetas, — corté el disgusto del socio. — Vamos a estar aquí algún tiempo. Corre al supermercado y trae una tetera, yo voy a trabajar. —
— O sea, usted va a trabajar y yo, a hacer diligencias. —
Me di cuenta de que el muchacho es muy susceptible, mejor lo alabo un poco.
— Tu aporte a la empresa es grande: el lugar, los aparatos…, es importante eso. —
Tomé uno de los billetes de cinco mil quemados y lo empecé a picar con las tijeras. Viendo que Zorro no salía, levanté la vista y traté de hablar suavemente:
— Nos merecemos un café. Para eso necesitamos una tetera y tazas. —
Zorro se mordió los labios y salió. Cuando me quedé solo, saqué las tabletas y me las tomé con agua del chorro.
El día anterior yo había visitado el centro local de SIDA. Allá me incluyeron en la lista para recibir, gratuitamente, el genérico indio. De esas tabletas tenía que tomarme doce al día. De una voz monótona, el aburrido médico infectólogo, me advirtió sobre los efectos colaterales de las pastillas: nauseas, mareos, baja de la hemoglobina, fiebre. Prometí someterme a esa terapia.
Me sentí aterrado por la degradante cola de infelices, como yo, que se someterían a otra curación por el método de ensayo y error. Una vez más me convencí de que hay médicos de dios, pero de que también hay médicos, que ni lo quiera dios. Yo volví adonde Guelashvili y le supliqué que me ayudara. Afortunadamente David Shotaevich lo hizo. Me explicó, que existen compuestos efectivos que están en una sola tableta que se toma por día, en vez de doce, pero que son caros.
Otra vez el dinero, ¡maldito dinero! ¿Las siete plagas? Una sola respuesta, la tengo. Ahora tengo en mis bolsillos tres cajas de medicinas, que no voy a dejar que vea mi esposa. Las repugnantes pastillas me recordaban la enfermedad incurable y me obligaban a atender a mi propio organismo en busca de síntomas mortales y que me echaban a perder mi estado de ánimo.
— Algo no está bien? — preguntó Zorro, quien acababa de llegar, viendo mi gesto agrio.
— Todo está bien. — Me incliné hacia los instrumentos y le pedí que pusiera a calentar la tetera.
Para el inquieto Zorro, el tiempo en el sótano pasaba muy lentamente. Bebimos café, la tetera se enfrió y él se aburrió, viéndome trabajar. No tenía tiempo de explicarle, yo estaba entusiasmado con la creación de nueva tecnología y, poco a poco, me acercaba a mi meta. Varios instrumentos estaban conectados a la computadora y, de las botellas abiertas, salía olor a substancias químicas. Periódicamente se imprimía una lista de cuadritos. Yo los estudiaba, los corregía, los pegaba, les añadía solventes, les pasaba un rodillo caliente y volvía a imprimir.
— Pronto estará listo? — preguntó Zorro, pateando una caja vacía en el suelo.
— Bota la basura, — le sugerí. — Y no la empieces a tirar por todos lados.
Zorro masculló algo, pero empezó a recoger las envolturas rotas. Cuando él volvió, yo tenía, agarrado con unas pinzas, un pedacito de papel, parecido a un billete, y ponderaba el resultado.
— Vaya! ¿Por fin? — Zorro tomó el billete y comenzó a observarlo. Su rostro mostró dudas. — Doctor, usted se equivocó. Hay un error de imprenta. Y leyó en voz alta: — Cinco mil bublos. —
— Así lo quería yo, — le aseguré y, estirando mi cuello y los hombres, me recosté del espaldar del sillón. — Recuerda que no somos unos falsificadores, sino impresores de dinero de juguete: bublos. —
— Y que hacemos con estos envoltorios de caramelos? A kilómetros se ve que son falsos. —
— El celular está a tu nombre? —
— No soy idiota. —
— Entonces ve al cajero automático y haz un depósito. Pero no aquí arriba, agarra el metro y ve a uno alejado. —
— Y usted cree que el cajero no me va a rebotar? — Zorro dudó.
Las largas horas de trabajo en el sótano me tenían cansado y no tenía ganas de explicar detalles técnicos. Yo salté, nervioso, tocándome la cabeza con la punta del dedo.
— El cajero automático no tiene cerebro, yo sí. Aquí está la materia gris con sus circunvoluciones que se prepararon para esto durante veinte años. Si, ahí tienes una barajita. ¡Así fue pensada! Yo no te estoy engañando a ti, sino al cajero automático. Ese aparato de hierro blindado no tiene cerebro, sino lucecitas que comprueban algunas marcas. ¡Y esas marcas necesarias yo las puse ahí!
Descansé y me senté. Después de una pausa, Zorro, tímidamente, preguntó:
— Voy? —
— Si, — cansado, asentí, apenado por la erupción.
Cuando me quedé solo, yo me hundí en dudas. ¿Yo controlé todo? ¿Está bien lo que hice, cualitativamente? Si, yo conozco todas las sutilezas de la programación bancaria. Conozco bien las marcas de seguridad que comprueban los cajeros automáticos. Yo hice un papel que tiene todos los elementos de un verdadero billete de banco y el lector del cajero debe tomarlo como dinero normal. Pero un asunto es la teoría y otro, la práctica. Este es mi primer experimento. ¿Como resultará?
El socio tardó mucho. Fue una espera insufrible. Cuando, por fin, la puerta se abrió y Zorro entró, yo no levanté la cabeza. No quise adivinar que había pasado por la expresión de su cara y el corazón lo tenía envuelto en dudas. Esperé las palabras. ¿Venía un regaño o una alabanza? ¿Victoria o derrota? ¿Yo invertí correctamente los últimos ahorros de la familia o los gasté en una loca aventura? Yo soy un cretino o…
— Doctor, ¡usted es un genio! — Zorro voló hasta mí y me palmoteó el hombro. Se sentía el aliento alcohólico. — La máquina estúpida se tragó el papel, como una golosina, y ¡pum!, me lo anotó a mi cuenta, cinco mil rublos y no bublos. —
Fedor sacó el celular para mostrar la confirmación de la operación. Quité su mano de mi hombro, me levanté y me estiré cuanto pude. Mi ánimo subió un poco. Él me llamó genio. Otro apodo en mi vida gris. Reconozco que es agradable. Pero nadie debe enterarse de eso. Yo soy el genio gris del mundo subterráneo. Recorrí con la vista el incómodo sótano con un piso que no se había lavado hacía tiempo, con paredes gastadas y tenues lámparas colgadas del techo. Ahora este era mi laboratorio. Esta era mi oportunidad de proveer a mi familia antes de que yo los abandonara para siempre. Y el lapso para que llegue el final era desconocido para mí. Es posible que tenga las semanas contadas. Por eso tengo que apurarme.
— ¿Bebiste alcohol? — Sacudí a mi joven socio.
— Claro, tenía que celebrar. Pasé por la licorería y agarré un tequila. —
Zorro puso sobre la mesa la botella ya abierta y, sin querer, movió el monitor y la impresora. Ese descuido con la nueva tecnología me molestó.
— Llévate la botella de aquí, — lo regañé. — En el laboratorio no se beberá alcohol. —
— Yo quería felicitarlo. Es una cosa…¡fantástica! Hasta el final yo no lo creía. —
— Nuestro trabajo apenas comienza. — Yo abrí la gaveta donde estaba el paquete de los nuevos billetes impresos. — Aquí hay cien billetes de cinco mil bublos. Quinientos mil. Hay que distribuirlos. —
— A la cuenta del teléfono? —
Yo asentí con la cabeza:
— Nosotros no trabajamos para cientos de compañías. — Y agregué: — Pero tú no vas a poder solo, necesitamos ayudantes. —
— Y usted? —
— Yo soy el productor, tú eres el distribuidor. —
— El discurso está claro. Yo puedo involucrar a unos morochos. —
— Los Apóstoles? — yo sabía de quienes estaba hablando.
— Con ellos no lo he hecho todavía. Si hemos robado alguno que otro cajero. —
— Nunca han caído? —
— No en los cajeros. Los han tratado de involucrar con robos en los talleres, pero han logrado zafarse. —
— Pan rallado. ¿Cual es su apariencia? —
Zorro me mostró su fotografía en el teléfono:
— Pablo es el gordo, Pedro es el alto. —
Observé los hermanos gemelos y traté de grabarlos en mi memoria. Después de eso, borré la foto y limpié la «galería».
— Que hizo? — se disgustó Fedor, viendo la ligereza con que trataron su celular.
— Y a mí no se te ocurra fotografiarme. Nosotros no estamos jugando. — Le regresé el teléfono. — De mí que no se sepa nada. Solo el nombre de Doctor. —
— Como diga, — se tranquilizó Zorro. — Que haremos con los bublos? —
— Haremos lo siguiente: que los Apóstoles tomen préstamos de quinientos mil. —
— Préstamos? —
— Comunes, a cualquier tasa de interés, pero con derecho a cancelarlos en cualquier momento. Y se pagarán en los terminales de «Jupiter pago» con nuestros bublos. —
— Pero se pueden pagar en cualquier terminal. —
— Yo sé. Pero en esos la comisión es cero %. Ya te diste cuenta? —
— Para atraer clientes. —
— Para atraer un montón. Utilizan los terminales para pagar. Imagínate lo que hacen los operadores. Ellos reciben efectivo y lo cambian por entradas contables por un buen porcentaje.
— O sea, el dueño de los terminales es un ladrón y nosotros lo castigamos. —
— Yo no quiero que los honestos empresarios sufran. —
— Y esos existen? —
— Mmh… — No supe que responder.
— Relájese Doctor, ya capté. Primero cargamos al «Jupiter» — Zorro agarró la paca de bublos y sonrió. — Quien hubiera pensado que estos papeles… —
— Yo pensé, y pensé. —
— Excelente! ¿Me fui, entonces? —
Metió los bublos y el tequila en un paquete, captó mi mirada desaprobatoria y dijo:
— Es para los Apóstoles, ya que aquí no se puede. —
12
Los hermanos morochos, Pedro y Pablo Noskov preferían pasar el tiempo libre en su garaje, donde podían trabajar, pero también descansar. Desde pequeños les gustó estar relacionados con la mecánica y, después de que terminaron la escuela, trabajaron siete años en grandes talleres automovilísticos. Se convirtieron en unos excelentes maestros, pero no se destacaron por la disciplina. Podían, simplemente, faltar al trabajo y, a veces, después de una fiesta con tragos, hasta se olvidaban de él por días. Los despidieron de varios talleres, entonces se dedicaban a la reparación por su cuenta, hasta que encontraban un nuevo trabajo.
Una vez, su amigo de la infancia, Fedor Volkov, después de una reparación del motor del «Subaru», les sugirió una idea que los sacó de su rutina:
— Apóstoles, que hacen ustedes trabajando para otro tipo? Monten su propio taller. Las herramientas ya ustedes las tienen, son buenas, — Volkov alabó sus instrumentos, la mayoría de ellos robada en los talleres donde habían trabajado, — y ustedes son buenos también. —
— Y quien va a venir a nuestro taller? Hay un montón de talleres por aquí, — dijo el gordito Pablo, quien siempre mostraba más precaución.
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